Capítulo Cuarto
EN MONTSERRAT Y EN MANRESA
(1522-1523)
Al salir de Loyola, Iñigo persuadió a su hermano que le acompañaba, a hacer una vigilia en el Santuario de Nuestra Señora de Aranzazu. (1) Este Santuario era de origen reciente. Hacía cerca de 50 años que un pastor de Oñate, Rodrigo de Balzátegui, mientras guardaba su rebaño en la montaña de Alona, encontró en unas zarzas una estatuita de la Virgen. Algunos prodigios dieron a conocer que María Santísima quería ser venerada en aquel lugar. La Virgen, en recuerdo del hecho de su hallazgo, se llamó Nuestra Señora de Aranzazu, lo que quiere decir en vasco: tú estás en la zarza. Edificóse una hermosa iglesia en el flanco de la montaña, con un convento de franciscanos para atenderla. Nuestra Señora de Aranzazu era ya en 1522 un santuario frecuentado. (2) Los Loyola lo conocían como todos los azpeitianos; y en el testamento de Pedro Martínez de Emparan, primo hermano de Iñigo, se ordena enviar a una "buena persona" a Aranzazu, para hacer allí una vigilia nocturna antes prometida, pero no cumplida. (3)
Cuando dejó a Loyola, contando con que no volvería más, en el umbral de una vida nueva que quería fuese toda de Dios, Iñigo puso su viaje y sus designios bajo la protección de María. En esta iglesia vasca, en medio de las sombras de la noche, ¡qué sentimientos de agradecimiento, qué santos deseos, qué instantes súplicas debieron exhalarse al pie de la milagrosa estatua! En 1554 se acordará todavía de las gracias recibidas en aquella vigilia. (4)
Llegado el día, los viajeros volviendo sobre sus pasos hacia el noroeste se dirigieron a Oñate, donde una de sus hermanas se encontraba entonces, sin duda en casa de los Araoz. Hasta esta casa amiga siguió a Iñigo la malsana curiosidad de sus parientes; tanto más cuanto que no dejaron de notar, que tenían delante un hombre nuevo. Aranzazu y el Duque de Nájera pudieron servir de diversión muy natural al peregrino que no quería revelar su secreto. Después de la despedida, éste, al apartarse de sus huéspedes y dejar a su hermana en la casa de los Araoz, tomó el camino de Navarrete. (5)
Sea que haya ido por Vitoria, o directamente al sur por Salvatierra, tuvo la ocasión de recordar, al pasar por esta tierra de Alava, los combates librados en abril de 1521 cuando estaba al lado de Juan Manrique de Lara. Después por la Guardia, al este, caminó hacia la Rioja a la que debió entrar por entre Cenicero y Fuente Mayor, cortando allí el camino real de Haro a Logroño, a una media legua escasa de Navarrete.
Esta pequeña ciudad era un regalo hecho a los Manrique por el Rey Juan Primero de Castilla en 1380. El antiguo castillo, edificado por Alfonso VIII, servía de palacio al Duque. Cuando Iñigo se presentó, Antonio Manrique estaba en Nájera. De un galope el antiguo mesnadero del Virrey de Navarra hubiera podido franquear las tres leguas que le separaban de su señor; pero juzgó el viaje inútil. ¿Para qué? En aquella villa de Nájera que en otro tiempo había ayudado a reconquistar al Duque, ni las fortalezas levantadas en la montaña, ni el Viejo Alcázar le interesaban ya; todo aquel pasado, no obstante tan cercano, había quedado definitivamente atrás. Sin duda, sólo Santa María la Real, magnífica Colegiata recientemente acabada, tenía un lugar en su memoria, con aquel panteón real (6), en donde bajo las piedras sepulcrales guardadas por los hijos de San Benito dormían los soberanos y los infantes de Navarra; las cenizas frías de los príncipes desaparecidos para siempre, le repetían la vanidad de las cosas humanas. ¿Qué hubiera podido decir al Duque de Nájera: sic transit gloria mundi? Ciertamente, no le hubiera faltado valor para espetar semejantes discursos; pero quería absolutamente guardar secreta su resolución de una vida nueva. Se contentó, pues, con entregar a los subalternos, quienes la harían llegar al tesorero del Duque, una cédula pidiendo el salario que se le debía. Advertido por el tesorero, el Duque Antonio respondió que aunque estuviera escaso de dinero siempre lo tendría para Loyola, y en atención al crédito adquirido en el pasado con todo gusto daría a Iñigo "un buen puesto" si quisiera aceptarlo (7). Iñigo pensaba menos que nunca en una fortuna terrestre; ya no quería ser más que soldado de Cristo. Por carta, o por medio del mensajero que le llevó aquellos ofrecimientos amables, debió dar las gracias al Duque por su bondad. De los ducados recibidos hizo dos partes: una que distribuyó entre ciertas personas hacia las cuales se sentía obligado; la otra la reservó para ofrecer limosna a una Imagen de Nuestra Señora en la iglesia de Navarrete probablemente, o en una ermita vecina. La Imagen estaba en mal estado, e Iñigo dejó la suma necesaria para "adornarla bien". Después, despidiendo a sus dos criados, partió solo, montado en su mula, de Navarrete rumbo a Montserrat. (8)
De Navarrete, Iñigo pasó a Logroño para seguir el camino real. Sin duda al atravesar aquel valle del Ebro, en donde las tropas mandadas por el Duque de Nájera habían comenzado a rechazar la invasión francesa, le volvió el recuerdo de los trágicos días de Pamplona. . . ¡Qu¿ lejos estaba todo eso! ¡Qué otros combates deseaba ahora! ¡Cómo el horizonte de Antonio Manrique de Lara, relegado a sus tierras por el capricho de un príncipe, le parecía estrecho, bajo y triste!
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El caballero por aquellos caminos solitarios, recibió de Dios preciosas iluminaciones. Estaba todavía, nos dice él mismo, "muy ciego" en las cosas espirituales; pero tenía "un generoso deseo de servir al Señor en todo lo que él pudiera." Sus pecados pasados le causaban gran horror y quería hacer penitencia de ellos. (9) Desde aquel día, tomó la costumbre de disciplinarse todas las noches. Sin embargo, estas rigurosas prácticas de mortificación, no tenían de ninguna manera por fin obtener el perdón divino de sus faltas, u ofrecer una justa satisfacción; Iñigo pretendía agradar a Dios, mostrarle un ardiente amor y rivalizar con los santos. (10) El soldado de otro tiempo, con su ambición de igualar a los mejores y de señalarse en proezas, había cambiado de milicia pero no de temperamento; soñaba siempre con hazañas, pero en ese campo de la lucha cristiana del que el Flos Sanctorum le había revelado las magníficas perspectivas. Y porque había sido frecuentemente vencido por el demonio de la lujuria, en aquel mismo camino, en un día y en un lugar que ignoramos, hizo a Dios, por la mediación de María Santísima, voto de perpetua castidad. (11)
"Mientras que proseguía su camino (hacia Montserrat), fue alcanzado por un moro que cabalgaba en su mulo; y compañeros de viaje, durante la conversación acertaron en hablar de Nuestra Señora." El moro manifestó su opinión de que la concepción de Jesús era obra divina; pero que no podía creer que María hubiese permanecido virgen después del parto. "Y alegaba todas las objeciones que le venían al espíritu sin querer convencerse de lo contrario, a pesar de las numerosas razones que le daba el peregrino."
Acabaron por separarse y el moro, picando espuelas, "tomó la delantera con tanta velocidad que bien pronto se perdió de vista." Iñigo mientras tanto era presa en su interior de pensamientos contrarios; le parecía que "había faltado a su deber"; estaba "descontento de sí mismo", "indignado de los propósitos del musulmán"; jamás un cristiano como él hubiera debido tolerar un lenguaje tan contrario al honor de la Madre de Dios. Pero ¿no sería todavía tiempo de vengar a la Virgen corriendo tras el blasfemo, y castigando su temeridad con algunas estocadas bien dadas? Largo tiempo Iñigo deliberó "y al fin quedó indeciso sin saber a qué estaba obligado." El moro le había dicho el término de su viaje, una villa situada en la misma dirección de Montserrat, pero un poco apartada del camino real. Para salir del apuro de aquel caso de conciencia que no sabía resolver, Iñigo tomó el partido de dejar ir a su mula como quisiera, con la rienda al cuello hasta el lugar en donde se bifurcaban los caminos; si la mula se dirigía hacia la villa entonces él perseguiría al moro y le daría una puñalada; si por el contrario la mula seguía el camino real, dejaría entonces al moro tranquilo. La villa no estaba sino a unos treinta o cuarenta pasos y el camino que conducía a ella era bueno y muy ancho. La mula, sin embargo, continuó por el camino real, e Iñigo vió en aquel hecho una indicación de la Providencia y dejó en paz al incrédulo. (13)
Una vez salido de Logroño y siguiendo siempre la margen derecha del Ebro (14), el peregrino pasó por Calahorra y Alfaro, al sur de Navarra, atravesó enseguida Tudela y Cortés y luego por Mallén y Pedrola llegó a Zaragoza, capital de Aragón. En otro tiempo hubiera visitado con curiosidad el palacio real de donde había salido el Príncipe Fernando para casarse con Isabel la Católica y comenzar un reinado glorioso de cuarenta años. Hoy piensa en que el heredero de una raza ilustre, el señor poderoso de las Españas, había muerto en una casita rústica, en una aldea oscura de Extremadura y en que sólo el imperio de Dios no tiene fin.
En Lérida, cuyo fuerte estaba plantado sobre un pico como un centinela, el caballero tocó por fin la tierra catalana. En Igualada, sobre el camino real que continúa hacia Barcelona, se bifurca el camino llamado de Santa Cecilia, que siguen los peregrinos de Montserrat. Antes de entrar por aquel sendero empinado, Iñigo hizo un alto. Hacía quince días que cabalgaba y había caminado cerca de ochenta leguas; Montserrat estaba a la vista, con su silueta que parecía haber sido aserrada. En las aldea de Igualada abundaban las fábricas de telas ordinarias. Para su peregrinación a Jerusalem, Iñigo compró esa tela (15) de que se hacen ordinariamente los costales y se hizo confeccionar una túnica larga hasta los pies; compró también un báculo, una calabacilla y un par de espadrillas. Amarró aquel equipaje precioso "en los arzones de la silla" y continuó su camino hacia Montserrat. (16)
¿Qué iba a hacer allá? Nada había determinado aún. Pero su resolución fue tomada rápidamente. Según cuenta él mismo, como "su espíritu estaba lleno aún de Amadís de Gaula" y de recuerdos de las novelas de caballería, decidió "velar sus armas toda una noche, sin sentarse ni acostarse, delante del altar de Nuestra Señora de Montserrat; allí resolvió dejar sus ropas de soldado y vestir la librea de Jesucristo". (17)
Iñigo llegó a Montserrat el 21 de marzo de 1522.
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Fue mediando el siglo VI cuando un discípulo de San Benito fundó al pie de Montserrat un monasterio que bien pronto se rodeó de casas. También por entonces los monjes comenzaron a edificar, próximas a los más altos picos, algunas ermitas donde vivían en soledad. En una de tantas incursiones de los moros, el Obispo y los gobernadores de Barcelona vinieron a ocultar en una de esas ermitas la estatua de Nuestra Señora venerada antes en la iglesia edificada por el Santo Obispo Paciano. Era en 718. El descubrimiento de la Santa Imagen en 880 dio ocasión a la erección de una primera capilla en aquellas alturas; algunas monjas se establecieron allí después. Cuando éstas se trasladaron a Barcelona, en el siglo X, los hijos de San Benito las sucedieron. Constituida primero en Priorato dependiente de la célebre abadía catalana de Ripoll, Montserrat no fue elevada a Abadía sino hasta el principio del siglo XI. Entre los abades que la gobernaron ninguno ha dejado huellas tan profundas ni tan venerables como don Francisco García de Cisneros, (18) constructor, reformador, organizador y asceta. Su recuerdo queda aún vivo en la Santa Montaña. Montserrat le debe sus claustros, su regla, su "escolania", su imprenta y el famoso Ejercitatorio del que volveremos a hablar. Cuando Iñigo llegó a la Abadía como peregrino hacía apenas doce años que aquel gran hombre había muerto.
Llegado al monasterio, Iñigo buscó ante todo un confesor. Sabemos con toda certeza que se dirigió a Fray Juan Chanones. Este francés, nativo de una aldea vecina de la ciudad de Mirepoix, fue primero un sacerdote secular en su diócesis. Mientras que estaba de vicario de la Catedral de Mirepoix tuvo ocasión de hablar con un hermano limosnero de Montserrat, quien le contó las maravillas de su monasterio. De aquella conversación Chanones quedó con grandes deseos de ver por sus propios ojos aquel lugar de bendición. Apenas llegado, fue admitido por el Abad, volvió sin embargo a Mirepoix para arreglar sus asuntos y renunciar a su beneficio y tomó el hábito de Montserrat el 7 de marzo de 1512; tenía 32 años. Fue un monje observante de su regla, pobre en sus vestidos, amigo de las austeridades, paciente en el sufrimiento, admirablemente obediente, fiel en la oración y muy devoto de la Sagrada Eucaristía. Sucesivamente mayordomo, maestro de novicios, prior de diversos monasterios, durante largos años estuvo en Montserrat como confesor de los peregrinos. Murió el 16 de junio de 1568 la víspera de la fiesta del Santísimo Sacramento. Tal fue el primer padre espiritual de Ignacio de Loyola: el benedictino francés Juan Chanones. (19)
El peregrino nos cuenta (20) que "después de haber hecho oración y tratado con su confesor, le hizo por escrito una confesión general que duró tres días". Después de la cual "la víspera de Nuestra Señora de Marzo llegada la noche, buscó lo más secretamente que pudo a un pobre, se despojó de sus vestidos" y se los dio para revestirse como él deseaba con un "sayal de penitencia", aquel que había comprado en Igualada. Después se fue a poner de rodillas delante del altar de Nuestra Señora y allí "ora de esta manera, ora de pie, con el báculo en la mano pasó toda la noche". (21)
El baño, la velada, la confesión, la comunión, la bendición y la entrega de la espada, tales eran las ceremonias y ritos con los que se hacía la creación de un nuevo caballero. En el alma de Iñigo, purificada por la absolución y llena de los más fervientes deseos de perfección cristiana, los recuerdos de la caballería y los del misterio de la Encarnación del que se celebra el aniversario el 25 de marzo, se amalgamaban maravillosamente. El Verbo de Dios para conquistar al mundo había secretamente bajado a la humildad de la carne por medio de una virgen que no quería ser sino la sierva del Señor. El, pues, que deseaba imitar a Jesucristo y ser dócil al soplo de su gracia para un nuevo y todavía misterioso destino, pero del que sólo el Evangelio sería la ley. ¡Qué bien se encontraba allí, en la obscuridad de aquel santuario, a los pies de Nuestra Señora, vestido como un pobre viajero desconocido por la tierra y donde ya no tenía morada fija!. Las armas que en otro tiempo causaban su vanidad y por las cuales había querido en las batallas adquirir un renombre, las entregó a Fray Juan Chanones, para que las colgara como un exvoto en la capilla de la Virgen, cuando hubiera salido de Montserrat. En adelante ya no quería otras armas que el escudo de la fe, el casco de la salvación, la espada del espíritu de Dios. Y en su oración ardiente suplicaba a María le ayudase a revestirse de la armadura de los cristianos que es Cristo.
Siempre guardó Ignacio el secreto del misterio de aquella noche bendita. Ninguno de sus confidentes, ni siquiera el padre González de Cámara, supo nada de ella. Para entrever lo que pasó en la vela de las armas del nuevo soldado de Jesucristo, no tenemos otra luz que la conmovedora meditación de la Anunciación, en el libro de los Ejercicios espirituales. Esta meditación debió comenzar en Montserrat en la noche del lunes 24 al martes 25 de marzo de 1522.
"El 25 apenas despuntó el día el peregrino partió para no ser conocido y se fue no por el camino directo de Barcelona, por donde podría encontrar algunas personas que lo conocieran y honraran, sino por una senda desviada hasta un lugar que se llama Manresa. Se proponía permanecer allí durante algunos días en un hospital y anotar algunas cosas más en su cuaderno del que no se separaba y le había servido de gran consuelo." (22)
Según estas palabras que son del mismo santo, en Manresa no había de hacer sino una corta estación, destinada a facilitar sus escritos y propia para ocultarle por algún tiempo a las miradas de los hombres. ¿Temía encontrar en el camino de Barcelona el suntuoso cortejo de Adriano de Utrecht, elegido Papa, que pretendía atravesar Navarra y Cataluña para ir al puerto en donde debía embarcarse para Roma? (23) Es muy posible. El antiguo preceptor de Carlos V había tenido noticias en Vitoria, el 8 de febrero de 1522, de que los Cardenales del Cónclave lo acababan de elegir para ocupar el trono de San Pedro. El 8 de marzo firmó su aceptación definitiva; el 12 salió de Vitoria, el 14 fue recibido como huésped en Nájera por el Duque Antonio Manrique de Lara, el 24 llegó a Calahorra. Los monjes de Montserrat, debían conocer con todos sus detalles aquel extraordinario viaje que había excitado la curiosidad de todo el país. Chanones sin duda lo dió a conocer a Iñigo de Loyola, que desde aquel momento no pensó más que en desaparecer para evitar el encuentro de la nobleza de Navarra que venía en el cortejo de Adriano VI.
De hecho el nuevo Papa llegó a Zaragoza el 28 de marzo donde permaneció hasta el 11 de junio y no se embarcó en Barcelona sino hasta el 6 de agosto. Si, como es creíble, Iñigo se interesaba en aquellos sucesos, no creyó sin embargo conveniente que él a su vez se pusiera en camino para Roma. Había proyectado no quedarse en Manresa sino unos cuantos días; y se quedó diez meses. La Providencia quería que Manresa fuera verdaderamente su patria espiritual; allí se formará el alma nueva de la que irradiará la vida admirable de un santo y de un fundador de Orden.
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Cuando Ignacio llegó la mañana del día de la Anunciación, 25 de marzo de 1522, Manresa era una pequeñita ciudad de cerca de 2,000 habitantes, pero no sin un carácter peculiar. (24)
Más aún que ahora, las riberas del río Cardoner merecian el nombre poético de Valle del Paraíso. En las cercanías del puente viejo, las habitaciones eran raras, todo estaba cubierto de jardines, tapizando con su verdura el vallecito entero, hasta las rocas y grutas que dominan el río y la estrecha meseta que aún ahora se llama el Balcón de San Pablo.
Sede de un obispado hasta el siglo nono, Manresa perdió esa categoría en 888 por una Bula que la unió a Vich, pero conservó su Colegiata bajo la autoridad de un Preboste. Y las iglesias y las capillas se agrupaban en torno de la Seo, (25) a modo de rico collar; capillas de Santa Catarina, de San Bartolomé, de Santa Susana, iglesias de San Martín y de San Miguel. Vecinos de Montserrat, habituados durante siglos a visitar como peregrinos el Santuario, los manresanos no podían menos de ser devotos de la Virgen. La Seo, está dedicada a ella; es una magnífica iglesia del siglo XIV, pero sus esplendores no bastaron para agotar la devoción de los cristianos de Manresa. A cada paso edificaban oratorios a Nuestra Señora: Nuestra Señora del Claustro, dependiente del Claustro de la Seo, cerca de la puerta de Urgel; Nuestra Señora de Valdaura, cerca del hospital de Santa Lucía; Nuestra Señora del Pueblo, cerca de la puerta de Sobrerrocha; Nuestra Señora del Romey, cerca del puente viejo; Nuestra Señora de la Guía; y en los alrededores de la ciudad, Nuestra Señora de Joncadella, Santa María de la Guardia, Santa María de Monistrol, Santa María de Plano, Santa María de Mataderch, y para acabar con un nombre que volverá a aparecer en esta historia, Nuestra Señora de Villadordis.
Los conventos no faltaban tampoco en la piadosa ciudad. En el lugar del castillo edificado por Recaredo se habían establecido los Carmelitas desde 1308, y su iglesia era la sede de una Cofradía de la Santísima Trinidad muy próspera. Otra Cofradía del Rosario florecía en la iglesia de los Dominicos. Los Cistercienses ocupaban desde 1459 la casa llamada de San Pablo Ermitaño. Cerca del puente viejo se levantaba una casa para enfermos al lado de la capilla de San Marcos y de Santa Bárbara en la que tenía su sede la Cofradía de los Blanchers, finalmente el hospital de Santa Lucía estaba particularmente reservado a los pobres y enfermos extranjeros, la capilla contigua pertenecía a la Cofradía de los albañiles y los talladores de piedra.
Los magistrados de la ciudad tomaban a la letra la definición que da el Apóstol de un buen gobierno: ministro de Dios para lo bueno. Sostenían a perpetuidad ante la Virgen del Rosario en la iglesia de los Dominicos un grueso cirio encendido. Cuando la peste amenazaba la ciudad como sucedió en la primavera de 1522, determinaron enviar a un Fray Julián del Convento de los Carmelitas "al glorioso Monseñor Santiago de Galicia" con el fin de obtener la preservación de aquella plaga y decidieron que se haría una solemne procesión de "niños descalzos y niñas sin velo en la cabeza"; y que además, "los concejales y algunos de los principales de la ciudad" acompañarían a los peregrinos de Compostela hasta Nuestra Señora de Montserrat, donde ofrecerían siete cirios de tres libras cada uno en honor de los siete gozos de la Virgen. En esta ciudad cristiana el alcalde hacía saber a sus administrados que su primer deber era "honrar y reverenciar a Nuestro Señor Jesucristo, a la Gloriosa Virgen Señora Santa María, su Madre bendita, así como a todos los santos" y la violación pública de los mandamientos de Dios era castigada por una multa. (26)
Tal es el cuadro en el que va a desarrollarse la existencia de Iñigo en los momentos en que acaba de poner bajo la protección de Nuestra Señora de Montserrat, su proyecto de vivir conforme al Evangelio.
El sayal de que se revistió para velar las armas ante el altar de Nuestra Señora, no es para él un vestido de ceremonia, que se ha de dejar después del oficio. No tiene más que esa túnica. Aquel pobre diablo a quien Iñigo dió sus vestidos de gentilhombre fue sorprendido por la policía con aquel aparato suntuoso que le caía muy mal y se hizo sospechoso de robo. Para defenderse denunció a su bienhechor. Sin traicionar su nombre y sus orígenes Iñigo explicó el caso en pocas palabras. Y mientras que el mendigo contentísimo se vistió de nuevo el magnífico vestido, el antiguo paje del Duque de Nájera, volvió a Manresa en su hábito de penitencia. En otro tiempo se había mostrado muy cuidadoso de todos los detalles de su vestido; lo sabemos por él mismo. Pero en Manresa andaba sin sombrero, la barba y los cabellos hirsutos que nunca peinaba ni cortaba; tampoco se cortaba las uñas; caminaba descalzo del pie izquierdo, porque el pió derecho todavía enfermo lo llevaba vendado y calzado con una sandalia. (27) A su vista los muchachos lo miraban divertidos y entre mofas y risas lo señalaban con el dedo cuando pasaba gritándole: "el hombre del saco". El saboreaba con delicia aquellas burlas infantiles.
Iba de puerta en puerta mendigando por amor de Dios su alimentó de cada día, pero no aceptaba ni carne ni vino. (28) Como el Hijo del Hombre, no tenía para descansar sino un portal prestado. Los primeros días pidió un rincón en Santa Lucía, el hospital de los extranjeros. Durante una enfermedad grave, y ésta no tardó en venir dada la vida espantosamente dura del peregrino, fue hospitalizado en casa de los Canyelles. La compasión de sus huéspedes y la intervención de algunas buenas almas movidas por su miseria y su virtud lograron conseguirle una celda en el priorato de los Dominicos. (29) Allí fue su domicilio de día y de noche durante la mayor parte de su estancia en Manresa; a menos que no estuviese detenido en Santa Lucía por el cuidado de los enfermos, o en la cueva por un deseo de penitencia y de oración solitaria, o en nuestra Señora de Villadordis por devoción a la Virgen. Pero de todas maneras no tenía otro techo que el que podía obtener de la caridad de los hombres y de la providencia de Dios.
Su vida de oración era admirable. Desde el primer día tomó la costumbre de asistir todos los días a la Misa, a las vísperas y completas de la Seo, en donde los canónigos regulares cantaban el oficio. Cuando vive en el priorato de los Dominicos, tiene la facilidad y se aprovecha de ella de levantarse de noche, para asistir a los maitines. El mismo confiesa que sin saber una palabra de latín tenía gusto por la salmodia, y el canto sagrado llenaba su alma de consuelo; (30) mientras tanto recitaba particularmente las horas de Nuestra Señora, en el librito que llevó de Loyola. (31)
Esta abundancia de oraciones vocales no agotaba su fervor.
Daba siete horas a la oración mental que hacía siempre de rodillas. (32) La lectura de los libros de piedad completaba aquel régimen espiritual. Descubrió en Manresa el librito de la Imitación de Jesucristo, que no conocía hasta entonces y al cual se aficionó para toda su vida, hasta el punto de tenerlo por único libro. (33) ¿Leería también el Ejercitatorio de Cisneros y otros libros como el Flos Sanctorum y el de Ludolfo? Es probable; no lo ha dicho, pero tampoco ha dicho lo contrario por lo menos claramente. En todo caso releía su cuaderno de extractos hechos en Loyola, y añadía en él algunas cosas. Tendrá hasta el fin de su existencia la costumbre de anotar brevemente las luces que Dios le daba y sus reflexiones esenciales en materia ascética. El cuaderno de Loyola sirvió para esta especie de diario y de allí saldría el libro de los Ejercicios Espirituales.
Cuando iba por la ciudad era para ocuparse en las cosas de Dios o en el cuidado del prójimo. Mendigaba para los enfermos y los cuidaba por sus propias manos en Santa Lucía, sin jamás encontrar nada en esto de repugnante, ni cuidar de sus propias fuerzas. Catequizaba a los niños que encontraba. Hablaba de Dios a las almas buenas que iban a buscarle al hospital para aprovecharse de sus luces e inflamar su celo; (34) los exhortaba a frecuentar los sacramentos y él mismo se confesaba y comulgaba todos los domingos. (35)
¿Quién era su confesor? No podemos determinarlo con toda certeza. El habló a González (36) de un "doctor de la Seo, hombre muy espiritual que allí predicaba." Quizás con estas palabras designa al canónigo teologal que por sus funciones estaba encargado de las predicaciones ordinarias en la Colegiata; era en 1522 el canónigo Juan Boutabi. Otros pasajes de las confidencias hechas a Cámara, hacen pensar que Iñigo se confesaba a veces con un Dominico del convento en donde tenía su celda. La tradición dominicana subsiste y algunos autores designan a este confesor a quien llaman el Prior Guillermo Pellaros. Según los papeles del convento el prior de 1522 era el padre Bartolomé Bienayant; (37) pero este error de nombre no debilita la substancia del hecho. Por su parte los Benedictinos han repetido en el curso de los siglos que de Manresa Iñigo subía a Montserrat para buscar a Fray Juan Chanones y recibir sus preciosos consejos. A priori esto es muy verosímil, y hay para apoyar la tradición benedictina muy buenas razones. (38)
No parece que Iñigo haya escogido desde el principio un confesor unico. Quizás las mismas circunstancias dolorosas que rodeaban lo que Laínez llamó la "infancia espiritual" del peregrino de Manresa hacen creer que en los apuros de su alma, Iñigo pedía socorro a todas las puertas que le parecían benévolas.
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En los primeros días de su conversión en Loyola, Iñigo no tuvo ninguna angustia que turbara la paz de su conciencia. Con la plena voluntad de servir a Dios el gozo le sobreabundaba. (39) Pero en Manresa desde el principio fue tentado. Presentábase a sus ojos en pleno día y muchas veces un espectáculo extraño: veía algo así como una serpiente llena de ojos, sin poder distinguir no obstante lo que aquello era, pero su alma sentía inundarse de una delectación dulcísima que desaparecía al desaparecer el misterioso objeto y que se renovaba y aumentaba con la frecuencia de la aparición. (40) Y en la misma época un vehemente pensamiento lo asaltó de pronto cuando cierto día iba a entrar en la iglesia donde tenía costumbre de asistir a la misa cotidiana. Era como si oyese en el fondo de sí mismo una voz que le decía "¿cómo vas a soportar una vida tan dura como la que llevas, durante los setenta años que vas a vivir?" Desde el primer instante Iñigo reconoció al enemigo y "le respondió interiormente con gran fuerza: miserable ¿puedes acaso tu prometerme siquiera una hora de vida?" Y la tentación fue vencida y le volvió la paz. (41)
Pero no tardó en turbarse de nuevo. (42) El peregrino "comenzó a experimentar grandes variaciones en su alma." A veces "no encontraba gusto ni en la oración, ni en oír la santa misa", ni en ningún otro ejercicio de piedad. Ciertos días por el contrario, todas esas impresiones penosas caían súbitamente como una capa que se hubiera deslizado de sus hombros. Desconcertado por este fenómeno, que verificaba en sí por vez primera, aquel principiante de la vida interior se maravillaba y se preguntaba: ¿qué cosa nueva es ésta?
No se cansaba sin embargo de "conversar con personas espirituales que le tenían en estima y deseaban tratar con él." Pero no sacaba nada en limpio; sólo que en "su conversación mostraba mucho fervor y una gran voluntad de ir adelante en el servicio de Dios." Y por eso sin duda una mujer vieja y devota, conocida como sierva de Dios en toda España y consultada a veces por el Rey Católico, habiendo tenido ocasión de encontrar al peregrino de Manresa le dijo: "plegue a mi Señor Jesucristo que se os quiera aparecer algún día." Y él tomando la expresión a la letra, quedó muy sorprendido: "¿cómo, pensaba, Jesucristo podría aparecérseme?" (43).
En esta exclamación íntima de Iñigo se traducía la duda de que jamás pudieran acaecerle tales favores divinos. Y se comprende muy bien, si se lee la serie de sus confidencias. El recuerdo de sus pecados engendraba en su alma mil escrúpulos. (44) Y se preguntaba si, en su confesión general de Montserrat, había declarado tales o cuales faltas; y a pesar de que renovaba esa confesión cada semana en Manresa, quedaba siempre inquieto. "Comenzó, pues, por buscar hombres espirituales capaces de curarlo; pero nada le ayudaba" a salir de sus angustias de conciencia. "Por fin un doctor de la Seo, hombre muy espiritual, que predicaba allí, le dijo un día, en la confesión, que pusiera por escrito todo aquello que le recordara su memoria. El lo hizo así y siempre, sin embargo, después de la confesión le volvían los escrúpulos." A medida que encontraba esas dificultades se enredaba en ellas más y más. Y a pesar de que entreveía el daño que resultaba de eso para su alma, no podía romper aquella red de ilusiones que lo envolvía.
En ciertos momentos le parecía que el remedio eficaz consistiría en que su confesor le hiciese una prohibición formal de revolver tales recuerdos en su mente. Pero no se atrevía a declarar eso al confesor. (45) Un día y por sí mismo el confesor le ordenó que no volviese a pensar en lo pasado a menos que se tratara de un pecado manifiestamente no acusado. Como el pobre penitente creía ver con toda claridad que no había confesado aquellas faltas en cuestión, "la orden no te hizo provecho alguno y quedó siempre turbado." (46)
Aquello duró "muchos meses." Cierto día, el tormento era tan grande que el peregrino se puso de rodillas, y con todo el fervor de su alma y toda la fuerza de su voz, comenzó a gritar: "Señor, socórreme porque no encuentro remedio alguno entre los hombres; ¡ah! si yo pudiera encontrarlo nada me costaría; muéstrame, Señor, tú mismo dónde está el remedio, así fuera necesario ir siguiendo a un perrito que me condujera al remedio, yo iría." (47) En medio de estos pensamientos contrarios que le agitaban durante esta larga prueba "muchas reces tuvo vehementes tentaciones de precipitarse por una gran abertura que había en su cuarto" en el convento de Dominicos, "cerca del lugar en donde hacía oración; pero sabiendo que el suicidio está prohibido gritaba en alta voz: ¡Señor, yo no haré cosa que os ofenda." Y renovaba frecuentemente esta protesta. (48)
"Vínole al pensamiento que podría imitar a un santo quien, deseoso de obtener del cielo una gracia, permaneció muchos días sin tomar alimento" hasta que Dios escuchó su oración. Después de haber reflexionado en esto por "un buen espacio de tiempo" determinó no comer ni beber hasta que el Señor viniera en su socorro, o por lo menos hasta el momento en que sintiera su vida en peligro. Tomó aquella decisión un domingo después de la Misa en que acababa de comulgar; y por toda la semana perseveró en aquel ayuno, sin omitir no obstante, ni el levantarse de noche, ni su asistencia a los oficios, ni mis oraciones acostumbradas. El domingo siguiente manifestó su conducta a su confesor, el cual le ordenó que comiera. El se sentía todavía fuerte, obedeció sin embargo y durante dos días desaparecieron sus escrúpulos. "El martes estando en oración comenzó a acordarse de pecados," todos se le aparecían uno tras otro como los eslabones de una cadena, y "le parecía que estaba obligado a confesarlos otra vez más." Mientras que agonizaba en esta lucha le vino un disgusto extraordinario de la vida que llevaba y se sintió tentado a abandonar todo. Sin embargo, fue en ese momento cuando "el Señor quiso que se despertara como de un sueño." Como ya tenía alguna experiencia de las mociones del espíritu, "comenzó a ver" por qué camino le habían venido aquellos escrúpulos; y resolvió "en medio de una gran luz" no volver a confesar sus faltas pasadas; "desde entonces quedó libre de sus angustias de conciencia, y tuvo por cierto que Nuestro Señor lo había querido libertar en su misericordia." (49)
Aquellas turbaciones profundas, aquellos ayunos, aquellas austeridades, aquellos rigores de toda especie, hubieran quebrantado la salud del hombre más robusto. En una época que no podemos precisar pero que debió probablemente coincidir con los primeros calores del estío, Iñigo cayó gravemente enfermo. La fiebre era alta hasta el punto de creerse en artículo de muerte; "claramente, dice él mismo, veía que su alma iba a salir de su cuerpo." Y en aquel estado le vino la reflexión de que su alma era justa y agradable a Dios. Pero tan pronto como hizo aquella reflexión comenzó a atormentarle una especie de presunción orgullosa, y hacía mil esfuerzos para arrojarla de sí, con el recuerdo de sus pecados. Sin embargo el pensamiento se obstinaba en su mente, a pesar de todos sus esfuerzos contrarios; y aquello le fatigaba más que la misma fiebre que le devoraba. Pero como bajase la calentura tuvo conciencia de que la muerte no estaba tan cercana, y como estaba rodeado de algunas señoras que habían venido para visitarlo, les rogó que otra vez si le vieran ya en la extremidad de la vida, tuviesen la caridad de gritarle al oído que era un gran pecador y que no debía olvidar las ofensas de que se había hecho culpable. (50) Estas confidencias de Iñigo son reveladas por testimonios de los manresanos, que en perfecto acuerdo precisan hasta las circunstancias.
Entre los lugares predilectos por la devoción del peregrino es preciso contar el oratorio de Nuestra Señora de Villadordis. Allí se le encontró un día sin conocimiento. Las señoras que se dieron cuenta del suceso fueron a buscar socorro. Algunos hombres llegaron y condujeron a Iñigo al hospital de Santa Lucía, en donde se le prodigaron algunos cuidados. El jefe de la familia Amigant juzgando que el estado del enfermo reclamaba más atenciones lo hizo transportar a su casa. Allí pasó largos días rodeado de la veneración y de las atenciones de todos; el enfermo se puso muy malo, dicen los testigos, (51) y fue entonces sin duda cuando pasó en el fondo de su alma la escena íntima que acabamos de contar.
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"La infancia espiritual" de Iñigo terminó con sus tormentos de escrupuloso. Una vez restablecida su paz. Dios le condujo por otros caminos. Los hombres no le habían sido hasta entonces de gran socorro; pero lo serán aun menos en el porvenir. El Señor que veía en aquella alma ardiente el deseo intenso y la firme voluntad de un servicio generoso, se dignó instruirle como lo hace "un maestro de escuela." Esta expresión es del mismo Iñigo. (52) Se llenaba de confusión siempre que recordaba aquella bondad condescendiente con la ignorancia de un espíritu sin cultura. Nunca en la vida dudó que el "Padre de las luces," hubiera sido su conductor entonces; creía "ofender a la Majestad Divina" (53) si dudara simplemente de aquella bienhechora Providencia.
Para saber cómo y hasta qué punto, Dios iluminó la inteligencia de aquel soldado sin letras y de aquel penitente aún novicio en la ascética cristiana, no hay más que escucharle a él mismo. Ninguno podría hablar más exactamente.
"Tenia una grande devoción a la Santísima Trinidad; y así hacia una oración cada día a cada una de las tres personas Divinas y, además, una cuarta oración a la Santísima Trinidad; y muchas veces se preguntaba por qué hacía eso, y la cuestión no dejaba de producirle alguna inquietud sin que no obstante diera a esto mucha importancia. Pero un día recitando las horas de Nuestra Señora en las escaleras del Monasterio de los Dominicos, su entendimiento comenzó a elevarle y fue como si viera a la Santísima Trinidad bajo la forma de tres teclas de órgano. A este espectáculo se deshizo en lágrimas y estalló en sollozos sin poder dominarse. Y como pasara una procesión, unióse a ella, pero fue incapaz de contener sus lágrimas sino hasta la hora de comer. Por la tarde no tenía en los labios otra cosa que a la Santísima Trinidad; y no podía excusarse de hablar de ella; y lo hacía con una gran abundancia de comparaciones muy diversas, mientras que mi alma estaba llena de gozo y consolación. Y desde aquella fecha data la impresión de su grande devoción que ha sentido toda su vida en orar a la Santísima Trinidad." (54)
Iñigo añade en su dictado al Padre González de Cámara: "Una vez se le representó como Dios había creado al mundo. Le parecía ver una masa blanca de la cual salían rayos y de donde Dios sacaba la luz. Pero no podría explicarse más sobre esto; no tiene un recuerdo preciso de los conocimientos espirituales que Dios le imprimió en su alma en aquella ocasión". (55) Otro día que estaba en la iglesia de los Dominicos y "asistía a la misa, en el momento en que se eleva el Cuerpo del Señor, vio con los ojos interiores una especie de rayos blancos que venían de arriba; y aunque después de tan largo tiempo no pueda bien explicar su pensamiento, sin embargo entonces penetró claramente con su inteligencia como Jesucristo Nuestro Señor estaba en el Sacramento." (56) "Muchas veces y durante mucho tiempo, estando en oración, vio con los ojos interiores la humanidad de Jesucristo sin distinguir sus miembros. Si dijera que lo ha visto veinte o cuarenta veces no se atrevería a pensar que era una mentira." "Nuestra Señora también fue vista por él en semejante forma, sin distinción de miembros." (57)
Y aquellas visiones interiores le confirmaron de tal manera en la fe, "que muy frecuentemente se ha dicho a si mismo que si no existieran las Sagradas Escrituras, no obstante estaría determinado a morir por aquellas verdades católicas, nada más en fuerza de lo que había visto." Estas palabras son sumamente significativas en los labios de un hombre tan reservado y tan humilde; levantan un poco el velo que cubre el misterio de las operaciones divinas en la inteligencia del siervo de Dios; explican por qué en sus deposiciones, los manresanos hablan de los éxtasis frecuentes de Iñigo.
"Yo vi frecuentemente al Padre Iñigo ir a la gruta, testifica Pedro Bigorra; (58) y en tres ocasiones le encontré de rodillas con las manos cruzadas, en oración, de tal manera arrebatado que no notó mi presencia, bien que yo le miraba fijamente en el rostro y que hice ruido."
"He oído decir, dijo Margarita Capdepost, (59) que el Padre Ignacio había tenido santas visiones y éxtasis, cerca del puente viejo," junto a la cruz de Nuestra Señora de la Guía, junto a otra cruz, en el Convento de los Hermanos Predicadores, en el Hospital de Santa Lucía y Nuestra Señora de Villadordis.
Iñigo mismo acaba sus confidencias con estas palabras: "Cierta vez que iba por su devoción a una iglesia que estaba un poco más de una milla de Manresa, por el camino que sigue el arroyo del Cardoner, se sentó frente a ese arroyo que corría profundamente. Y allí los ojos de su entendimiento comenzaron a abrirse. No fué una visión, pero le fue dado a comprender una gran cantidad de cosas, sea espirituales, sea de fe, sea de las letras humanas, y con una claridad tan grande que todo aquello le parecía nuevo. Imposible referir los puntos particulares que le fueron entonces conocidos, tan numerosos eran, bastará decir que recibió una gran luz en su entendimiento. De suerte que si se pusieran juntos todos los socorros que le vinieron de Dios durante su vida y todo lo que ha podido adquirir, en todo esto no le parece haber adquirido tanto como en aquella única circunstancia" de Manresa. (60)
Aquella iluminación de su espíritu fue tan extraordinaria, "que le pareció ser otro hombre y poseer desde entonen otra inteligencia de la que antes tenía." (61) Después de que aquello "duró un largo rato, fue a ponerse de rodillas ante una cruz, que estaba cerca para dar gracias a Dios. Y entonces se le apareció de nuevo la visión, que había tenido tantas veces antes, de aquella cosa extraña, hermosa y llena de ojos. Pero su esplendor era menor que de costumbre, y comprendió claramente que era el demonio. Frecuentemente, después aquella visión demoníaca se le representaba, pero él con gesto de desprecio, la rechazaba con el báculo, que ordinariamente llevaba en la mano." (62)
Así se formó de una manera superior y rápida, el Santo escolar de Dios y de Nuestra Señora. Había llevado a Manresa una inmensa voluntad; su vida humilde, sus maceraciones y sus ayunos, sus largas oraciones, los diligentes cuidados prodigados a los enfermos y a los pobres lo hacían un maravilloso espectáculo a los ángeles y a los hombres. Era en aquella piadosa ciudad de Manresa, como una viva encarnación del Evangelio. En sus pruebas interiores jamás se desmintió, ni por instante, su fidelidad a Dios. Respecto de los hombres, había acudido a ellos sin encontrar mucho remedio y luz; Dios sólo era su supremo recurso y se dirigía a El con toda su alma. El Señor lo sacaba de los abismos y lo hacía subir con El hasta las cimas. Contemplaba con sus ojos admirados la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía, la Virgen, y con aquellas claridades de arriba bajaban a su alma los goces del cielo. Al principio la imaginación domina en sus visiones; las de Cristo y de María son más intelectuales; en cuanto a la operación transformadora de que fue teatro la margen del Cardoner, es de un orden tan superior, que en una vida en la que abundaron los favores divinos Ignacio no experimentó jamás otra cosa igual. Desde aquel momento el horizonte de su vida cambia por completo, un nuevo sol lo ilumina; ni sus lecturas ni sus meditaciones, ni sus oraciones serán las que eran antes de aquella hora bendita. En el triple dominio de las verdades de la fe, del ascetismo cristiano y del saber humano pasó súbitamente a una esfera más elevada y más luminosa. No se reconocía a sí mismo.
Después de esta maravillosa efusión de la sabiduría divina en él, ¿cómo admirarse de que haya podido escribir el libro de los Ejercicios Espirituales?
Despulido y rudimentario en su forma este libro es de la mano de un hombre: el Caballero del siglo XVI y el soldado sin letras han dejado en él su huella. Pero su simplicidad es profunda a la manera de las Sagradas Escrituras y la trabazón maravillosa del conjunto, el esplendor de ciertas páginas, la seguridad de las lecciones que da, revelan la inspiración de arriba, que ha guiado la mano del escritor. En la historia de la Iglesia no faltan ejemplos de hombres y de mujeres, que sin haber pasado por la escuela, han hablado de las cosas divinas mejor que los doctores debidamente graduados. Iñigo de Loyola es de ese número. Dios que se comunica cuando le parece, fue su maestro. Y además con la misma asistencia de lo alto el libro fue retocado, completado y ordenado después de Manresa, como lo dice Nadal en términos formales.
Los designios de la Providencia sobre él, lo que hará de él un día, Iñigo lo ignora completamente, si no es que está dispuesto a cumplir toda voluntad de su Señor y soberano; y que mientras espera conocer mejor su destino, irá a Jerusalem en el momento oportuno.
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El invierno de 1522 fue muy penoso para el peregrino. Extenuado por sus penitencias y sus ayunos, insuficientemente vestido, cayó de nuevo enfermo. Para curarle, la ciudad le puso en la casa del padre de un Ferrer, que fue después un criado de Baltasar de Feria. Allí le cuidaron con gran diligencia; algunas señoras principales de Manresa, por afecto y compasión venían a velarle por la noche. Aun cuando ya estaba restablecido de aquella enfermedad quedó muy débil y con un frecuente dolor de estómago. Así se le obligó a vestirse y calzarse y a cubrirse la cabeza; se le dieron "dos túnicas pardas de tela ordinaria llamada burel en el país, y una caperuza de la misma tela" (63).
El sayal de Lérida se quedó en las manos de la familia Canyelles que fue precisamente la que le regaló las túnicas de burel; (64) en 1595 los Canyelles conservaban todavía una parte de aquel sayal como una reliquia, mientras que otra parte pendía como un exvoto en la capilla de Nuestra Señora de Villadordis.
Pero bajo su nuevo hábito Iñigo no cambió de alma; por el contrario más que nunca se dio a la oración, a los oficios de la Seo, al Hospital de Santa Lucía, a la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños y a los pobres, a las conversaciones espirituales con quien quisiera servir a Dios más de cerca. En la ciudad de Manresa en donde la fe era viva, el apostolado de aquel que en un principio llamaban el hombre del saco, y después, el hombre santo, fue de los más fructuosos. Más tarde en los procesos de 1595 los testigos dirán haber oído de sus antecesores, que la práctica de los sacramentos, de la mortificación y de la oración recibieron del Padre Ignacio notable aumento. Por medio de sus ejemplos y sus palabras aquel peregrino que todavía no había recibido las órdenes, cristianizaba a todos los que se le acercaban, con más eficacia que los mismos sacerdotes. De esta acción profunda testificada por los contemporáneos quedan dos fórmulas extrañas en su expresiva brevedad: "la enseñanza de la doctrina comenzó en la ciudad con el Padre Ignacio", dice el cura de Manresa, Francisco Picálquez. A lo que Eufrosina Roviralt y Leonor Africana añaden: "las señoras que el Padre Ignacio había dirigido en el servicio de Dios decían: "hasta el momento en que el Padre Ignacio llegó a esta ciudad, no había en ella conocimiento de Dios." (65) Palabras evidentemente excesivas si se las quisiera tomar a la letra, pero que señalan simplemente, cuán profunda fue la transformación que los consejos del hombre santo produjeron en las almas más dóciles a su acción.
Es por estas señales por las que se reconocen las huellas del paso de los verdaderos apóstoles.
NOTAS
(1) González Cámara, n. 13.
(2) Julian de Pastor y Rodríguez. Historia de la imagen y santuario de Nuestra Señora de Aranzazu, Madrid, 1880. Citado y resumido por los editores de las Cartas de San Ignacio IV, 293.
(3) Azpeitia, Arch. de la familia Emparan.
(4) Ignacio hizo esta confesión en una carta a Francisco de Borja (Ep. et inst. VII, 422). Esta carta es una respuesta a las instancias por las cuales el Prov. de los Franciscanos el P. Araoz, y el Concejo de la Ciudad de Oñate pedían al fundador de la Compañía su influencia para obtener del Papa un jubileo, a fin de apresurar la reconstrucción del Convento de Aranzazu destruido por un incendio en 1552.
(2) Julian de Pastor y Rodríguez. Historia de la imagen y santuario de Nuestra Señora de Aranzazu, Madrid, 1880. Citado y resumido por los editores de las Cartas de San Ignacio IV, 293.
(3) Azpeitia, Arch. de la familia Emparan.
(4) Ignacio hizo esta confesión en una carta a Francisco de Borja (Ep. et inst. VII, 422). Esta carta es una respuesta a las instancias por las cuales el Prov. de los Franciscanos el P. Araoz, y el Concejo de la Ciudad de Oñate pedían al fundador de la Compañía su influencia para obtener del Papa un jubileo, a fin de apresurar la reconstrucción del Convento de Aranzazu destruido por un incendio en 1552.
(5) González de Cámara, n. 13.
(6) Ver Constantino Garran, Santa Maria la Real de Nájera, Soria, S. Sainz Moneo, 1910, 21-34.
(7) González de Cámara, n. 13.
(8) Id. n. 13.
(9) Id. n. 14.
(10) Id. n. 14.
(11) Polanco, Cronicon, I, 16, señala este voto como hecho antes de su encuentro con el moro; Rivadeneyra después de la compra del sayal de penitente y por consiguiente en el camino de Igualada a Montserrat.
(12) González de Cámara, n. 15.
(13) Id. n. 16.
(14) En San Ignacio de Loyola, I, 45-51, el P. Creixell ha estudiado minuciosamente este itinerario; sigo sus indicaciones.
(15) El P. Araoz Scrip. S. Ign. I, 725, designa a Lérida como el lugar de la compra del sayal. Por razones geográficas y para respetar mejor el texto de González de Cámara, el P. Creixell prefiere Igualada. Creo que tiene razón.
(16) González de Cámara, n. 16.
(17) Id. n. 17.
(18) Francisco García Jiménez, nacido en Cisneros de la Prov. de León en 1455, entro a los veinte años en el convento de San Benito de Valladolid, implantó la reforma de Valladolid en Montserrat, en donde nueve veces seguidas fue abad; murió el 27 de noviembre de 1510.
(19) Scrip. S. Ign. II, 440-445
(20) González de Cámara, n. 17
(21) Id n. 18
(22) Id. n . 18.
(23) El P. Fernando Tournier es el primero y único según creo que haya pensado en este acercamiento de hechos. He encontrado la traza de ello en sus Ignacianas, que están inéditas, y me he hecho una obligación de pagar mi deuda al ágil investigador.
(24) De 1524 a 1534 el término de los bautizos en la Seo es de 55 por año. La cifra aproximada de habitantes sería, pues, de 1,075.
(25) Seo, designa la Catedral.
(26) Manresa, Arch. mun. Libro mayor 1518, 1519, 1522, 1523; Deliberac. del Concejo, 9 de junio de 1501, 31 de octubre de 1507, 20 de diciembre de 1508, y de mayo de 1513, 13 de mayo de 1521, 4 de mayo de 1522.
(27) González de Cámara, n. 19.
(28) Id. n. 19.
(29) Id. n. 23. En los archivos de la ciudad de Manresa existe un manuscrito que consagra la tradición de esa estancia mencionada por Ignacio mismo. En el priorato tres objetos recuerdan el hecho: una cruz, una inscripción y una pintura. La cruz se guarda en el convento de las dominicas llamado de Santa Clara; la inscripción transcrita por los Bolandistas ha desaparecido en la laicización del priorato; la pintura está en la iglesia de San Pedro de Manresa. Ver Creixell, San Ignacio de Loyola, I, 131-141.
(30) González de Cámara, n. 20.
(31) Scrip. S. Ign. II, 434.
(32) González de Cámara, n. 23.
(33) Scrip. S. Ign. I, 200.
(34) González de Cámara, n. 26.
(35) Id. n. 21.
(36) Id. n. 22.
(37) Manresa arch. mun. Fondos de los dominicos.
(38) Scrip. S. Ign. II, 385.
(39) González de Cámara, n. 20.
(40) Id. n. 19.
(41) Id. n. 20.
(42) Id. n. 21.
(43) Id. n. 21.
(44) Id n. 22.
(45) Id. n. 22.
(46) Id. n. 23.
(47) Id. n. 23.
(48) Id. n. 24.
(49) Id. n. 25.
(50) Id. n. 32.
(51) Scrip. S. Ign. II, 715.
(52) González de Cámara, n. 27.
(53) Id. n. 27.
(54) Id. n. 28.
(55) Id. n. 29.
(56) Id. n. 29.
(57) Id. n. 29.
(58) Este testimonio figura en el texto íntegro del proceso de Manresa.
(59) Este testimonio no figura en los Scrip. S. lgn. II, 746; pero sí en el texto integro del proceso.
(60) González de Cámara, n. 30. El P. Nonell afirma que esta visión tuvo lugar cerca de Nuestra Señora de la Guía (Eximia ilustración, 14). El P. Creixell piensa que tuvo lugar cuando el Santo pasaba por el balcón de San Pablo, cerca de la cruz de Tort (San Ignacio de Loyola, I, 148, 185-190). La opinión del P. Creixell me parece más conforme al texto de San Ignacio que dice que "el arroyo corría muy hondo". Desde 1922 una placa de mármol colocada al pie de la escalera que conduce a la Santa Cueva, recuerda el hecho de esta gran visión.
(61) Id. n. 31.
(62) Id. n. 31.
(63) Id. n. 34.
(64) Scrip. S. Ign. II, 707.
(65) Id. Ibid. II, 706. 378.
P. Pablo Dudon, S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA
SAN IGNACIO DE LOYOLA
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