La Iglesia, al mandarnos creer, no se opone a los descubrimientos científicos.
¿Cómo se prueba científicamente la divinidad del Cristianismo? Los hechos científicos pueden ser probados y sujetos a experimento; pero ¿cómo se puede probar una cosa invisible e incomprensible? Yo no acepto más de lo que yo puedo probar.
—Todo hombre sensato que ve que en sus ocupaciones diarias está constantemente obrando y tramitando negocios a base de fe humana, obra irracionalmente al exigir una prueba imposible que le meta por los ojos la divinidad del Cristianismo. Porque querer probarla con curvas o con experimentos de gabinete, es querer lo imposible. Cuando Dios revela una verdad, hay que creerla, porque Dios la reveló, aunque yo no la entienda. Debiera nuestro amigo preguntarse: «¿Qué razones hay que prueben que Jesucristo es Hijo de Dios y que su Iglesia es divina?» Luego debiera despojarse de todo prejuicio y con humildad y perseverancia estudiar las pruebas que ordinariamente se alegan, como son, entre otras, los milagros, las profecías cumplidas, la perfección absoluta de la vida de Jesucristo, el carácter maravilloso de sus enseñanzas sublimes, su resurrección, la propagación rápida de la Iglesia y su firmeza de roca a través de los siglos, a pesar de tantas persecuciones, el testimonio de los mártires, las vidas heroicas de los santos y la transformación estupenda que se efectuó en el mundo desde que se empezaron a poner en práctica las doctrinas evangélicas.
Creemos que existe Australia, y tal vez jamás la hemos visto, creemos que existieron César y Napoleón, y murieron ya hace muchos años. Todo esto lo creemos porque así nos lo han dicho. A veces los hombres mienten, y, sin embargo, sería irracional negar la evidencia del testimonio humano sólo porque a veces mientan los individuos; pues sería como negar la fuerza del testimonio ocular porque algunos son cortos de vista o no distinguen los colores. Lo curioso es que los que tanto alardean de no creer más que lo que ellos mismos pueden comprobar, hablan de lo que oyeron, no de lo que investigaron o descubrieron. Es decir, que hablan de todo sin haber comprobado nada. Se fundan siempre en la autoridad del que lo dijo. Y así tiene que ser. El progreso se estancaría si los sabios no aceptasen las aportaciones de sus predecesores sin antes examinarlas y comprobarlas. No hay historiador en el mundo que tenga tiempo y oportunidad para leer, todos los documentos escritos sobre la materia; meramente los copia..., y todo el mundo los da por buenos. Ningún médico ha examinado personalmente todas y cada una de las medicinas. Las recetas, sin embargo, y el enfermo sana. Pues ¿qué geógrafo ha visitado todos y cada uno de los rincones del globo? Y así sucesivamente. La vida es demasiado breve y los hechos son demasiado numerosos. Y ¡qué cosas!, hay hombres que se asustan al oír hablar de autoridad en materias de religión. Y nótese que la autoridad humana es falible en último término, mientras que la divina es infalible, porque Dios ni quiere ni puede engañarnos.
¿Es cierto que los que se convierten al Cristianismo tienen que rendir su juicio? ¿Y no es esto un despotismo espiritual?
—La Iglesia católica exige a sus hijos obediencia absoluta cuando manda clara y terminantemente. Esto no es despotismo, porque no es ella la que manda y ordena, sino Dios, y Dios tiene derecho a que se le obedezca incondicionalmente. Como dice muy bien el doctor Brawnson: «La Iglesia no ejerce un despotismo espiritual; al contrario, nos libra de caer en él. Despotismo espiritual es aquel que nos sujeta en materias espirituales a la autoridad humana, sea ésta la propia o la de otros; y la única manera de escaparnos de él es sujetarnos a la autoridad divina. La desmembración doctrinal protestante es una prueba que confirma lo que decimos. Claman y dan voces en busca siempre de la verdadera palabra de Dios, y no la hallan. La Iglesia enseña con autoridad divina; al someternos a sus enseñanzas, nos sometemos a Dios y nos libramos del despotismo de la autoridad humana. Ella es infalible; por eso, al creer lo que ella enseña, creemos la verdad y nos libramos del error, en el que caeríamos irremisiblemente sin un guía infalible.» Y el cardenal Newman: «A los católicos no nos cuesta gran cosa creer; más aún, se necesita un verdadero esfuerzo para aprender ahora a no creer. Cuando creemos, la mente está serena y tranquila; si rehusamos creer, notamos que no lo podemos hacer sin gran violencia. A las dificultades contra la fe las hacemos el rostro que hacen los santos a los pensamientos impuros. ¿Por qué? Porque después de haber Dios hecho tanto por nosotros, es cruel e indecente que desconfiemos de El por un momento.» Se podrían citar aquí centenares de testimonios de recién convertidos al Catolicismo que confiesan haber hallado en la Iglesia católica la libertad de pensamiento que tan en vano buscaron fuera de ella. Ronaldo Knox: «Ahora gozo de verdadera libertad, la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Ahora que soy católico echo de ver lo descaminado que andaba y cómo vivía desterrado del lugar en que debía estar.» El doctor Kinsmann, obispo protestante de otro tiempo: «Ya mi actitud para con la Iglesia es de entera sumisión. Me habían dicho que esto era «una crucifixión del entendimiento»; yo lo llamaría «resurrección». Ahora que soy católico me siento libre de verdad; en mi corazón todo es luz y paz.»
La Iglesia católica, al exigir un credo común y uniforme, ¿no se opone tenazmente al progreso de la ciencia? ¿Cómo se van a hermanar los dogmas católicos con los descubrimientos modernos? Nótese que la mayor parte de los sabios del siglo pasado fueron o ateos o agnósticos, una prueba más de que la ciencia y la religión son incompatibles.
—«El miedo al Creador», como dice el P. Wasmann, es el que ha movido las lenguas y las plumas de sabios anticristianos que han calumniado implacablemente a la Iglesia, achacándole que es enemiga declarada de la ciencia. Por ciencia parece que entiende aquí nuestro adversario las ciencias físicas: Astronomía, Botánica, Química, Geología, Zoología y demás. La ciencia estudia y analiza hechos concretos, y después de muchos sudores aventura hipótesis o establece leyes. La Iglesia jamás se ha metido con hechos probados científicamente; los acepta, y los hace suyos. Pero ésta es tarea de los científicos. La Iglesia no fue fundada para enseñarnos la distancia que media entre el Sol y la Tierra, ni para enseñarnos las propiedades del ácido nítrico, ni para dogmatizar sobre la composición de las rocas. Lo que hace es avisarnos que estemos alerta contra las hipótesis absurdas de ciertos sabios para que no las aceptemos a carga cerrada, como si fuesen hechos indubitables. Huxley declaró en cierta ocasión que había descubierto un compuesto químico organizado y con vida, pero cuando le apretaron para que descubriera el invento, confesó que éste era falso. Si la ciencia y la religión disienten, San Agustín nos avisa que «tratemos de reconciliar con las Escrituras lo que los sabios científicos han demostrado ser verdadero; si se opone a la Escritura, esforcémonos por examinar cuidadosamente el descubrimiento para rechazarlo, si es falso, o para admitirlo, si es realmente verdadero; que el Espíritu Santo, al inspirar los libros sagrados, no se propuso enseñarnos la naturaleza de las cosas visibles, pues el saberla o el ignorarla no tiene nada que ver con la salvación del alma». El Concilio Vaticano nos dice claramente que ni la Iglesia se opone al progreso, ni la fe contradice a la razón. «La fe y la razón se ayudan mutuamente. Los cimientos de la fe están basados en la razón bien aplicada, y la razón necesita de la luz de la fe para conocer lo divino. La fe libra a la razón de caer en error y le ofrece nuevos conocimientos. Así que la Iglesia, lejos de oponerse a los progresos de las artes y ciencias, las fomenta y promueve de muchas maneras. Ni prohibe a las ciencias usar de sus métodos y principios dentro de su propia esfera; lo que hace es vigilar cuidadosamente para que no caigan en error contrario a la doctrina divina, como caerían fácilmente si, saliéndose de su esfera, se metiesen en el campo de la fe, perturbándolo todo» (sesión III, c. 4).
No es cierto que la mayoría de los sabios modernos (los del siglo XIX y XX) fueron ateos o agnósticos. Eymieu tuvo el acierto de catalogar los nombres de 432 científicos notables del siglo XIX. De ellos, 34 eran de religión desconocida. Los demás están distribuidos como sigue: ateos, 16; agnósticos, 15; creyentes, 367. De los 432 seleccionó 150, la flor y nata de la ciencia, y halló que de ellos: 13 no tenían religión conocida; 5, ateos; 9, agnósticos, y 123 creyentes. Pero, aun dado caso que esos sabios fuesen ateos, ¿qué se saca de ahí contra la religión? El materialismo, el ateísmo y el positivismo son sistemas filosóficos que caen dentro del terreno de la metafísica, no de las ciencias. Pero no son ateos todos los sabios. A la vista tenemos las biografías de doce sabios eminentes del siglo pasado que no se contentaron con ser creyentes a secas, sino que fueron católicos. Estos ¡no se acobardaban ante los descubrimientos nuevos, sino que los fomentaban y contribuían a ellos con su estudio y sus aportaciones científicas. Basta citar sus nombres: Linacre, Vesalio, Stensen, Galvani, Laennec, Müller, Corrigan, Secchi, Mendel, Pasteur, De Lapparent y Dwight.
—Todo hombre sensato que ve que en sus ocupaciones diarias está constantemente obrando y tramitando negocios a base de fe humana, obra irracionalmente al exigir una prueba imposible que le meta por los ojos la divinidad del Cristianismo. Porque querer probarla con curvas o con experimentos de gabinete, es querer lo imposible. Cuando Dios revela una verdad, hay que creerla, porque Dios la reveló, aunque yo no la entienda. Debiera nuestro amigo preguntarse: «¿Qué razones hay que prueben que Jesucristo es Hijo de Dios y que su Iglesia es divina?» Luego debiera despojarse de todo prejuicio y con humildad y perseverancia estudiar las pruebas que ordinariamente se alegan, como son, entre otras, los milagros, las profecías cumplidas, la perfección absoluta de la vida de Jesucristo, el carácter maravilloso de sus enseñanzas sublimes, su resurrección, la propagación rápida de la Iglesia y su firmeza de roca a través de los siglos, a pesar de tantas persecuciones, el testimonio de los mártires, las vidas heroicas de los santos y la transformación estupenda que se efectuó en el mundo desde que se empezaron a poner en práctica las doctrinas evangélicas.
Creemos que existe Australia, y tal vez jamás la hemos visto, creemos que existieron César y Napoleón, y murieron ya hace muchos años. Todo esto lo creemos porque así nos lo han dicho. A veces los hombres mienten, y, sin embargo, sería irracional negar la evidencia del testimonio humano sólo porque a veces mientan los individuos; pues sería como negar la fuerza del testimonio ocular porque algunos son cortos de vista o no distinguen los colores. Lo curioso es que los que tanto alardean de no creer más que lo que ellos mismos pueden comprobar, hablan de lo que oyeron, no de lo que investigaron o descubrieron. Es decir, que hablan de todo sin haber comprobado nada. Se fundan siempre en la autoridad del que lo dijo. Y así tiene que ser. El progreso se estancaría si los sabios no aceptasen las aportaciones de sus predecesores sin antes examinarlas y comprobarlas. No hay historiador en el mundo que tenga tiempo y oportunidad para leer, todos los documentos escritos sobre la materia; meramente los copia..., y todo el mundo los da por buenos. Ningún médico ha examinado personalmente todas y cada una de las medicinas. Las recetas, sin embargo, y el enfermo sana. Pues ¿qué geógrafo ha visitado todos y cada uno de los rincones del globo? Y así sucesivamente. La vida es demasiado breve y los hechos son demasiado numerosos. Y ¡qué cosas!, hay hombres que se asustan al oír hablar de autoridad en materias de religión. Y nótese que la autoridad humana es falible en último término, mientras que la divina es infalible, porque Dios ni quiere ni puede engañarnos.
¿Es cierto que los que se convierten al Cristianismo tienen que rendir su juicio? ¿Y no es esto un despotismo espiritual?
—La Iglesia católica exige a sus hijos obediencia absoluta cuando manda clara y terminantemente. Esto no es despotismo, porque no es ella la que manda y ordena, sino Dios, y Dios tiene derecho a que se le obedezca incondicionalmente. Como dice muy bien el doctor Brawnson: «La Iglesia no ejerce un despotismo espiritual; al contrario, nos libra de caer en él. Despotismo espiritual es aquel que nos sujeta en materias espirituales a la autoridad humana, sea ésta la propia o la de otros; y la única manera de escaparnos de él es sujetarnos a la autoridad divina. La desmembración doctrinal protestante es una prueba que confirma lo que decimos. Claman y dan voces en busca siempre de la verdadera palabra de Dios, y no la hallan. La Iglesia enseña con autoridad divina; al someternos a sus enseñanzas, nos sometemos a Dios y nos libramos del despotismo de la autoridad humana. Ella es infalible; por eso, al creer lo que ella enseña, creemos la verdad y nos libramos del error, en el que caeríamos irremisiblemente sin un guía infalible.» Y el cardenal Newman: «A los católicos no nos cuesta gran cosa creer; más aún, se necesita un verdadero esfuerzo para aprender ahora a no creer. Cuando creemos, la mente está serena y tranquila; si rehusamos creer, notamos que no lo podemos hacer sin gran violencia. A las dificultades contra la fe las hacemos el rostro que hacen los santos a los pensamientos impuros. ¿Por qué? Porque después de haber Dios hecho tanto por nosotros, es cruel e indecente que desconfiemos de El por un momento.» Se podrían citar aquí centenares de testimonios de recién convertidos al Catolicismo que confiesan haber hallado en la Iglesia católica la libertad de pensamiento que tan en vano buscaron fuera de ella. Ronaldo Knox: «Ahora gozo de verdadera libertad, la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Ahora que soy católico echo de ver lo descaminado que andaba y cómo vivía desterrado del lugar en que debía estar.» El doctor Kinsmann, obispo protestante de otro tiempo: «Ya mi actitud para con la Iglesia es de entera sumisión. Me habían dicho que esto era «una crucifixión del entendimiento»; yo lo llamaría «resurrección». Ahora que soy católico me siento libre de verdad; en mi corazón todo es luz y paz.»
La Iglesia católica, al exigir un credo común y uniforme, ¿no se opone tenazmente al progreso de la ciencia? ¿Cómo se van a hermanar los dogmas católicos con los descubrimientos modernos? Nótese que la mayor parte de los sabios del siglo pasado fueron o ateos o agnósticos, una prueba más de que la ciencia y la religión son incompatibles.
—«El miedo al Creador», como dice el P. Wasmann, es el que ha movido las lenguas y las plumas de sabios anticristianos que han calumniado implacablemente a la Iglesia, achacándole que es enemiga declarada de la ciencia. Por ciencia parece que entiende aquí nuestro adversario las ciencias físicas: Astronomía, Botánica, Química, Geología, Zoología y demás. La ciencia estudia y analiza hechos concretos, y después de muchos sudores aventura hipótesis o establece leyes. La Iglesia jamás se ha metido con hechos probados científicamente; los acepta, y los hace suyos. Pero ésta es tarea de los científicos. La Iglesia no fue fundada para enseñarnos la distancia que media entre el Sol y la Tierra, ni para enseñarnos las propiedades del ácido nítrico, ni para dogmatizar sobre la composición de las rocas. Lo que hace es avisarnos que estemos alerta contra las hipótesis absurdas de ciertos sabios para que no las aceptemos a carga cerrada, como si fuesen hechos indubitables. Huxley declaró en cierta ocasión que había descubierto un compuesto químico organizado y con vida, pero cuando le apretaron para que descubriera el invento, confesó que éste era falso. Si la ciencia y la religión disienten, San Agustín nos avisa que «tratemos de reconciliar con las Escrituras lo que los sabios científicos han demostrado ser verdadero; si se opone a la Escritura, esforcémonos por examinar cuidadosamente el descubrimiento para rechazarlo, si es falso, o para admitirlo, si es realmente verdadero; que el Espíritu Santo, al inspirar los libros sagrados, no se propuso enseñarnos la naturaleza de las cosas visibles, pues el saberla o el ignorarla no tiene nada que ver con la salvación del alma». El Concilio Vaticano nos dice claramente que ni la Iglesia se opone al progreso, ni la fe contradice a la razón. «La fe y la razón se ayudan mutuamente. Los cimientos de la fe están basados en la razón bien aplicada, y la razón necesita de la luz de la fe para conocer lo divino. La fe libra a la razón de caer en error y le ofrece nuevos conocimientos. Así que la Iglesia, lejos de oponerse a los progresos de las artes y ciencias, las fomenta y promueve de muchas maneras. Ni prohibe a las ciencias usar de sus métodos y principios dentro de su propia esfera; lo que hace es vigilar cuidadosamente para que no caigan en error contrario a la doctrina divina, como caerían fácilmente si, saliéndose de su esfera, se metiesen en el campo de la fe, perturbándolo todo» (sesión III, c. 4).
No es cierto que la mayoría de los sabios modernos (los del siglo XIX y XX) fueron ateos o agnósticos. Eymieu tuvo el acierto de catalogar los nombres de 432 científicos notables del siglo XIX. De ellos, 34 eran de religión desconocida. Los demás están distribuidos como sigue: ateos, 16; agnósticos, 15; creyentes, 367. De los 432 seleccionó 150, la flor y nata de la ciencia, y halló que de ellos: 13 no tenían religión conocida; 5, ateos; 9, agnósticos, y 123 creyentes. Pero, aun dado caso que esos sabios fuesen ateos, ¿qué se saca de ahí contra la religión? El materialismo, el ateísmo y el positivismo son sistemas filosóficos que caen dentro del terreno de la metafísica, no de las ciencias. Pero no son ateos todos los sabios. A la vista tenemos las biografías de doce sabios eminentes del siglo pasado que no se contentaron con ser creyentes a secas, sino que fueron católicos. Estos ¡no se acobardaban ante los descubrimientos nuevos, sino que los fomentaban y contribuían a ellos con su estudio y sus aportaciones científicas. Basta citar sus nombres: Linacre, Vesalio, Stensen, Galvani, Laennec, Müller, Corrigan, Secchi, Mendel, Pasteur, De Lapparent y Dwight.
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