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lunes, 25 de octubre de 2010

DON SERGIO PREDICA LA JUSTICIA SOCIAL


(Págs. 171-200)
Ya casi me da pena hablar o escribir algo sobre nuestro conocidísimo Obispo de Cuernavaca, Don Sergio VII Méndez Arceo. Cuando yo escribí mi libro, el que provocó la ira furibunda de los progresistas, "CUERNAVACA Y EL PROGRESISMO RELIGIOSO EN MEXICO", las falsas derechas, que, por desgracia, no faltan entre nosotros, levantaron las manos y rasgaron sus túnicas, fingiendo gran consternación. Después de que el libro circuló y fue traducido a otras lenguas, empezaron a llover las pedradas contra Don Sergio de esos grupos o tibios, o vacilantes, o infiltrados. Es táctica conocida de la "mafia" simular la postura de los verdaderos enemigos, para ganar confianza, paralizar las defensas legítimas y conocer a fondo lo que se proyecta o se está haciendo.
De cualquier modo, esos ataques contra Don Sergio han llegado a veces a una vulgaridad tal, que carecen de sentido y que solamente se explican cuando falta cabeza, falta sinceridad o falta, por lo menos, la debida oportunidad.
Sin embargo, no puedo callar en este libro algo de lo mucho que tengo en mi archivo en contra de Don Sergio. No voy a hablar de su último mitin en la Parroquia Universitaria, en donde lo menos mal que dijo y lo más ortodoxo fue que el celibato sacerdotal debía ser opcional; tampoco voy a mencionar su viaje a Chile y su larga y prolongada entrevista con Salvador Allende. Quiero sencillamente copiar a continuación lo que "EXCELSIOR", el periódico favorito de Don Sergio, escribió el 24 de octubre de ese mismo año, de la "homilía pastoral" del Obispo, que luvo lugar en ciudad episcopal:
"CUERNAVACA, Morelos, 24 de octubre. Monseñor Sergio Méndez Arceo, obispo de esta ciudad, dijo hoy en su sermón dominical que ponía como testigos a sus mismos feligreses de que nunca los ha incitado a la subversión. "¿Estamos aquí fraguando revoluciones?", se preguntó el prelado, y prosiguió: "Eso sí; siempre he tratado de consideraros adultos y anunciaros la palabra de Dios como adultos, con la proclamación fiel de las exigencias transportadoras. Eso sí, muchas veces os lo he repetido, el Evangelio es explosivo, es revolucionario, porque trastorna, revoluciona nuestros egoísmos personales y públicos".
Antes de estas palabras, el obispo había dicho: "Afuera, en las calles y en la plaza del pueblo han sido reunidos un buen número de obreros del Estado, bajo temor e ignorancia y bajo engaño. Bajo el temor de ser perseguidos, ¡cuántas maneras hay de hacerlo!, lo sabéis más o menos. Y la ignorancia de no saber ni a qué venían, ni por qué venían, bajo el engaño de que elementos clericales provocan subversión y quieren enfrentamientos contra las autoridades. Y venían a apoyar a las autoridades. Esa era la proclama, la convocatoria. Ahora, hermanos, como estas acusaciones se refieren principalmente a mí, os quiero poner de testigos de que nunca os incito a la subversión. Luego, Méndez Arceo añadió: "os declaro además que jamás he intervenido en organizar, ni hacer organizar manifestaciones de obreros, sea quien sea el que lo haya dicho. "Pero aquí y fuera procuro por mí y por quienes quieran colaborar conmigo, que todos tomemos conciencia de nuestra dignidad de personas, de nuestros derechos legales; como Pablo que decía: soy ciudadano romano; apelo al César, aunque no estuviera de acuerdo con el César, como yo puedo no estar de acuerdo con las leyes, pero apelar a los derechos legales y a la conciencia de nuestra libertad profunda de cristianos, porque el cristiano sólo tiene a un señor, el Señor Jesús.
"Yo ya cuando escribo nunca pongo señor fulano de tal; me estoy liberando de esa esclavitud; ni mucho menos le pongo señor don, porque es doble esclavitud, doble cadena; señor y don". Méndez Arceo prosiguió: "Yo no considero mis enemigos ni a los ricos, ni a los opresores. Los considero mis hermanos. Sólo les digo que, en cuanto tales, no estoy con ellos". Y luego, subrayó lo siguiente: "Hermanos, además, como Pablo le dió las gracias al Señor porque, ante el tribunal pudo predicar el mensaje de Cristo, yo le doy las gracias al Señor porque con este alboroto que se ha hecho en torno a la homilía que aquí prediqué, entonces todos se han interesado en ver qué dice la homilía". "Y la he podido repartir en más de seis mil ejemplares, que ahora se leen. Si los hubiera repartido sin este antecedente, nadie la lee. La arrugan y la tiran. Así también le doy gracias al Señor por esta circunstancia que me permite dar testimonio de El mejor. Así los oídos están tensos como los de los venados".
Más adelante, el prelado recordó a sus hermanos que hoy es el día de la Propagación de la Fe y que Pablo le daba gracias al Señor por haber podido dar su testimonio, aunque todos le hubieran abandonado. "Yo creo que ustedes no me abandonarán. Aunque todos lo hubieran abandonado —añadió— dio su testimonio en el tribunal. Ese es el anuncio del Evangelio y eso es lo que la Iglesia está procurando ahora, cada vez más". "Siempre la Iglesia ha conocido a Jesús, lo está descubriendo mejor. Es el Espíritu que trabaja, que madura a la Iglesia, que la hace ir dictaminando en el conocimiento de la verdad, porque nunca tenemos toda la verdad, la necesitamos ir descubriendo, viendo nuevas facetas. Ahora la lglesia está viendo esta faceta del Dios de la justicia, del Dios de los pobres, del Dios de los oprimidos Ahora la está viendo mejor y se está comprometiendo. Veréis cómo ahora está siendo más oída.
Recordó que recientemente el presidente Echeverría dijo que a él le interesaba, como hombre moderno, lo que se estaba diciendo subir el Sínodo de Roma, que había pedido que le recogieran todo lo que se publicaba sobre el tema. "Así ahora todo el mundo está interesado en lo que pasa en la Iglesia", comentó el prelado. Luego hizo esta observación: "Hubo un tiempo de una perfecta indiferencia a lo que decía y hacía la Iglesia. Y la Iglesia es para anunciar; no tiene otro sentido. Yo no tengo interés en recontar cuántos hay aquí, ni recontar cuántos son los católicos. No me interesa. Me interesa que el hombre, todo hombre escuche al Señor y lo conozca, para que lo acepte o lo rechace".
Explicó que debe celebrarse la propagación de la fe, pero con el sentido de propagación y "no de ir a poner una coyunda a los hombres con la fe, sino anunciándoles la Buena Nueva, la Buena Nueva de la liberación y anunciándosela a los hombres; anunciámosla, hermanos".
Después se hizo estas preguntas-. "¿Pensáis que somos Buena Nueva para los oprimidos de esta comunidad? ¿Cada uno de ustedes se considera Buena Nueva para los pobres y los oprimidos? Eso pensemos y no sólo de palabra, sino de obra. Me he prolongado, hermanos, pero yo creo que ustedes vienen a pensar en la palabra de Dios. No vienen a cantar la misa con mariachis, aunque eso ayude, sirva, es como lubricante".
Al final de la homilía, Méndez Arceo dijo que acababa de recibir un volante donde Fidel Velázquez (el líder de la C.T.M.) denuncia a los sacerdotes progresistas de promover la subversión desde el pulpito. También se asegura en dicho volante que el clero mexicano buscaba un enfrentamiento Estado-Iglesia y que, por tanto, se viola flagrantemente el artículo 130 constitucional. Hizo estas observaciones: "Esto se lo reparten a los obreros, casi todos católicos, diciéndoles: 'mira tu obispo'. Hermanos, el fariseo y el publicano. ¡Qué lección constante! porque hay una frase muy buena: el que se proclama publicano, ya se pasó del bando de los fariseos. ¡Cuidado! No nos digamos publícanos, seámoslo nada más. Seamos sinceros, auténticos; reconozcamos nuestras debilidades, nuestras insuficiencias; reconozcámonos y aceptémonos: esa es la palabra mágica en el análisis ¿no?; en el psicoanálisis ¿no? Aceptémonos; esa es la humildad: aceptarse". "Hermanos, seamos publícanos sin proclamarlo, sin ostentarlo; pero, eso sí, nunca seamos fariseos; no despreciemos a los demás hombres; a nadie; no los despreciemos. Ahí volvemos a la esencia del cristianismo: amar, amar al hermano, como totalmente otro. Aceptarlo, no dominarlo. Aceptarlo, contribuir a que sea más diferente de nosotros, más él, más persona".
Sí, Excelencia, somos diferentes, total y antagónicamente diferentes. En Su Excelencia se rompió el molde; porque sólo así se explica esa "homilía", que tiene más de discurso demagógico, de prédica protestante o de arenga revolucionaria, que de una predicación evangélica, como Su Excelencia les dice a los fieles de la "Misa Pan Americana". Si las cosas no anduviesen como andan, esa "arenga", que "EXCELSIOR", el periódico favorito de SU Excelencia el obispo de Cuernavaca, dio a conocer a todo México, sería bastante no sólo para deponer a Su Excelencia el obispo de Cuernavaca, como a indigno pastor de la Iglesia Católica, sino a prohibirle esa profanación constante que está haciendo de la Casa de Dios. Aunque Su Excelencia diga que la Iglesia del postconcilio se ha "desacralizado"; aunque nos hable de esa "sinceridad, autenticidad", que para mí, en el presente caso, es cinismo, es insulto a mi fe, es profanación a lo sagrado; no es esta la "Buena Nueva del Evangelio", que es redención, purificación, reconciliación con Dios.
No es hipocresía, no es tomar la actitud del fariseo, es sencillamente recordar las palabras del Evangelio: "Buscad el Reino de Dios y su Justicia y todo lo demás se os dará por añadidura". Y aquéllas otras de San Pablo (no de Paulo, como Su Excelencia, con marcado acento de hermano separado, suele llamar al Apóstol de la Gentilidad): "Hermanos, no os engañéis; de Dios nadie se burla", NOLITE ERRARE: DEUS NON IRRIDETUR.
¿Está Su Excelencia seguro de que, como dice, sus oyentes son todos adultos, es decir, tienen la madurez, la preparación religiosa, la discreción necesaria para saber dar el valor que merecen esas prédicas de Don Sergio, que no son, ni pueden ser la palabra de Dios?
Ya muchas veces nos ha dicho que el Evangelio es "explosivo", es "revolucionario". Así se expresa Don Helder Cámara y todos los padres "progresistas", en sus "homilías" subversivas. Juegan con la palabra: si alguien les echa en cara su demagogia, su provocación al desorden, a las guerrillas, al secuestro, al asesinato, al pillaje, ellos entonces dicen que han sido mal interpretados; que su "revolución' 'es metafórica, espiritual; que se trata de exterminar en nosotros al "hombre viejo", al hombre del pecado, al hombre de las concupiscencias. Pero, a los iniciados les dicen claramente que el marxismo y su expresión política el comunismo son la única salvación del mundo, son el modo moderno de realizar la redención de Cristo.
También es costumbre de Don Sergio negar lo que los periódicos dicen acerca de él, cuando algunas personas de autoridad le censuran su indigna manera de enardecer las pasiones y excitar a las inconscientes multitudes a la revolución y a la violencia. Esta actitud es indecorosa; debemos tener la suficiente entereza para no negar lo que hemos dicho y para reconocer nuestros errores, cuando alguien con la verdad en su palabra nos los haga ver. Don Sergio no creo que tenga mucho miedo a las autoridades de la Iglesia; pero, ante las protestas de los grupos obreros y de los ciudadanos que no están por la violencia, ni por el terrorismo, ni por los atracos, quiere curarse en salud, como lo hizo en sus declaraciones a Luis Suárez, en la Revista "SIEMPRE", y como lo repitió en su "homilía" de su "misa panamericana". Soy ciudadano mexicano, dijo; apelo al César. "No estoy conforme con las leyes; pero apelo a los derechos legales". El sabe muy bien que, en México, esos derechos legales para el clero están restringidos (si no lo estuvieran ya por la doctrina y la jurisprudencia de la Iglesia); él sabe que los clérigos no deben meterse en política y, menos todavía, en esa política. Por eso, para reforzar su débil posición, añade luego: apelo a nuestra libertad profunda de cristiano, porque el cristiano sólo tiene un Señor, el Señor Jesús.
No, Don Sergio, no; el cristiano, debe reconocer la autoridad legítima, mientras la autoridad legítima no se oponga, como ya explicamos, a la Voluntad Santísima de Dios. No podemos rebelarnos contra las autoridades civiles, ni contra las leyes legítimas del país, a no ser que la autoridad o la ley se rebelen contra Dios.
Se escuda el obispo —tiene siempre esa habilidad— en la personalidad del Sr. Presidente de la República, a quien califica de "hombre moderno", porque ha manifestado el deseo de recoger y conocer todo lo que sobre el último Sínodo se ha dicho o escrito en México. Supongo que la información del obispo de Cuernavaca es correcta y auténtica; nadie puede negar la posibilidad de que Don Sergio haya tenido la audacia de hacer una visita personal al Lic. Echeverría, para sondear su pensamiento y ver hasta donde podía él lanzarse a sus nuevas experiencias y prédicas, con motivo de la oportunidad, que le estaba dando el Sínodo, sin exponerse a las represalias legales, que la autoridad podría tomar contra la subversión organizada del clero político. Por eso dijo: "... el licenciado Echeverría dijo que a él le interesaba, como hombre moderno, lo que se estaba diciendo sobre el Sínodo de Roma; que había pedido que le recogieran todo lo que se publicaba sobre el tema".
De ser cierto lo que dijo el obispo, el interés de conocer lo que se estaba diciendo o escribiendo sobre el Sínodo, atribuido al Presidente de México, puede tener dos sentidos distintos y contrarios: uno favorable y otro adverso a la demagogia de Don Sergio. El Lic. Echeverría, en- terado por la prensa de lo que en Roma habían dicho núestros representantes y de la reacción de protesta por esa tendenciosa orientación del Sínodo Romano, quería conocer no tanto la opinión de nuestros prelados, cuanto las conclusiones prácticas, en las que esas opiniones pudieran comprometer la estabilidad y la paz del país. Todo el mundo conoce los acontecimientos de Chile, de Bolivia, de Brasil y de Perú, y la participación que en esos acontecimientos tuvieron los clérigos progresistas, los nuevos émulos de Camilo Torres Restrepo. No pienso que la otra interpretación posible sea la correcta; no creo que nuestro Presidente esté buscando una alianza con el clero político. De todos modos, para entender bien el pensamiento de Don Sergio, hay que acudir a sus frecuentes "charlas" políticas, subversivas y descaradamente provocadoras. ¡Por algo es amigo de los confesionalmente comunistas!
Gloríase Sergio Méndez Arceo de que hoy, en todas partes, en todas ocasiones se está hablando de la Iglesia. No; desgraciadamente no es de la Iglesia, sino de las locuras que estamos viendo y oyendo a los hombres de la Iglesia. Pero, yo le hago esta pregunta al prelado de Cuernavaca y a toda nuestra venerable jerarquía; ¿hemos ganado o, mejor dicho, ha ganado la Iglesia con que hoy se hable tanto de ella, con que hoy se discutan y se nieguen sus dogmas, con que afloren las miserias humanas de los clérigos, con las protestas de los buenos católicos, que se duelen amargamente de tanta ofensa a Dios y de tánta pérdida de la fe en las almas? No es de esa manera como la Iglesia tiene que anunciar el mensaje de Cristo. A Don Sergio no le interesa el que los hombres acepten o rechacen la doctrina de Cristo; lo que le importa es el dar su testimonio (adulterado), para que los hombres lo conozcan.
La fe, Don Sergio, eso lleva consigo una "coyunda", un yugo, como dice Cristo en su Evangelio; y no significa, como usted y su camarada Miranda y de la Parra afirman "la Buena Nueva de la liberación", en el sentido que ustedes quieren darle: la liberación de la opresión, la liberación de la injusticia interhumana, los frentes de liberación nacional. En el sentido evangélico, en el sentido católico, esa liberación se refiere a la triple esclavitud, consecuencia del pecado, en la que gemía la humanidad prevaricadora: la esclavitud del pecado, la esclavitud de la muerte, la esclavitud del infierno.
La invitación del obispo a sus fieles, cuando les dice: "seamos publícanos. . . no nos digamos publícanos, seámoslo nada más. Seamos sinceros, seamos auténticos" se parece a aquella frase de Lutero a su amigo y discípulo Felipe Melanchthon: pecca fortiter, sed crede fortius. A Don Sergio no le intesera lo que hagamos; lo importante es la autenticidad. Esta lección, por lo que luego dijo, la aprendió en el psicoanálisis de su amigo y protegido Gregorio Lemercier.

NUEVAMENTE EN EL SINODO
De la crónica del subdirector de Ecclesia, el periódico oficial de la Acción Católica de Madrid, tomamos los siguientes conceptos, que piden algún comentario: "El relator del tema de la justicia, antes de resumir las intervenciones tenidas en las precedentes congregaciones generales, ha destacado que el solo hecho de que el tema de la justicia en el mundo haya figurado en la agenda del Sínodo, es ya una prueba de la solidaridad de la Iglesia con la familia humana: con sus angustias y limitaciones, con sus temores y esperanzas. La Iglesia no quiere que las comunidades cristianas sean un "ghetto" en medio de la sociedad. Quiere estar presente, como fermento y levadura para convertir los corazones, fuente de las injusticias sociales y, al mismo tiempo, colaborar en la necesaria hansformación de leyes e instituciones".
Una vez más, encontramos en estas palabras, la nueva proyección de la Iglesia montiniana, la Iglesia del post-concilio: volvimos la espalda a Dios, para convertirnos al hombre. La Iglesia está comprometida en esta inmensa aventura de la justicia social, para demostrar su solidaridad con la familia humana. ¿Es ésta la misión que Cristo dió a su Iglesia? ¿Qué significa, qué alcance tiene esa "solidaridad" con las angustias y limitaciones, con los temores y esperanzas de la familia humana? ¿Vamos con esa solidaridad a eliminar el sufrimiento de los hombres? Esa idea y esa palabra de los "ghettos", que para la mayoría de los católicos es desconocida, nos está diciendo la fuente inspiradora de esta reforma, encaminada a eliminar la injusticia interhumana, la propiedad diferenciante, la desigualdad social. Y, aunque eliminásemos esas desigualdades ¿habríamos, por eso, eliminado el pecado, el dolor, la tragedia del mundo en que vivimos? ¿Cómo puede colaborar la Iglesia o los eclesiásticos en la transformación de leyes e instituciones?
Porque esto es lo importante que tenemos que precisar y definir. Todo lo demás es demagogia; es seguir acrecentando la confusión reinante. "Neoliberales y marxistas achacan a la Iglesia que, a pesar de tener una lucida enseñanza sobre la justicia social, los católicos no se han esforzado demasiado en traducir en hechos y encarnarla prácticamente en leyes y estructuras, que hagan viables los grandes principios, que desde hace ochenta años, desde la primera encíclica, vienen siendo proclamados por el magisterio social de los Papas. Lo afirmaba en el aula sinodal Mons. Enríquez, obispo de Venezuela. En coherencia con este pensamiento, el cardenal Marty decía que hoy se esperan de la Iglesia no palabras, sino hechos".
El argumento del obispo venezolano nimis probat, prueba demasiado, luego no prueba nada. Hace dos mil años que la Iglesia ha predicado las enseñanzas de Cristo y, sin embargo, ¿somos ahora mejores los hombres? Tal vez, tengamos que confesar que la situación del mundo actual no difiere mucho de la que tenía el mundo pagano, antes de Cristo. Y, no por eso vamos a declarar la ineficacia del Evangelio, como tampoco podemos declarar la ineficacia de las encíclicas sociales. Recordemos que la semilla evangélica no siempre cae en buen terreno y que el Magisterio y la Iglesia cumplen su misión con enseñar, sin poder comprometerse a una nueva aventura peligrosa, de forzar a los hombres a cambios, que últimamente dependen de las autoridades civiles. Eso de los hechos y no palabras es una frase demagógica, de las muchas que se dijeron en el Sínodo. Como también es demagógica la actitud que los padres sinodales señalaron para la Iglesia de nuestros días:
"Ante la actitud de la Iglesia, que hoy quiere desvincularse de todo compromiso no evangélico, y ponerse decididamente al lado de los pobres, de los débiles y de los oprimidos, no faltarán incomprensiones —ya se están dando en muchas partes— ni dejará de haber quienes, juzgando a la ligera, y con criterio puramente político, atribuyan sus gestos y sus denuncias, a un vulgar oportunismo o a un deseo de proselitismo. Sólo quienes observen, en toda su profundidad, la conducta de esta Iglesia postconciliar descubrirán en todo ello un esfuerzo de fidelidad al Evangelio. ¿Una Iglesia cómodamente instalada y que escogiera la vía fácil de contemporizar y del silencio culpable ante los graves problemas de la humanidad, sería fiel al pensamiento de Cristo?
Yo, usando el mismo argumento, pregunto: en la descontinuidad que evidentemente supone "este desvincularse de todo compromiso no evangélico" entre la Iglesia del postconcilio, la Iglesia montiniana y la Iglesia triunfalista, la Iglesia constantiniana, hay un cambio profundo, radical, de principios, que establece un antagonismo entre ambas Iglesias, ¿cuál de las dos está en lo justo? ¿cuál de las dos es fiel al pensamiento de Cristo? Porque no cabe aquí una identificación, sino que es necesario establecer una ruptura. La iglesia preconciliar estaba vinculada con compromisos no evangélicos, es decir, ajenos y contrarios al Evangelio; y la Iglesia postconciliar ha tenido el valor y la decisión suficiente para romper esas ataduras, que la habían alejado de la verdad de Cristo. De ser verdad ese rompímiento, ese cambio total de la concepción e interpolación del Evangelio, no en los individuos, sino en el mensaje mismo, debemos logicamente concluir, que la Iglesia de dos mil años, la que cristianizó a todas las naciones, la que forjó nuestra civilización cristiana, no estuvo en la verdad. La autenticidad del mensaje nos la han dado Juan XXIII, Paulo VI y su Concilio Pastoral.
Como un paréntesis, voy a reproducir aquí la primera "crítica", que la Revista "VIGILIA ROMANA" (Año III N9 10, octubre de 1971) publicó en la Ciudad Eterna, sobre mi libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA". Su autor es Franco Romano:

REALIDAD DE LA NUEVA IGLESIA
"René Capistrán Garza, uno de los escritores más acreditados de América Latina, en un largo artículo, —rico en felices intuiciones y de doctrina segura, —que apareció en estos días en el diario "El Sol de México" escribe, a propósito del poderoso libro del P. Sáenz y Arriaga... "o debemos mantenernos fieles a la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, tradicional y ortodoxa, apolítica y espiritual o debemos, por el contrario, someternos a la nueva Iglesia progresista y heterodoxa, a la inaudita transformación que se pretende hacer en nuestra Iglesia verdadera?
Este parece que es el punto esencial del documentadísimo libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA", que, por ahora apareció ya en lengua española, pero del cual se anuncian como próximas las traducciones en otras lenguas, incluyendo en la lengua italiana.
El autor, reconocido teólogo, analiza a través de innumerables documentos, la política de Paulo VI y, sin ambigüedades, le atribuye la responsabilidad de los graves males que afligen a la Santa Iglesia.
'La verdad os hará libres', dice Nuestro Señor y a este santo principio se atiene al P. Sáenz Arriaga, al señalar claramente los "hechos" de la Iglesia de nuestros días, desconcertantes, si queréis, pero verdaderos.
Bajo este aspecto, el Autor es verdaderamente un sacerdote libre: libre de hipocresías, libre de compromisos, libre de intereses 'ocultos' e indignos.
El libro ha provocado una enorme polémica en el vasto mundo cultural de lengua española y está llamado a provocar, por el asentimiento o la contradicción, el que se extienda esa polémica también en toda Europa, sobre la naturaleza, ideología y conducta de la política montiniana y los hundimientos continuos hacia los cuales se inclina el ambiguo, así llamado humanismo moderno".
Volvamos a la crónica de Francisco Suárez, el progresista subdirector de Ecclesia. La última pregunta, con que termina el párrafo citado, es una nueva demostración del rompimiento entre la Iglesia del postconcilio y la Iglesia preconáliar, y es, además, una implícita acusación contra la Iglesia anterior a Juan XXIII, que se apartó substancialmente de la doctrina evangélica; y es finalmente un gesto casi diríamos diabólico de triunfo sobre la tradición. No existe ningún triunfalismo, ninguna postura más desafiante, más soberbia que la que ha tomado la IGLESIA MONTINIANA. ¿Una Iglesia, cómodamente instalada, que escogiera la vía fácil de contemporizar y del silencio culpable ante los grandes problemas de la humanidad, sería fiel al pensamiento de Cristo?
La pregunta implica las siguientes afirmaciones:
1- La Iglesia del pasado estaba cómodamente instalada.
2- La Iglesia del postconcilio, la del "diálogo", la "ecuménica", la montiniana, esa se ha colocado en una posición incómoda.
3- La Iglesia del preconcilio había escogido la vía fácil, la de la contemporización, la del silencio culpable, ante los graves problemas de la humanidad.
4- La Iglesia postconciliar esa ha escogido la vía difícil, la de la contradicción, la de la denuncia de los errores y problemas de la humanidad.
5- De este contraste resulta que la Iglesia anteconciliar no fue fiel al pensamiento de Cristo, mientras que es la Iglesia montiniana la que ha adoptado la autenticidad del Evangelio.

Examinemos estas afirmaciones. ¿Es verdad que la Iglesia del preconcilio estaba cómodamente instalada? Tal afirmación no puede hacerse con buena fe, porque sólo los ignorantes desconocen la lucha no interrumpida que la Iglesia apostólica ha tenido que sostener contra los potestades infernales, confabuladas muchas, veces con los poderes de este mundo. Basta recordar la persecución religiosa en México, con las incontables víctimas que ella tuvo; la persecución religiosa en España, en donde perecieron más de quince mil sacerdotes, Obispos, religiosos y religiosas, sacrificados por los comunistas; baste acordarnos de la Iglesia del Silencio, la Iglesia detrás de la cortina de hierro, para darnos cuenta de la "comodidad" en que estaba la Iglesia, antes de estos nuevos redentores de la justicia social.
Si el criterio usado por estos nuevos cristos es el de la pobreza, yo podría demostrarles, como ya lo hice en mi anterior libro, que no ha habido ni hay una Iglesia más rica, más despilfarrada que la nueva Iglesia. Cierto que ahora se cuentan con las treinta monedas de la "mafia judía", con las que se quiso comprar nuevamente al Cristo Eterno. La subversión tiene fondos inagotables para llevar adelante su obra destructora.
Es, pues, mentira que la nueva Iglesia se haya puesto en una posición incómoda. Hay dinero, mucho dinero; hay facilidades, hay protección oficial, hay camadería con los amos rojos, que parecen llamados a dominar al mundo. Las incomodidades podrían venir o de la conciencia, o del mundo y sus poderes, o de la austeridad de vida, que voluntariamente abrazasen los nuevos apóstoles de la justicia social. Pero, la conciencia ya no acusa; los poderes del mundo se sienten halagados, por esa demagogia que ha ido más lejos de los mismos programas de la izquierda. Por eso Castro banquetea con el Nuncio y es recibido con honores por el cardenal primado de Chile.
La Iglesia preconciliar, la única que fundó Cristo, nunca contemporizó, nunca dejó de denunciar los errores, las injusticias, los crímenes del mundo; por eso el mundo odiaba a esa Iglesia, porque no era del mundo, porque no estaba "aggiornada", mundanizada, desacralizada. Es la Iglesia Montiniana la que ahora acepta la doctrina del mundo, la que contemporiza con los enemigos más violentos del nombre de Cristo, la que obliga a abandonar su patria al Santo Cardenal Primado de Hungría, la que, para suavizar la persecución de los católicos en los países dominados por el comunismo, ha hecho alianzas con esa doctrina intrínsecamente perversa; es esa Iglesia la que identífica a la BIBLIA CON MARX.
Es fácil atacar ahora a los ricos, cuando la posición de los ricos es tan insegura, cuando no sería remoto que el comunismo llegue a imponerse en todos los países. Esa actitud es un entreguismo, es una cobardía, es una traición a la verdad, es un golpe mortal para nuestras libertades.
No es la doctrina del Evangelio la que han adoptado esos apóstoles de la justicia social, sino la doctrina destructora del nihilismo pulverizador. Y esa doctrina es "compromiso", es claudicación y es, como ya lo probé en mi libro anterior, el absurdo suicidio que en su mismo triunfalismo justiciero están cometiendo las jerarquías sumisas a las órdenes de arriba.
El obispo filipino, Mons. Gaviola tuvo una intervención, que merece ser aquí transcrita y comentada: "El documento presentado al Sínodo, dijo, parece algo unilateral: de sus páginas parece deducirse que los países ricos y opulentos son los únicos responsables de las injusticias sociales y del subdesarrollo. Por desgracia, también en los países pobres existen personalidades en el mundo de las finanzas, de la política y de los instrumentos de comunicación social que —haciéndose cómplices de las potencias extranjeras— explotan a sus propios compatriotas. No existen tiranos, donde no existen esclavos".
Esta intervención de un prelado del Tercer Mundo, de un país en vías de desarrollo, merece como dije, un comentario. Tendemos siempre a echar la culpa de nuestras desgracias y hasta de nuestras propias miserias a los demás. Necesitamos tener siempre un enemigo, para enfocar en contra de él nuestros ataques. Si no existe, lo fingimos. Esta debilidad o esta tendencia humana ha sido y es muy explotada por la subversión, que quiere dar a la "masa" inconsciente, que le sigue, un motivo, una justificación, siquiera sea aparente para pelear. A los ricos, porque son ricos, y a los países poderosos, porque son poderosos, se les culpa ahora de todas las desgracias de la humanidad. Y se llega al extremo de asegurar, como lo hizo Miranda y de la Parra en su ya comentado libro, que el hecho mismo de que una persona sea rica o un país sea poderoso es ya una prueba convincente de que ese individuo es un explotador, un pillo, y esa nación es una banda organizada de ladrones.
Tan falso y monstruoso es afirmar que todo rico, por el hecho de ser rico es un hombre ejemplar y honesto, como acusarlo, por tener dinero, de ser un criminal. Tan injusto es encumbrar a los países poderosos y sujetarse a ellos hasta el servilismo, como el hacer culpable de todos nuestros males al imperialismo americano. Además de la razón que señala el prelado filipino: la complicidad de los mismos nacionales de ese Tercer Mundo, que, a sabiendas se entregan en manos de los mismos enemigos y explotadores de su patria, aunque sea con el pretexto de salvar la situación de su país, hay también otras circunstancias o personales o regionales, cuya solución no depende, no puede depender de la ayuda, de la buena política exterior, de la no intervención, o de los mercados interesados en consumir lo que produce o explota un pueblo subdesarrollado.
Es ya hacer una crítica constructiva el notar que la solución de los problemas del Tercer Mundo no depende tan sólo de los países ricos, sino que, para resolver esos problemas, es necesario empezar por resolver los propios problemas, los que dependen totalmente de los dirigentes de esos pueblos subdesarrollados. No existen tiranos, donde no hay gente que quiera vivir como esclavos. Por eso, al exponer el problema social de América Latina insistía yo, en mi anterior libro, en la importancia radical, que tiene entre nosotros el problema de la educación integral del hombre; una educación que sirva de base inconmovible para el trabajo de superación que vendrá después.
Y, en esta educación integral, la religión y todos los valores, que ella representa y tiene son sencillamente insustituibles. Esta debería haber sido la obra primordial del Concilio y de los Sínodos Episcopales, que después del Concilio se han seguido: no hacer demagogia; no buscar soluciones, que escapan al control de la Iglesia, sino tratar de "restaurar todas las cosas de Cristo", como diría San Pío X. La crisis del mundo es una crisis de fe, y todo lo que hagamos, sin restaurar en la conciencia humana los fundamentos de la fe, es edificar sobre la arena movediza, como nos dijo el Divino Maestro. Vienen aquí muy oportunas unas palabras que dijo el Papa Pío XII a los trabajadores italianos:
"Hace mucho que se ha afirmado y se sigue afirmando que la religión hace al trabajador inactivo y descuidado en la vida cotidiana, en la defensa de sus intereses públicos y privados; que, como el opio, le adormece, anquilosándolo completamente con la esperanza de la vida del más allá. ¡Error manifiesto! Si la Iglesia, en su doctrina social, insiste siempre en el respeto debido a la íntima dignidad del hombre, si pide para el trabajador un justo salario, si para él exige una asistencia eficaz en sus necesidades materiales y espirituales, ¿por qué lo hará sino porque el trabajador es una persona humana, porque su capacidad de trabajo no debe ser considerada como 'una mercancía', y porque su actividad representa siempre una prestación personal?
"Precisamente esos renovadores del mundo, que reivindican para sí el cuidado de los intereses de los obreros, como si fuese un monopolio suyo y declaran que su sistema es el único verdaderamente 'social', no tutelan la dignidad personal del trabajador, sino que hacen de su capacidad productiva una simple cosa, de la cual la 'sociedad' dispone como quiere y completamente a su arbitrio.
La Iglesia quiere y busca sinceramente vuestro bien; ella os dice que la libertad humana tiene sus límites en la ley divina y en los múltiples deberes que la vida lleva consigo; pero, al mismo tiempo, ella trabaja y trabajará hasta el fin para que cada uno, mediante la felicidad del hogar y dentro de las circunstancias tranquilas y honorables, pueda pasar sus días en paz con Dios y con los hombres. (I Tim. II, 1-2). La Iglesia no promete aquella igualdad absoluta, que otros proclaman, porque sabe que la convivencia humana produce siempre y necesariamente toda una escala de gradaciones y de diferencias en las cualidades físicas e intelectuales, en las disposiciones y tendencias interiores, en las ocupaciones y en las responsabilidades. Pero, al mismo tiempo, ella asegura la plena igualdad dentro de la dignidad humana, y también ante el corazón de Aquél, que llama a Sí a todos los que están cansados, y les invita a que tomen sobre sí el yugo para hallar la paz y el reposo de sus almas, porque su yugo es suave y su carga ligera (Mat. XI, 28-30).
"Por eso la Iglesia, a fin de tutelar la libertad y la dignidad humana, y no por favorecer a los intereses particulares de un grupo determinado, rechaza todo totalitarismo de Estado, y con las ideas del más allá no debilita la defensa justa, en la tierra, de los derechos de los trabajadores. La verdad es que esos renovadores del mundo, a que hemos aludido, mientras hacen relumbrar ante los ojos del pueblo el espejismo de un porvenir de prosperidad quimérica y de una riqueza inasequible mediante la superstición de la técnica y de la organización sacrifican la dignidad de la persona humana y la felicidad doméstica a los ídolos de un mal entendido progreso terrenal.
"La Iglesia, experta educadora de la familia y fiel a la misión que su divino Fundador le confió, proclama la verdad de la única perfecta bienaventuranza que en el cielo nos está preparada. Pero precisamente por eso, coloca a los fieles, firme y poderosamente, en el terreno de la realidad presente. Porque el Juez Supremo, que nos espera, al fin de esta vida terrenal, en los umbrales de la eternidad, advierte a todos, altos y bajos, que usen, según conciencia, los dones que Dios les ha dado; que eviten toda injusticia y que saquen provecho de toda ocasión para obras de bien y de caridad. Tal es la única medida de todo verdadero progreso, porque éste solamente es genuino y no ficticio, cuando es también caminar hacia Dios y en la semejanza con El. Todas las medidas puramente terrenales del progreso son una ilusión y, casi estábamos por decir, una burla del hombre, en medio de un mundo que yace bajo la ley del pecado original y sus consecuencias; y, por ello, quien si aun con la luz y la gracia divina es todavía imperfecto, sin esta luz y sin esta gracia caería en un abismo de miseria, de injusticia y de egoísmo.
"Solamente la idea religiosa del hombre puede conducir, además, a la única concepción de sus condiciones de vida. Donde Dios no es principio y fin, donde el ordenamiento de su creación no es para todos la guía y medida de la libertad y de la acción, es imposible la unidad entre los hombres.
"Las condiciones materiales de la vida y del trabajo, tomadas en sí solas, jamás pueden constituir el fundamento de la unidad de la clase trabajadora, sobre la base de una pretendida unidad de intereses. ¿Acaso no significaría esto hacer violencia a la naturaleza y originar nuevas operaciones y divisiones de la familia humana, en un momento, en que todo trabajador honrado aspira a un orden justo y pacífico en la economía privada y pública y en toda la vida social?
Así habla un Papa, un representante de Jesucristo, un hombre, que, por su sabiduría, su santidad y su vasta experiencia, pese a sus enemigos, que no toleraban su recto gobierno, llenó una de las páginas más gloriosas de la historia de la Iglesia. Si los padres sinodales hubieran mantenido su estudio y sus debates dentro de este realismo evangélico, no hubieran dado ocasión a esas dos acusaciones, que, según el cardenal Enrique y Tarancón, se hacen a la Iglesia, cuando habla de problemas sociales: "Unos los acusan de hacer política, invadiendo el terreno que no es de su competencia, mientras otros dicen que promueve la justicia social y denuncia los abusos, para atraerse las masas que han abandonado a la Iglesia".
Y estas dos acusaciones, no contra la Iglesia, sino contra los hombres de la Iglesia, tienen, por desgracia, harto fundamento. Porque, en realidad, desde el Concilio o, mejor dicho, desde la MATER ET MAGISTRA, LA PACEM IN TERRIS, LA POPULORUM PROGRESSIO, LA GAUDIUM ET SPES, LA OCTAGESIMA ADVENIENS, etc. y, sobre todo después de los famosos documentos de Medellín, nuestros eclesiásticos han tomado un tono destemplado, que si no es, semeja al tono de la revolución y de la violencia. No se han contentado con ignorar la doctrina saludable, que en el terreno de las conciencias señala a todos los hombres sus deberes y sus derechos, como lo habían hecho antes los Papas León XIII, Pío X, Pío XI y Pío XII, sino que, el buscar soluciones prácticas, al urgir destempladamente el anteponer el problema social a todos los otros angustiosos problemas, que pesan sobre la humanidad, especialmente en el terreno estrictamente religioso y moral, se han dedicado a estudiar economía y a dictar a los gobiernos y grupos políticos o sociales el camino a seguir. Bajo este punto de vista, la primera acusación, de la que nos habla el cardenal primado de España tiene fundamento. El mismo Sínodo es una prueba de esa acusación. Nuestros padres sinodales cambiaron el aula sinodal en un parlamento.
La segunda acusación, contra los hombres de la Iglesia, no contra la Iglesia, que es ajena al movimiento político de Paulo VI, también tiene, lamentablemente un manifiesto fundamento. Las audiencias diplomáticas concedidas a Tito, a los dirigentes rusos; la visita del P. Arrupe a la Unión Soviética, el Congreso de Bogotá, la Conferencia de Medellín, la salida "obligada" del Cardenal Mindzenty de Budapest, el caso de los ucranianos, el Te Deum "ecuménico" de Santiago de Chile, la recepción del Cardenal Silva Henríquez a Fidel Castro, el anuncio de "posible" entendimiento diplomático con Pekín, la familiaridad con que los grandes organismos judíos son ahora recibidos en el Vaticano, el nuevo apostolado de los jesuítas de la nueva ola, etc., etc., son pruebas más que suficientes y abrumadoras para poder justificar el sofisma de que nuestras jerarquías comprometidas denuncian ahora los abusos, que antes, por lo visto, aceptaron, "para atraerse a las masas, que antes habían culpablemente abandonado".
"Según el parecer del cardenal Enrique y Tarancón, la confusión nace en muchos del hecho frecuente de que se ha hecho una dicotomía en la predicación, separando el mensaje de la salvación de la doctrina que tiende a mejorar las condiciones sociales de los hombres y de las naciones. No hace falta —decimos nosotros— buscar fuera de nuestra patria estas acusaciones. Bien recientes son las tergiversaciones y polémicas a propósito de la Asamblea conjunta, y anteriormente no ha faltado quien, ante cualquier documento pastoral de nuestra jerarquía y aun del Papa, hablara de declaraciones políticas. Sin embargo, parece demasiado obvio que la justicia es una virtud y que el orden jurídico entra de lleno dentro del ámbito de la moral. No tememos que ciertos anticlericalismos pudieran a veces implicar más bien, o desconocimiento de las exigencias prácticas del Evangelio, o un afán de que la Iglesia guarde un culpable silencio ante problemas que entran de lleno en el área de la evangelización".
Estos conceptos sofísticos del cardenal, actual arzobispo de Madrid, son en verdad la expresión concreta de la "nueva economía del Evangelio" de la nueva Iglesia montiniana. Esa "dicotomía" entre la predicación y la sociología, de que habla el cardenal, es real, es objetiva, es imperiosa, si no queremos confundir nuestra misión sacerdotal y apostólica con la política de los encargados de la cosa pública. La doctrina de la Iglesia, manteniéndose en el orden de los principios, de las verdades inmutables, puede y debe formar la conciencia moral de los católicos, pero sin pretender señalar y menos imponer las soluciones prácticas a los complicados problemas sociales, de carácter nacional e internacional. El que la justicia sea une virtud y el que el orden jurídico tenga su base en el orden moral, no fundamentan el que la Iglesia o los hombres de la Iglesia se conviertan en funcionarios civiles, ni en promotores o administradores de la justicia. De ser así, la Iglesia tendría que estar presente en toda actitud humana, ya que toda actitud humana, consciente y libre, tiene alguna relación con la doctrina de Cristo.
Ya la Iglesia ha hablado sobre el problema social. Ya hay una doctrina por todos los católicos conocida; más todavía las últimas encíclicas parece que han sido dirigidas, como ya antes lo advertimos, a todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de credos, ni de razas, ni de naciones. El llevar al último Sínodo este tema, no tenía, ni podía tener otro sentido que convertir en acción, en programa político, la doctrina, quizá no tan evangélica, de la POPULORUM PROGRESSIO y los documentos semejantes, que han salido del Magisterio, pero que no gozan de la prerrogativa de la infalibilidad, porque no todo documento del magisterio es infalible. Prosigue la crónica del subdirector de Ecclesia:
"Por ello, nuestro cardenal primado estima que ha llegado el tiempo de aclarar la verdadera relación entre la salvación que la Iglesia considera como visión específica suya y la justicia de que ahora se habla. 'Es necesario —dijo Mons. Tarancón— que la Iglesia muestre esta revelación. Si no lo hiciera, no sería la Iglesia de Cristo. Y, como esencia de su misión, consideramos no sólo el anuncio, sino la práctica de esta justicia total, terrena y, a la vez, escatológica. Estas consideraciones deberían llevarnos a una planificación más profunda y más radical de nuestra acción pastoral. Así haremos actual el testimonio de la Iglesia. Es cierto que la liberación que la Iglesia debe anunciar es, ante todo, la liberación del pecado. Pero, entre los pecados de hoy deben incluirse ciertamente no pocos hechos sociales, como el colonialismo, la dominación cultural o económica, la opresión. Se planean no pocos problemas sobre la genuidad, la competencia, los límites en el campo social de esta acción liberadora de la Iglesia; pero no se resolverán alejándose de la realidad del mundo o introduciendo dicotomías entre salvación y justicia".
Se queda uno maravillado de que en un Sínodo Episcopal, casi un Concilio o prolongación del Vaticano II, se hayan dicho estas barbaridades y que hayan sido dichas nada menos que por el Arzobispo Cardenal Primado de España. "Ha llegado el tiempo, dijo el cardenal, de aclarar la verdadera relación entre la salvación, que la Iglesia considera como misión específica suya y la justicia de que ohora se habla. 'Es necesario que la Iglesia muestre al mundo esta revelación".
Está un poco atrasado su Eminencia; porque la Iglesia hace ya mucho enseña y enseñó la doctrina específica de la justicia, como también ha enseñado, por boca de sus Papas, de sus Obispos, de sus predicadores, de sus catequistas que la salvación del hombre depende de su observancia de todos los preceptos del Decálogo, no tan sólo de algunos. Lo que nunca ha enseñado la Iglesia, por que no es verdad, que la esencia de su misión sea la promoción de esa justicia interhumana. Esa es, en gran parte, la misión propia del Estado. La Iglesia da los principios, pero el Estado señala las normas jurídicas para aplicar esos principios. En la casuística de la moral católica, los problemas de la justicia son —bien lo sabe su Eminencia— muy complicados, difíciles y delicados, para encontrar la solución verdadera. En el conflicto de los derechos humanos, es peligroso pretender resolverlos precipitadamente.
"Justicia total, terrena y, a la vez, escatológica". ¿Qué nos quiere decir el nuevo Arzobispo de Madrid? Consultemos el diccionario conciliar. En la Constitución "Lumen Gentium", dice el Vaticano II: "La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección, sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Act. 3, 21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado" (48, 1). Y en la "Gaudium et Spes (30, 2), añade: "Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde se desarrolla el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera ofrecer un destello del siglo nuevo. Por tanto, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso temporal y el crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios".
La escatología postconciliar, como toda la terminología del Vaticano II, tiene un sentido ambiguo, impreciso, equívoco. Al hablarnos de esa "plena perfección, de esa restauración de todas las cosas, de ese universo renovado, no sabemos a qué alude, si a este universo material, a esta vida terrestre o a ese universo del cielo, que ni el ojo del hombre vio ni el oído escuchó, ni el entendimiento humano pudo jamás rastrear, "esa vida de la bienaventuranza, que Dios nos tiene prometida". ¿Puede el hombre, con todas sus miserias y limitaciones, perfeccionar esta tierra? ¿Acaso, como ya pregunté en otra parte, nuestros decantados adelantos en la técnica, en la industria nos han hecho mejores, más felices, más humanos? ¿Acaso toda esa literatura postconciliar ha servido para perfeccionar a los individuos, a las familias y los pueblos. ¡Paz, paz y no hay paz! Vivimos en un equívoco constante, en un engaño lamentable, intencionalmente provocado por la nueva Iglesia Montiniana.
Prosigamos en la crónica del subdirector de "Ecclesia":
"El Sínodo se ha limitado, como es lógico, a plantearse el problema de justicia a nivel mundial. Es a las Conferencias Episcopales a quienes corresponde analizar la problemática local y actuar de acuerdo con las necesidades y circunstancias de sus países, tan diversos desde un punto de vista cultural, económico y político. Pero el concepto de la justicia que el Sínodo analiza nada tiene que ver con una justicia abstracta y atemporal. Se trata de emitir juicios concretos sobre la problemática actual del mundo y promover una justicia dinámica e histórica, la que hoy precisamente reclaman las graves violaciones, que tan bien han sido denunciadas en el aula sinodal, con sinceridad y valentía, y que muchos esperan y desean que, sean recogidas en el documento que, según se espera, el Sínodo va a promulgar, al clausurarse esta segunda Asamblea General".
No nieguen ahora, los padres sinodales mexicanos las denuncias, que ellos hicieron, con sinceridad y valentía, en el aula sinodal, sobre las graves violaciones, que en México, como en todos los países latinoamericanos, se están secularmente cometiendo, en ese colonialismo y neo-colonialismo, que, por otra parte, ya antes habían denunciada Paulo VI, en la Populorum Progressio y en sus discursos en Colombia, y la Segunda Conferencia del CELAM en Medellín. Tal vez nuestros padres sinodales nunca pensaron que su bien elaborado documento iba a ser conocido, iba a tener repercusión mundial. Esta ingenuidad puede; salvarlos, de esa, que yo llamaría, traición a México.
Pero el Sínodo quería "hechos", no "palabras"; quería una "justicia dinámica e histórica", quería dar una respuesta a la esperanza que muchos habían puesto en el Sínodo, con indicaciones "pastorales y prácticas". ¿Cómo realizar esas utópicas aspiraciones, sino acudiendo a la revolución, a la violencia para echar por tierra esa violencia institucionalizada? El caso de Chile, en el que la obra inteligente y dinámica de los jesuítas encumbró primero a la democracia cristiana, que es fachada cristiana y fondo comunista, para llevar después a Salvador Allende a la
presidencia; el caso del Perú, donde los "Cursillos de Cristiandad" fueron la escuela para hacer el lavado cerebral a los militares, adueñados ahora del poder, no es fácil que vuelvan a repetirse. Ya lo dijo Castro en su reciente visita a Chile: en Uruguay sólo con cañones se puede alcanzar la presidencia. Y lo mismo, tal vez, pueda decirse de Brasil, de Argentina, de Ecuador y de otros países. Esa revolución lenta y democrática, que Acción Nacional propuso para México, no tan fácilmente puede dominarnos. Sigamos la crónica:
"El problema social no es problema que atañe a los individuos. No basta con que éstos se conviertan. La injusticia es un problema mundial y es necesario llegar a una planificación inspirada en una visión total del hombre y del mundo. La Iglesia 'experta en humanidad', ofrece a los hombres de buena voluntad su colaboración. Se ha insistido en el Sínodo que la injusticia en el mundo de hoy se encarna en las estructuras y en las instituciones. La tecnología moderna que tiende a acumular riqueza y potencia, favorece a los ricos, que tienen capital para invertir. Tres cuartas partes están acumuladas en una sola parte del mundo"
.
Los padres sinodales, clara e inequívocamente nos dicen que "el problema mundial no es un problema de individuos. Es un problema de estructuras. La "Iglesia experta en humanidad" ofrece su colaboración a los hombres de buena voluntad. ¿Quién es la Iglesia? ¿quiénes son los hombres de buena voluntad? Son términos imprecisos y que se prestan al equívoco. La Iglesia es Paulo VI, el político, que pronuncia discursos en la ONU o en el Consejo Mundial de las Iglesias en Ginebra? ¿Es el Papa Montini, que viaja por el mundo, portador de un mensaje de cambio, de renovación de las estructuras? ¿La Iglesia es el ecuménico diálogo", con todos los hermanos separados, incluyendo, por supuesto, a comunistas, masones y judíos? ¿la Iglesia es el equívoco Concilio pastoral? ¿La Iglesia son los padres sinodales, que, por el hecho de haber sido escogidos como representantes de sus Conferencias Episcopales se declaran ahora "expertos en humanidad"?
Y ¿quiénes son los hombres de buena voluntad? ¿los comunistas, los guerrilleros, los "cursillistas", los indoctrinados, los comprometidos, los afiliados secretamente con los enemigos de Dios, de Cristo, de la Iglesia y del hombre mismo? Yo no conozco más hombres de buena voluntad, que aquéllos, que, siguiendo fielmente las enseñanzas del Evangelio eterno, procuran hacer en todo la Voluntad Santísima de Dios.
Los padres sinodales, siguiendo las consignas vaticanas, insistieron en denunciar ante el mundo que la injusticia se encarna en las estructuras e instituciones. Luego, la consecuencia fluye: hay que cambiar las estructuras; hay que implantar en el mundo el socialismo, que elimine las desigualdades humanas; hay que hacer nuestra la consigna de Marx, que es, como dice Miranda y de la Parra, la más fiel expresión del pensamiento de la Biblia: "de cada uno, según sus posibilidades; a cada uno, según sus necesidades".
"El Sínodo ha insistido repetidamente en el aspecto estructural de la injusticia. Pero se ha dicho también que, aunque las privaciones más duras que sufre gran parte de la humanidad son de carácter material, éstas no eran sino un aspecto y una consecuencia de la privación de poder, de responsabilidad y de dignidad de que vienen siendo víctimas los pobres.

No basta, pues, la repartición equitativa de los bienes materiales; se necesita la repartición del poder "la corresponsabilidad", que diría Suenens, la repartición de la responsabilidad y de la dignidad, que ahora tienen acaparaba los que están arriba. Si estas pretensiones de los padres sinodales fueran verdaderas, deberíamos argüir, con argumento ad hominem, que esa repartición del poder, de la responsabilidad y de la dignidad que ellos claman para los pobres, ha de empezar dentro de la Iglesia, eliminando el Primado de jurisdicción y Magisterio del sucesor de Pedro, eliminando también toda jerarquía; haciendo corresponsables a todos los miembros del "pueblo de Dios" del gobierno responsable de la Iglesia. ¿No han dicho que el cristianismo, bien entendido, es el comunismo? ¿No han pedido eliminar todo el triunfalismo de la Iglesia?
"La nueva sociedad mundial deberá fundarse sobre una mayor igualdad, libertad y participación de todos los ciudadanos. Estas ideas, por lo demás, están ampliamente desarrolladas en el último gran documento social de Paulo VI, la Carta Apostólica "Octogésima Adveniens". Y estas palabras o este programa se asemeja al de la Enciclopedia, al de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Muchos años han pasado; muchos experimentos se han hecho; mucha sangre se ha derramado, y, sin embargo, la verdadera libertad se haya cada vez más restringida y, en su lugar, impera el libertinaje; la igualdad, lejos de darse en los países, cualesquiera que sean los regímenes que los rigen, no existe, porque no puede existir y menos aún en los países donde los regímenes totalitarios han impuesto su odiosa tiranía; y la fraternidad cristiana, a pesar del abrazo de paz de la nueva liturgia, no se da ni entre los miembros mismos de una familia, donde las ¡deas contrarias y los intereses mezquinos han sembrado la división y los odios irreconciliables. Ni la igualdad, ni la libertad, ni la participación de todos los ciudadanos se han de alcanzar con la demagogia que ahora usa la Iglesia postconciliar. Y prosigue la crónica:
"Si la Iglesia ha de denunciar proféticamente las injusticias y los pecados estructurales de la sociedad temporal, este hecho la obliga a revisar lo que pudiera haber de aparentemente injusto en sus propias estructuras. En este punto han insistido, entre otros, el padre Joseph Lecuyer, superior general de la Congregación del Espíritu Santo (
de los Padres Blancos) y Mons. Echarren, obispo auxiliar de Madrid Alcalá. Este último, en su intervención decía: "preguntémonos si tal vez, no existe una injusta distribución de la evangelización, por ejemplo, en la distribución del clero entre el campo y la ciudad, entre nación y nación, en las instituciones de educación, prácticamente reservadas con frecuencia a los ricos. Es necesario revisar todo lo que pueda parecer una vinculación de los sacramentos al dinero (limosnas para misas, etc.) Elimínese, en las estructuras, todo cuanto hace que la Iglesia se parezca a los poderes de este mundo, presentándola con pobreza y sencillez, renunciando a privilegios que la sitúan por encima de otros estamentos sociales o de otras comunidades cristianas..."
Es verdaderamente increíble la demagogia, usada por los padres sinodales, para seguir fielmente la consigna que había dado el Vaticano. La predicación, que ahora llamamos misión profética, no es para denunciar, sino para enseñar lo que Cristo nos ha enseñado. Se puede, claro está, después de explicar la doctrina, hacer las aplicaciones prácticas pertinentes, pero no se puede convertir el pulpito o el ampón en una tribuna parlamentaria, ni en una especie de sitial para el promotor de la justicia. Los padres sinodales hablan de una distribución del clero, proporcional y justa, entre el campo y la ciudad, entre nación y nación. Esto es irrealizable; es imponer una carga más dura, que la más estricta observancia de las órdenes religiosas más austeras. Es querer imponer los heroísmos de la santidad a todos los sacerdotes. Hay muchos sacerdotes que, sin llegar a estos heroísmos, sin estar en países o regiones de misiones, trabajan abnegada y silenciosamente en su parroquia, en su capellanía, en el humilde puesto en donde los han colocado.
El sacerdote tiene derecho a vivir, tiene derecho a un mínimo de los bienes materiales, para sus necesidades actuales y para su vejez. En España los clérigos tienen una pensión del Estado, pero en México, si se quitan los aranceles, los estipendios de las Misas, ¿de qué van a vivir los sacerdotes? El obispo tiene los diezmos, tiene otras entradas ordinarias y extraordinarias para vivir desahogadamente, pero hay sacerdotes, muchos sacerdotes, que no ganan ni siquiera el salario mínimo de un jornalero o de un obrero. ¿Se pretende, por ventura, siguiendo los proyectos de Ivan lllich, acabar con los "operarios de tiempo completo", para obligar a los sacerdotes a buscar en otro trabajo el pan y el vestido? Esta nueva concepción de la Iglesia contradice las tradiciones más antiguas y venerables.
En donde sí podían haber apretado los padres sinodales es en el problema de los colegios, que en su mayoría (hablo de los colegios católicos) están en manos de los "religiosos y religiosas", que, por voto, están obligados a la práctica de la pobreza evangélica. Aquí en la Capitalde la República Mexicana, los Hermanos de las Escuelas Cristianas y los jesuítas tienen entradas en sus obras apostólicas, que exceden a muchos millones de pesos. Yo fundé el Instituto Francés de la Laguna, que tienen los lasallistas en Gómez Palacio, Durango, y que es uno de los más suntuosos del país. Y, sin embargo, en cierta ocasión, en que yo me atreví a pedir no una beca, sino una media beca para un hijo de una familia, que había venido a menos, se me negó, alegando que las becas disponibles estaban ya dadas. Yo muchas veces me he preguntado: San Juan Bautista de la Salle ¿fundó su congregación para hacer dinero o para hacer apostolado? Que me desmientan, si pueden, los Hermanos.

RUPTURA ENTRE SACERDOTES Y OBISPOS
Sigo copiando, para comentar la crónica del subdirector de "Ecclesia":
Los problemas del reglamento (del Sínodo) no son, en realidad secundarios. No han faltado estos días polémicas, fuera del Sínodo, sobre este punto. El conocido teólogo holandés, padre Schillebeeckx, al ver que el Sínodo no adoptaba los criterios que tal vez a él le hubieran gustado, dice que se ha puesto de manifiesto: "una ruptura entre los sacerdotes y los obispos". Y ha señalado como aspecto negativo del Sínodo el procedimiento que se ha seguido. Según él, el hecho de que ya anteriormente el Papa había expresado su pensamiento sobre el celibato y la ordenación de hombres casados, habría actuado en autocensura para los obispos que, en vez de expresar su propia opinión, se habrían esforzado en estar de acuerdo con el Pontífice. En la misma declaración a los periodistas, el citado teólogo ha dicho que la Congregación para la doctrina de la fe había ya archivado definitivamente su "caso".

Todos conocemos ya lo que piensa y hace el tristemente célebre dominico holandés, uno de los máximos exponentes de la subversión en la Iglesia de Dios. Sin embargo, la frase, dicha por él, que hemos citado, tiene en realidad un fondo si no de verdad, por lo menos de apariencia. Es indudable que, en el desconcierto actual, se está perfilando un rompimiento entre los sacerdotes y los obispos. Se derrumbó el principio de autoridad; se puso en duda la misma "inerrancia" de la Iglesia (hablo de los extremistas, que son muchos) y, lógicamente, se desmoronó la base misma de la autoridad en el superior y de la obediencia en el subdito. El Papa escribió la "Humánese Vitae" y la "Sacerdotalis Celibatus", y, sin embargo, la polémica sigue; la casuística se estira, los "expertos" conciliares denuncian el servilismo (como ellos llaman a la obediencia) episcopal. Ya lo dije antes: el hecho mismo de haber vuelto a discutir el problema del celibato y la pro blemática del clero indica que ahora todo está en contingencia, todo puede cambiar.
Pbro. Joaquín Sáenz y Arriaga
¿CISMA O FE?

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