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viernes, 15 de octubre de 2010

CAPITAL Y TRABAJO


Con igual solicitud e interés, vemos en torno a Nosotros de vez en cuando, a los obreros y representaciones de organizaciones industriales, los cuales con una fe que conmueve profundamente, nos exponen sus preocupaciones recíprocas.
Nos referimos a las preocupaciones de aquéllos que participan en la producción industrial. Erróneo y funesto en sus consecuencias es el prejuicio, desgraciadamente demasiado extendido, que ven en ellos una oposición irreductible de intereses contrarios. Se trata sólo de una oposición aparente.
En el campo económico existen actividades e intereses comunes entre los dirigentes de la empresa y los operarios. Querer ignorar estos vínculos recíprocos, tratar de romperlos, es el resultado de un despotismo ciego e irracional. Los dirigentes de empresa y los obreros no son enemigos irreconciliables, son cooperadores en una obra común, comen, por decir así, en la misma mesa, porque a fin de cuentas viven de las utilidades netas y globales de la economía nacional. Cada uno de ellos tiene su propia utilidad, y bajo este punto de vista, las relaciones recíprocas no esclavizan de hecho, el uno al otro.
Obtener la propia utilidad es una de las prestaciones de la dignidad personal de todo individuo que, en una forma o en otra, como dirigente o como obrero, contribuye activamente a la producción de la economía nacional.
En el balance de la industria privada, la cifra de los salarios de los obreros, puede parecer una cantidad saldada para el que proporciona el trabajo; pero en la economía nacional, hay una sola clase de gastos y éstos son los bienes naturales utilizados en la producción nacional que deben ser continuamente renovados.
De esto se deduce que ambas partes deben estar empeñadas en hacer que los gastos sean adecuados al rendimiento de la producción nacional. Si los intereses son comunes, ¿por qué razón no traducir todo esto en una fórmula común? ¿Por qué no debería ser lícito atribuir a los obreros una justa parte de la responsabilidad en la formación y en el desarrollo de la economía nacional, sobre todo actualmente, cuando la penuria de los capitales, la dificultad de los intercambios internacionales, paralizan el libre juego de los costos de producción. Los experimentos recientes de socialización han puesto en evidencia la triste realidad, la cual se asegura, como no es imputable a la mala voluntad de unos, tampoco puede ser eliminada de la buena voluntad de los otros; pero, ¿por qué, si aun es tiempo, no poner las cosas en su punto, con el pleno consentimiento de la responsabilidad común, salvaguardando a los unos de una injusta desconfianza y a los otros de ilusiones que no tardarían en ser un peligro social?
Nuestro inolvidable predecesor, Pío XI, había propuesto una fórmula concreta, concreta y oportuna para esta comunidad de intereses y responsabilidades en la obra de la economía nacional, cuando en la Encíclica -—"Quadragesimo Anno" recomendaba "la organización profesional" en los diversos ramos de la producción.
Para triunfar sobre el liberalismo económico, nada le parecía ciertamente más indicado en la economía social, que la adopción de un Estatuto de Derecho Público, fundado bajo la responsabilidad común de aquéllos que están interesados en la producción. Este punto de la Encíclica fue objeto de protestas: los unos veian en eso una concesión a la moderna política en boga, los otros creían ver un retorno a la Edad Media.
Hubiese sido mucho más razonable abandonar los prejuicios inveterados e inconsistentes, y acoger con buena fe la realización de la obra y de sus múltiples aplicaciones prácticas.
Aun actualmente, esta parte de la Encíclica parece ofrecernos un ejemplo de las ocasiones que se desperdician por no haber sabido aprovecharlas a tiempo. Demasiado tarde se han adoptado otras formas de organización política y pública de la economía social, entre las cuales, está actualmente en auge, la nacionalización y racionalización de la industria.
Considerada dentro de justos límites, la Iglesia admite la nacionalización y juzga que se puede legítimamente reservar a los poderes públicos, cierta categoría de bienes que no podrían ser transferidos a los particulares, sin poner en peligro el bien común. Pero querer hacer de esta nacionalización una regla normal de la organización pública de la economía, significaría invertir el orden de las cosas. La obligación del derecho público, es de servir al derecho privado, no de absorberlo. La economía, como cualquier otra rama de la actividad humana, no es por su naturaleza una institución estatal, sino el producto viviente de la iniciativa del individuo y de grupos libremente formados.
Se estaría igualmente en el error al afirmar que cualquier iniciativa individual, sea su naturaleza una sociedad en donde las relaciones entre los socios lleguen a determinar normas de justicia distributiva, todos indistintamente —propietarios o no de los medios de producción.—, tuviesen el derecho a su parte de propiedad o cuando menos a las utilidades. Una concesión tal, parte de la suposición de que cada empresa por su naturaleza se halla en la esfera del derecho público; pero tal suposición es inexacta: ya sea que la empresa esté constituida en forma de fundación o de asociación entre los obreros en calidad de propietarios, o sea propiedad privada de un particular que estipule con todos sus trabajadores un contrato de trabajo.
En ambos casos la empresa participa del orden jurídico privado de la vida económica.
Cuanto hemos dicho se aplica a la naturaleza jurídica de la empresa en cuanto a tal; pero para los componentes entre sí, puede acarrear una clase de relaciones individuales y de responsabilidad común que hay que tener en cuenta. Cualquiera que disponga de medios de producción, sea como particular o como asociaciones de obreros o fundaciones debe permanecer como dueño de las propias decisiones económicas, siempre dentro de los límites del derecho público de la economía. De esto se deduce que sus utilidades deberán ser mayores que las de los colaboradores; pero al mismo tiempo el bienestar material de todos los individuos, que constituye el fin de la economía social, le impone el deber de contribuir con ahorro al aumento del capital nacional. Es necesario no olvidar que es sumamente útil a una sana economía social, que este aumento de capital provenga de fuentes lo más numerosas posibles, de manera que los obreros puedan contribuir con sus propios ahorros a la constitución del capital nacional.
Muchos industriales, católicos y no católicos, han declarado en diversas ocasiones, que solamente la doctrina de la Iglesia es capaz de ofrecer los elementos necesarios para la solución del problema social. La aplicación y la realización de esta doctrina, no puede por desgracia llevarse a cabo en un día. La realización exige de todos una conducta previsora y clarividente y una gran dosis de buen sentido y buena voluntad. Exige sobre todo, que se reaccione con todos los medios posibles contra la tentación de buscar el beneficio propio con perjuicio del de los demás —cualquiera que sea la naturaleza y forma de la participación— o con menoscabo del bien común. Por último, exige ese desinterés que solamente la auténtica virtud cristiana es capaz de infundir, con la ayuda y gracia de Dios.
La encíclica "Rerum Novarum", contiene principios sobre la propiedad y el sostenimiento del hombre, que con el tiempo no han perdido nada de su vigor original y hoy, después de cincuenta años, conservan todavía profunda y vivificante su íntima fecundidad. Sobre todo su punto fundamental. Nosotros mismos nos hemos referido a ella en nuestra Encíclica "Sertum Laetitiae", dirigida a los obispos de los Estados Unidos de América del Norte. El punto fundamental consiste, como decíamos, en la afirmación de la inamovible exigencia: "Que los bienes, Creados por Dios para todos los hombres, deben llegar a todos según los principios de la justicia y de la caridad".
Todo hombre viviente dotado de razón, tiene de hecho el derecho dado por la naturaleza, de usar de los bienes materiales de la tierra permitiendo, sin embargo, que la voluntad humana y las normas jurídicas de los pueblos regulen la realización práctica. Este derecho individual no puede ser suprimido de ningún modo, ni siquiera por otros derechos ciertos y pacíficos sobre los bienes materiales. Sin duda el orden natural derivado de Dios, exige la propiedad privada y el libre comercio de los bienes, por medio de intercambios o donaciones, así como la función reguladora del poder público y las leyes que sobre éstos ha instituido. Todo esto permanece subordinado al fin natural de los bienes materiales y no podría ser independiente del derecho primordial y fundamental, que a todos les concede el uso. Debe servir a hacer posible la realización, de conformidad con el fin.
Solamente así se podrá y se deberá conseguir que la propiedad y el uso de los bienes materiales, den a la sociedad paz fecunda y consistencia vital y no que se conviertan en condiciones precarias, generadoras de luchas y envidias, abandonadas al despiadado juego de la fuerza contra la debilidad.
El derecho original sobre el uso de los bienes naturales, para estar en íntima conexión con la dignidad y con otros derechos de la persona humana, le ofrece, en la forma arriba indicada, una base material segura y de suma importancia para elevarse en el cumplimiento de sus deberes morales. La protección de este derecho asegura la dignidad personal del hombre y le permitirá atender y satisfacer en justa libertad la cantidad de obligaciones y decisiones de las cuales es directamente responsable ante el Creador.
Pertenece al hombre el deber, completamente personal, de conservar y llevar a la perfección su vida material y espiritual, para obtener el fin religioso y moral que Dios ha asignado a todos los hombres, norma suprema, siempre obligatoria, aun ante todos los demás deberes.
Proteger el campo intangible de los derechos humanos y hacer posible el cumplimiento de sus deberes, debe ser el oficio esencial de todo poder público. ¿No es tal vez esto lo que lleva consigo el significado genuino del bien común, que el Estado es llamado a promover? De aquí nace que el cuidado de un tal "bien común", no implica un poder absoluto sobre los miembros de la comunidad; que en virtud de eso se haya concedido a la autoridad pública, el disminuir el desarrollo de la acción individual, arriba descrita; decidir directamente sobre el principio o (inclusive en caso de legítimos castigos) sobre el término de la vida humana; determinar de motu propio la forma de su movimiento físico, espiritual, religioso y moral, en contraste con deberes y derechos del hombre y en tal forma intentar abolir o privar de eficacia el derecho natural de los bienes materiales. Deducir tanta extensión de poder al cuidado del bien común, significaría cambiar el sentido mismo del bien común y caer en el error de afirmar que el propio fin del hombre sobre la tierra es la sociedad y sus bienes particulares; que el hombre no tiene otra vida que lo espera al terminarse ésta.
Aun la economía nacional, como es fruto de la actividad de los hombres que trabajan unidos en la comunidad estatal, no mira sino a asegurar sin interrupción, las condiciones materiales en las cuales pueda desarrollarse plenamente la vida individual de los ciudadanos. En donde de una manera durable se obtenga, el pueblo será económicamente rico, porque el bienestar general y por consecuencia el derecho personal de todos al uso de los bienes terrenales será realizado conforme a la voluntad del Creador.
Lo cual ayudará a decir, que la riqueza económica de un pueblo, no consiste en la abundancia de bienes, medida según una cuenta simple y material de su trabajo, sino que tal abundancia represente y ofrezca real y eficazmente la base material suficiente, al debido desarrollo personal de sus miembros. Si una tal y justa distribución de los bienes no fuese realizada, o llevada a cabo sólo imperfectamente, no se llegaría al fin verdadero de la economía nacional, ya que, aunque se dispusiese de una abundancia de los bienes, el pueblo, no llamado a participar no sería económicamente rico, sino pobre.
Haced que la justa distribución sea efectuada realmente y de manera durable y veréis un pueblo que aunque disponiendo de bienes menores, será económicamente sano.
Estos conceptos fundamentales relativos a la riqueza y pobreza de los pueblos, nos parece particularmente oportuno ponerlos hoy ante la consideración de todos, cuando se está inclinado a juzgar la riqueza y pobreza con criterios simplemente cuantitativos, sea sobre la extensión o sobre la cantidad de los bienes. Si en cambio se pondera correctamente el fin de la economía nacional, eso se convertirá en luz para los esfuerzos de los hombres de estado y para los pueblos, iluminándolos por un camino que no exigirá impuestos continuos de bienes y sangre, sino que dará frutos de paz y bienestar general.

El Trabajo
Al uso de los bienes materiales viene a unirse el trabajo. La "Rerum Novarum", enseña que las propiedades del trabajo humano son dos: personal y necesario. Es personal, porque se lleva a cabo con las fuerzas particulares del hombre; es necesario, porque sin él no se pueden procurar las cosas necesarias a la vida, cuya conservación es un deber natural, grave e individual. Al deber personal de trabajo impuesto por la naturaleza, corresponde el derecho natural de cada individuo para hacer del trabajo el medio para proveer a la vida propia y a la de los hijos: tan altamente ha sido ordenado, para la conservación del hombre, el imperio de la naturaleza.
Pero notad que tales deberes y el derecho relativo al trabajo, queda impuesto y concedido al individuo como llamamiento primordial de la naturaleza y no de la sociedad, pues el hombre no es simple siervo o funcionario de una comunidad. De lo que se deduce, que el derecho y el deber de organizar el trabajo del pueblo, pertenece ante todo a los interesados: los patronos y los obreros. Si éstos no cumplen con su deber o no pueden cumplirlo, por contingencias especiales y extraordinarias, entonces toca al Estado intervenir en la distribución y campo del trabajo, según la forma y medida que requiere el bien común, entendido correctamente.
De cualquier modo, toda intervención legítima y benéfica del Estado en el trabajo, tiene que ser de tal manera que respete y salvaguarde el carácter personal dentro de ciertos límites, en lo que se refiere a su ejecución.
Esto será posible, si las normas estatales no hacen imposible el ejercicio de otros derechos igualmente personales, como son: el derecho al verdadero culto de Dios; al matrimonio; el derecho de los cónyuges, del padre y de la madre a llevar una vida conyugal y doméstica; el derecho a una razonable libertad para escoger estado o seguir la verdadera vocación; el derecho completamente personal del espíritu del hombre cuanto toca de cerca, derechos superiores e imprescindibles de Dios y de la Iglesia, en la selección y ejercicio de las vocaciones sacerdotales y religiosas.

La Familia
Según la doctrina de "Rerum Novarum", la naturaleza ha unido íntimamente la propiedad privada con la existencia de la sociedad humana y con la verdadera ciudadanía, y en un grado eminente, con la existencia y el desarrollo de la familia. Un tal vínculo salta a la vista. ¿No debe la propiedad privada, asegurar al padre de familia la sana libertad, de la cual tiene necesidad para poder cumplir los deberes asignados por el Creador, concernientes al bienestar físico, moral, espiritual y religioso de la familia?
En la familia la Nación encuentra la raíz natural y fecunda de su grandeza y potencia. Si la propiedad privada ha de conducir al bien de la familia, todas las normas públicas, así como todas las normas del Estado que regulan su posesión, deben no sólo hacer posible y conservar esa función —función en el orden natural con cierta relación superior a cualquier otra— sino perfeccionarla cada día más. De hecho no sería natural un alabado progreso civil, si por superabundancia de cargos o por ingerencias inmediatas quitase el sentido a la propiedad privada, al coartar prácticamente a la familia y a su jefe, la libertad de alcanzar el fin de Dios asignado al perfeccionamiento de la vida familiar.
Entre todos los bienes que pueden ser objeto de propiedad privada, ninguno está tan conforme a la naturaleza y de acuerdo con las enseñanzas de la "Rerum Novarum", como la posesión del terreno y la casa, en que la familia habita y de los que obtiene, al menos en parte, los frutos de que vive. Está en el espíritu de la "Rerum Novarum", el afirmar que sólo esa estabilidad que radica en propiedad, hace de la familia la cédula vital más perfecta y fecunda de la sociedad, reuniendo cédula vital más perfecta y fecunda de la sociedad, reuniendo espléndidamente con su cohesión progresiva, las generaciones presentes y futuras. ¿Si actualmente el concepto y la creación de espacios vitales es el centro de las metas sociales y políticas, no se debería antes que nada, pensar en el espacio vital de la familia y libertarla de las ataduras, que no permiten la formación de la idea de una casa propia?

S.S. PÍO XII

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