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miércoles, 20 de octubre de 2010

"La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo".

Considerando el origen de esta doctrina. Nos acordamos de las palabras del Apóstol: "Donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia". De hecho resulta que el padre del género humano fue constituido por Dios, en condición capaz de transmitir a la posteridad, junto con la vida terrena, la vida sobrenatural de la gracia celestial. Después de la mísera caída de Adán, toda la estirpe humana, infectada con la mancha hereditaria del pecado, perdió su participación a la naturaleza de Dios y nos convertimos en hijos de la ira divina. Pero el misericordiosísimo Dios, "amó tanto al mundo hasta darle su hijo unigénito", y el Verbo del Padre Eterno con idéntico amor divino, se apropió de la naturaleza humana de los Hijos de Adán, pero sin mancha de culpa, a fin de que el nuevo Adán derramase la gracia del Espíritu Santo sobre todos los hijos del Progenitor. Y éstos, después de haber sido privados de la paternidad adoptiva de Dios a causa del primer pecado, llegaron a ser por medio de la encarnación del Verbo, hermanos según la carne, del Hijo unigénito de Dios, recibiendo también el poder de ser hijos de Dios. De este modo, Jesús colgando de la Cruz, satisfizo la violada justicia del Padre Eterno, y mereció para nosotros, sus consanguíneos, una inefable abundancia de Gracias. Él hubiera podido extenderla por sí mismo a todo el género humano, pero quiso hacerlo por medio de una Iglesia visible en la cual, los hombres se reunieran para que cooperasen todos con El y comunicarles los frutos divinos de la redención. Así como el Verbo de Dios, para redimir con sus dolores a los hombres, quiso servirse de la naturaleza humana, asi del mismo modo, en el curso de los siglos, se sirve de la Iglesia para continuar perennemente su obra comenzada.
Por consiguiente, para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo (que es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana) nada más noble, más grande, más divino que la expresión "El cuerpo místico de Cristo", expresión que brota y germina de lo frecuentemente expuesto en la Sagrada Escritura y por los Santos Padres.
Que la Iglesia sea un cuerpo, lo declaran los sagrados Textos. Ahora bien, si la Iglesia es un cuerpo, es necesario que sea uno e indivisible, conforme a lo dicho por San Pablo: "Muchos somos un solo cuerpo de Cristo". No debe ser solamente uno e indivisible, sino también concreto y perceptible.
Por esto se alejan de la verdad divina, los que se imaginan la Iglesia como si no pudiese unirse a ella ni verse, como si fuera una cosa "aérea" (como dicen algunos) por lo cual muchas comunidades de cristianos, si bien recíprocamente separados por la fe, estarían sin embargo unidos entre sí por medio de un vínculo invisible.
Pero un cuerpo requiere multiplicidad de miembros, los cuales están en tal forma conectados entre sí que se ayudan mutuamente. Y así como en nuestro cuerpo mortal, cuando un miembro sufre, los demás resienten su dolor y responden en su ayuda, así en la Iglesia los miembros no viven cada uno para sí, sino que se prestan ayuda unos a otros, ofreciéndose un intercambio de colaboración, sea para un mutuo consuelo o para mayor desarrollo de todo el cuerpo.
Además, así como en la naturaleza el cuerpo no está formado por un conjunto cualquiera de miembros, sino que se halla provisto de miembros que tienen diferente fin, pero que están admirablemente coordinados, así sucede en la Iglesia, y es por eso que debemos llamarla Cuerpo, ya que es el resultado de una exacta disposición y coherente unión de miembros diversos entre sí.
Sin embargo, no hay que creer que esta estructura orgánica de la Iglesia esté constituida solamente en el grado de jerarquía, y por ella limitada, o bien, como sostiene una teoría opuesta, consta únicamente de personas carismáticas (aunque cristianos provistos de dones prodigiosos, nunca faltarán a la Iglesia). Se debe, sí, sostener de cualquier modo, que aquéllos que usufructúan de la sagrada protestad, son en un tal Cuerpo, miembros primarios y principales, puesto que por medio de ellos y en virtud de un mandato del Redentor, los dones de doctores, reyes y sacerdotes son perennes. Cuando los Padres de la Iglesia alaban los misterios, los grados, las profesiones, los estados, las órdenes, los oficios de este Cuerpo, tienen presente, sea a aquéllos que abrazaron los consejos evangélicos, que llevan una vida obscura y en silencio o una vida según la propia institución: sea a aquellos otros que en el siglo se dedican con voluntad firme a las obras de misericordia para ayudar a las almas y a los cuerpos; o bien, a los que Se hayan unido en santo matrimonio... Así que, en las presentes condiciones, los padres y madres de familia, los padrinos y madrinas de bautismo y en particular los seglares que colaboran con la jerarquía eclesiástica para la propagación del reino del divino Redentor, ocupan en la sociedad cristiana un puesto de honor, y pueden, ayudados e inspirados por Dios, ascender al vértice de la más alta santidad, la cual, según las promesas de Jesucristo, nunca faltará en la Iglesia.
Como vemos el cuerpo humano provisto de medios propios con los cuales puede proveer a la vida, a la santidad y al incremento de sus miembros individuales, así vemos que el Salvador del género humano por infinita bondad, ha provisto de una manera admirable a su Cuerpo místico, de sacramentos, por los cuales, sus varios miembros son alimentados con gracias ininterrumpidas desde la cuna hasta el último aliento, para ayudar con toda abundancia a la necesidad social de todo el Cuerpo. Por medio del agua bautismal, cuantos nacen a esta vida mortal, no sólo resucitan de la muerte del pecado y se convierten en miembros de la Iglesia, sino que están marcados con un carácter espiritual, que los hace aptos a recibir los otros sacramentos. Con el sacramento de la Confirmación se infunde a los fieles una nueva fuerza, para defender a la Madre Iglesia y custodiar la fe que de ella recibieron.
Con el Sacramento de la penitencia, se ofrece una medicina a los miembros de la Iglesia, caídos en el pecado, no solamente para proveer a su salvación, sino para suprimir el peligro de contagio y ofrecer a los otros miembros un ejemplo incitativo a la virtud. No es suficiente; con la Sagrada Eucaristía, los fieles son alimentados y corroborados en un mismo convite y quedan unidos por un vínculo inefable con la Cabeza del Cuerpo. En fin, a los hombres que languidecen ante una muerte inminente, la piadosa Madre Iglesia viene a su lado y con la sagrada Extremaunción, devuelve al cuerpo la salud, no siempre, porque así Dios lo dispone, y ofrece al alma una medicina sobrenatural, enviando al cielo nuevos ciudadanos —y para la tierra nuevos protectores—- los cuales por los siglos de los siglos gozarán de la Divina Bondad.
A las necesidades sociales de la Iglesia, Cristo provee con otros dos Sacramentos. Con el matrimonio, en el cual los cónyuges son recíprocamente ministros de la gracia, se provee al crecimiento externo del consorcio cristiano; y a lo que más importa, a la recta educación de los hijos, sin la cual el Cuerpo Mistico se vería amenazado de graves peligros.
Con las Sagradas Ordenes, se consagran para siempre al servicio de Dios aquéllos que están destinados a ofrecer la Hostia Eucarística, a nutrir a los fieles con el Pan de los Angeles, a dirigirlos con los preceptos y consejos divinos y a confirmarlos en la fe, con otros dones sobrenaturales.
Tampoco se debe creer que el Cuerpo de la Iglesia, por estar adornado del nombre de Cristo, aún durante la peregrinación terrenal, esté compuesto solamente de miembros que se distinguen por su santidad o por aquéllos que están destinados a la felicidad eterna. De hecho, se debe atribuir a la infinita bondad de nuestro Salvador, que no niega un puesto en su Cuerpo místico, a aquéllos que aceptó en el convite. Porque no todo delito cometido, por grave que sea, es tal, que por su naturaleza (como el cisma, la herejía, la apostasía) separe al hombre del Cuerpo de la Iglesia. Tampoco se extingue la vida, en aquéllos que habiendo perdido por el pecado la gracia y la caridad divina y que aún no siendo merecedores del premio sobrenatural, conservan sin embargo la fe y la esperanza cristiana y que con consejos internos e impulsos del Espíritu Santo, son empujados a concebir un santo temor y a orar y arrepentirse de sus propios pecados.

"Cristo fue el Fundador de este Cuerpo"
Comencemos por explicar brevemente de qué modo Cristo fundó su Cuerpo social. Recordemos la frase de nuestro predecesor León XII: "La Iglesia, que ya concebida, y que había nacido del costado del segundo Adán colgando de la Cruz, se presentó por la primera vez a los hombres de una manera luminosa, el día solemnísimo de Pentecostés." En efecto: el Divino Redentor inició la construcción del templo místico de la Iglesia cuando predicaba sus preceptos; la terminó, el día en que, crucificado, fue glorificado; la manifestó y promulgó cuando mandó de un modo visible al Espíritu Santo sobre sus Apóstoles.
Mientras desempeñaba el oficio de anunciar la verdad, aleccionaba a sus discípulos y los mandaba como El mismo había sido mandado por el Padre; fundaba el Bautismo, con el cual los que hubiesen creído, formarían parte del Cuerpo de la Iglesia; finalmente, casi al término de su vida, instituía durante la última cena el incomparable sacrificio y admirable sacramento de la Eucaristía.
Sobre el madero de la Cruz, conquistó su Iglesia, es decir, todos los miembros de su Cuerpo místico, porque no se habrían unido a este Cuerpo con el Bautismo, sino por la virtud saludable de la Cruz, con la cual formaron parte de la jurisdicción de Cristo.
Es con su muerte que, nuestro Salvador, según el pleno e íntegro significado de la palabra, se convirtió en Cabeza de la Iglesia. De igual manera la Iglesia, con la sangre de Cristo, fue enriquecida con una abundante comunicación del espíritu, con la cual, seguida de la elevación y glorificación del Hijo del hombre sobre el cadalso del dolor, queda divinamente fundada.
Entonces se desgarró el velo del Templo y sucedió que, el rocío del Paráclito (caído hasta entonces solamente sobre el vellón de Gedeón, es decir, sobre el pueblo de Israel), regó toda la tierra, es decir, la Iglesia Católica, la cual no podía estar circunscrita por ningún límite de raza o de territorio. Así como en el primer momento de la encarnación, el Hijo del Padre Eterno, adornó con la plenitud del Espíritu Santo a la naturaleza humana que había unido así substancialmente, a fin de que fuera un instrumento de la Divinidad en la obra cruenta de la Redención, así en la hora de su muerte quiso ver a su Iglesia enriquecida de los más abundantes dones del Paráclito, para que en la distribución de los frutos divinos de la Redención, fuera un válido y parenne instrumento del Verbo Encarnado. En efecto, sea la misión jurídica de la Iglesia, sea el poder de enseñar, de gobernar y de administrar los sacramentos, en tanto tienen fuerza y vigor para edificar el Cuerpo de Cristo, en cuanto Jesucristo pendiente de la Cruz abrió a su Iglesia la fuente de los dones divinos, gracias a los cuales ella no habría podido nunca equivocarse al enseñar a los hombres su doctrina, la guió por medio de Pastores iluminados por Dios y la colmó de abundancia de gracias celestiales.
Si consideramos atentamente todos estos misterios de la Cruz, no nos parecerán obscuras las palabras con las cuales el Apóstol explica a los de Efeso, que Cristo con su sangre funde a los judíos con los gentiles "anulando en su carne... la pared intermedia" con la cual los dos pueblos estaban divididos; y que abolió la Ley Antigua "para formar en sí mismo, de dos, un solo hombre", es decir la Iglesia, con el fin de conciliar a ambos en un Cuerpo unido a Dios por medio de la Cruz.
Y esa Iglesia que fundó con su sangre, la fortificó el día de Pentecostés con una virtud particular descendida de lo alto. El ascendió al cielo, después de haber solemnemente constituido en su ministerio al que Él había designado como su Vicario; y sentado a la diestra de Dios Padre, quiso manifestar y promulgar a su Esposa, con el descenso del Espíritu Santo, con un rumor de viento y con lenguas de fuego. Así como Él mismo, al iniciar su misión apostólica, fue manifestado por su Padre por medio del Espíritu Santo, descendido sobre Él en forma de una paloma, igualmente, en el momento en que los apóstoles estaban por comenzar su sagrado ministerio de la predicación, Cristo Nuestro Señor, mandó del cielo a su Espíritu, el cual, tocándolos con lenguas de fuego les indicó, como con un dedo divino, la misión y el fin sobrenatural de la Iglesia.
En segundo lugar, como el Cuerpo místico de la Iglesia, tomó el nombre de Cristo, resulta ser, en realidad, reconocido por todos como Cabeza de la misma. El es la Cabeza con la cual todo el Cuerpo, convenientemente organizado, crece y aumenta en la propia edificación.
Pero nuestro divino Salvador dirige y gobierna aún directamente, la sociedad por Él fundada. El reina en la mente y en el espíritu de los hombres y con su voluntad reduce y apaga las voluntades rebeldes. Y con este gobierno interno, Él, "pastor y obispo de nuestras almas" no solamente cuida del individuo sino de la Iglesia universal, sea cuando ilumina a sus gobernantes y los sostiene fiel y fructuosamente en las misiones propias de cada uno; sea cuando (especialmente en las circunstancias más difíciles) suscita el seno de la Madre Iglesia, hombres y mujeres que resplandeciendo con el fulgor de la santidad, sirven de ejemplo a los otros cristianos y al desarrollo de su Cuerpo Místico. Además, desde el cielo, Cristo ve siempre con amor particular a su Esposa, que se fatiga en la tierra de exilio; y cuando la ve en peligro, la salva de las olas de la tempestad, ya sea Él mismo o por medio de sus ángeles, o por obra de Aquél a quien piden ayuda los cristianos y aun por medio de otros celestiales protectores y, una vez calmado el mar, la consuela con aquella "paz que supera todo sentido".
No se debe creer que su gobierno nos llegue siempre de una manera invisible y extraordinaria. El divino Redentor gobierna su Cuerpo místico, también de una manera visible y corriente, mediante su Vicario en la tierra. Sabemos ya todos, cómo Cristo, después de haber gobernado en persona, su "pequeña grey", durante su viaje sobre la tierra, en el momento de abandonar el mundo para regresar al Padre, otorgó al Príncipe de los Apóstoles el gobierno visible de toda la sociedad por él fundada. Sapientísimo como Él era, no podía abandonar sin Cabeza visible el Cuerpo social de la Iglesia que había fundado.
Muy alejado de la verdad estaría decir, que al constituir un Primado en la Iglesia, el Cuerpo místico hubiera sido provisto de dos cabezas. Pedro, de hecho como Primado, no es otra cosa que el Vicario de Cristo; de manera que sólo hay una Cabeza principal: la de Cristo, el cual aunque continúa gobernando la Iglesia de un modo arcano, por medio del que lo representa en la tierra la dirige de un modo visible, porque después de su gloriosa Ascensión al cielo, no dejó edificado solamente en sí, el fundamento visible, sino también en Pedro. Que Cristo y Su Vicario forman una sola Cabeza, lo explicó solemnemente nuestro predecesor Bonifacio VIII, de inmortal memoria, con su Carta Apostólica. "Unam Sanctam", cuya doctrina no cesaron de repetir sus sucesores.
Se encuentran, pues, en un peligroso error aquéllos que se abstienen de unirse a Cristo, Cabeza de la Iglesia, al rehusar unirse fielmente a su Vicario en la Tierra. Quitando esta cabeza y vinculo visible de la unidad, obscurecen y deforman de tal modo el Cuerpo místico del Redentor, que no podrán divisar ni alcanzar la puerta de la salvación eterna.
Todo esto que hemos dicho de la Iglesia Universal, puede decirse también de la comunidad particular de los cristianos, sean orientales, sean latinos, los cuales constituyen una sola Iglesia Católica. Porque todos están gobernados por Jesucristo con la voz y autoridad del Obispo de cada una.
Jesucristo quiso que cada uno de sus miembros fuese semejante a Él, igual que todo el Cuerpo de la Iglesia. Y esto sucede cuando la Iglesia, siguiendo las normas de su Fundador, enseña, gobierna e inmola el Divino Sacrificio. Además, cuando la Iglesia abraza los consejos evangélicos, reproduce en sí la pobreza, la obediencia, y la virginidad del Redentor.
Ella, por medio de múltiples y variadas instituciones, con las cuales se adorna como con joyas, representa en cierto modo a Cristo en el momento de orar sobre la montaña, de predicar a los pueblos, de curar a los enfermos y heridos, de llamar al buen camino a los pecadores y de hacer el bien a todos. No es de sorprender, por lo tanto, que la Iglesia, al permanecer sobre la tierra, padezca persecuciones, sufrimientos y dolores, a imitación de Cristo.
Además, Cristo debe permanecer siempre como la Cabeza de la Iglesia porque sobresaliendo en la plenitud y en la perfección de los dones sobrenaturales, Su Cuerpo adquiere esta misma plenitud.
Cristo ilumina a toda su Iglesia, como lo demuestran los innumerables pasajes de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres.
El es el autor de nuestra fe en esta tierra de exilio, como también será el que nos consiga la Patria celestial. El infunde a los fieles la luz de la fe; enriquece de una forma divina a los Pastores, Doctores, y especialmente a su Vicario en la tierra, con dones sobrenaturales de ciencia, de inteligencia y de sabiduría, a fin de que custodien con fidelidad el tesoro de la fe, lo defiendan con valor, lo expliquen plenamente y lo vivan con diligencia; El, en fin aunque no visto, preside y guía los Concilios de la Iglesia.
Cristo es la causa primordial y eficiente de la santidad, ya que no puede existir ningún acto que conduzca a la salvación que no provenga del vértice de una fuente suprema.
Este apelativo del Cuerpo de Cristo no debe explicarse simplemente, con el hecho de que Cristo se deba llamar Cabeza de su Cuerpo místico, sino también con el hecho de que Él ha sostenido siempre a la Iglesia y que vive en cierto modo en ella, por lo que la Iglesia resulta como una segunda persona de Cristo.
Sin embargo, tan noble denominación no debe tomarse como si perteneciese a la Iglesia, ese inefable vínculo con el cual el Hijo de Dios asumió una naturaleza humana individual. Consiste, en que nuestro Salvador comunica de tal forma a su Iglesia los dones y bienes propios, que estando, según su modo de vivir, invisible y visible, presenta una perfectísima imagen de Cristo, porque en virtud de la misión jurídica, por la cual el Divino Redentor mandó al mundo sus apóstoles, como El mismo fue mandado por el Padre, es El mismo quien bautiza, enseña, gobierna, absuelve, ofrece y sacrifica, por medio de su Iglesia.
Ahora pasemos a otro punto de la exposición de esta doctrina, para explicar las razones por las cuales el Cuerpo de Cristo (que es la Iglesia), debe llamarse místico. Esta denominación, usada por varios escritores de la antigüedad, está corroborada por no pocos documentos de los Sumos Pontífices.
Este apelativo debe adoptarse por varias razones, porque por su medio se puede distinguir el Cuerpo social de la Iglesia, del cual Cristo es la Cabeza y conductor, del cuerpo físico del mismo Cristo, que nació de la Madre de Dios, y está a la diestra de Dios Padre en el cielo y oculto en la tierra bajo los velos eucarísticos, y lo que es más importante a causa de los errores modernos, por medio de esta determinación, se puede distinguir de cualquier otro cuerpo sea físico o moral.
En tanto que en el cuerpo natural, el principio de la unidad une las partes de tal manera que puedan alimentarse completamente de su propia existencia, en el Cuerpo místico, la fuerza de mutua conjunción, aunque íntima, une los miembros entre sí, de manera que todos y cada uno, gozan de una propia personalidad. Si consideramos la relación mutua del todo y de los miembros, están en todo cuerpo físico viviente, destinados al provecho de todo el conjunto. En una asociación de hombres, en el orden de los fines de utilidad, el último fin es el bien de todos y de cada uno de los miembros, tratándose de personas. Así (regresando a nuestro argumento), como el Hijo del Padre Eterno descendió del Cielo para la salvación eterna de todos nosotros, así fundó el Cuerpo de la Iglesia y lo enriqueció del divino Espíritu, para procurar y asegurar la beatitud de las almas inmortales, según lo dicho por el Apóstol: "Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios." La Iglesia está verdaderamente constituida para el bien de los fieles y para la gloria de Dios y Jesucristo, que él nos envió.
Si confrontamos el Cuerpo místico con el moral, es necesario hacer entre los dos una diferencia de suma importancia. En el cuerpo moral, el principio de la unidad no es otro que el fin común y la cooperación común para un mismo fin, mediante la autoridad social; en cambio en el Cuerpo místico, del cual aquí tratamos, a la tendencia común para el mismo fin, va agregado otro principio interno, que existe y actúa con fuerza en el conjunto entero y en cada una de sus partes, y es de tal excelencia que supera por sí mismo inmensamente, todos los vínculos de unidad que conglomeran, sea un cuerpo físico, sea un cuerpo moral. Esto, como lo habíamos dicho arriba, no es una cosa de orden natural, sino sobrenatural, tanto, como en sí mismo infinito e increado, es decir el Divino Espíritu, que como dice el Angélico, "Uno e idéntico en número, llena y une toda la Iglesia".
El correcto significado, por consiguiente, que de esta frase se deduce, es que la Iglesia, la cual debe conservarse como una sociedad perfecta en su género, no consta solamente de elementos y argumentos sociales y jurídicos. Ella es sin duda, más excelente que cualquier otra sociedad humana y la supera, como la gracia supera a la naturaleza y como las cosas inmortales superan a las cosas perecederas. Cierto que las otras sociedades humanas, y en particular la Sociedad Civil, deben tenerse en cuenta, pero en su estructura, no tiene todos los elementos de la Iglesia, como la parte material de nuestro cuerpo mortal, no constituye todo el hombre. Si bien de hecho, las razones jurídicas sobre las cuales aun la misma Iglesia está fundada y construida tienen origen en la constitución divina de Cristo y contribuyen a la obtención de su fin sobrenatural, sin embargo, lo que eleva la sociedad cristiana a ese grado que supera de un modo absoluto a todo orden natural, es el Espíritu de nuestro Redentor, que como fuente de todas las gracias y dones, alcanza a la Iglesia y permanece en ella. Así como la compaginación de nuestro cuerpo mortal, aunque obra maravillosa del Creador, dista mucho de la excelsa dignidad de nuestro espíritu, así la estructura de la sociedad cristiana aunque sea capaz de mostrar la sabiduría de su Artífice divino, sin embargo, es una cosa de orden completamente inferior, si la comparamos a los dones del espíritu, con los cuales está dotada y con los cuales vive.
De todo cuanto acabamos de explicar, se manifiesta el grave error de aquéllos que se imaginan arbitrariamente la Iglesia, casi oculta y del todo invisible, o de aquéllos que la confunden con otras instituciones humanas provistas de reglas disciplinarias y de ritos externos, pero sin comunicación de vida sobrenatural.
Por lo cual, compadecemos y reprobamos el funesto error de aquéllos que sueñan con una Iglesia ideal, una cierta sociedad alimentada y formada de caridad, la cual oponen a la otra que llaman (no sin desprecio) jurídica. Pero erróneamente sugieren tal distinción, ya que no advierten que el divino Redentor, quiso que la clase de hombres por él fundada, fuese una sociedad perfecta en su género y provista de todos los elementos jurídicos y sociales, para perpetuar sobre la tierra la obra salvadora de la Redención, y por esto la quiso, enriquecida por los dones y gracias celestiales del Espíritu Santo. El Padre Eterno la quiso como "un reino del Hijo de su Amor"; pero un reino verdadero, significaba que todos los creyentes le ofreciesen completa sumisión del intelecto y de la voluntad, y con espíritu humilde y obediente se asemejaran a Él, quien por nosotros "fue obediente hasta la muerte". Ninguna oposición puede existir entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los Pastores y los Doctores humanos han recibido de Cristo. Estas dos realidades se completan y perfeccionan mutuamente (como en nosotros el cuerpo y el alma) y proceden de un idéntico Salvador, el cual, cuando sopló sobre los Apóstoles, no sólo dijo: "Recibid el Espíritu Santo", sino que agregó en voz alta: "Como el Padre me envió, así yo os envío", y en otra ocasión "Quien os escucha, me escucha".
Si en la Iglesia aparece algo que indica debilidad o flaqueza de nuestra condición, esto no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino a la deplorable tendencia al mal, de sus miembros, tendencia que el Divino Fundador, permite se encuentre aún en los miembros más considerables de su Cuerpo místico, para que sea probada la virtud, sea el rebaño, sean los Pastores y se acumulen en todos, los méritos de la fe cristiana. Cristo como dijimos más arriba, no quiso que fueran excluidos los pecadores de la selección que había formado; por consiguiente, si algunos miembros sufren enfermedades espirituales, no es motivo para disminuir nuestro amor hacia la Iglesia, sino motivo para aumentar nuestra piedad hacia sus miembros.
Si ciertamente, sin ninguna mancha, resplandece la piadosa Madre de los Sacramentos, con los cuales genera y alimenta sus hijos en la fe que conserva siempre incólume, en las santísimas leyes con las cuales manda, en los consejos evangélicos con los cuales reprende, en los dones celestiales con los cuales su inagotable fecundidad genera incontables ejércitos de mártires, de vírgenes y de confesores. Pero no se le puede acusar si algunos miembros yacen enfermos o heridos: en su nombre cada día, ella ruega a Dios diciendo: "Perdona nuestros pecados" y se dedica con fuerte y maternal ánimo a su curación espiritual.
Por consiguiente, cuando llamamos al Cuerpo de Jesucristo, místico, del mismo significado de esta palabra recibimos las más grandes enseñanzas que resuenan en la expresión de San León: "Reconoce cristiano tu dignidad, y siendo partícipe de la naturaleza divina, no quieras con una conducta contradictoria, regresar a la antigua bajeza. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro".
La Iglesia Católica, es el gran misterio visible, porque su Cabeza sobre la tierra, el Vicario de Cristo, es visible; sus ministros son visibles, visible su culto, visible su acción y obra para la salvación y perfección de los hombres. También es visible su indefectibilidad, puesto que es históricamente demostrable, durante su pasado recorrido y prenda de su porvenir. Un gran historiador no católico, del siglo pasado, después de haber reconocido muy a su pesar, que la Iglesia católica ha permanecido 'llena de vida y de juvenil vigor", decía: "Si reflexionamos sobre los tremendos ataques, a los cuales ha sobrevivido, encontramos difícil de concebir, de qué modo podría perecer".
Pero tal indefectibilidad, si se puede demostrar como vía de experimento, es todavía un misterio, porque no es explicable naturalmente, sino con el hecho ya conocido de las revelaciones divinas, que Cristo, que la ha fundado, estará con ella durante todo el camino hasta el fin de los siglos. (1)

También la Iglesia tuvo y tiene su primavera, maravillosa con ella misma.
Las tres grandes solemnidades de la Pascua, la Ascensión y Pentecostés, en la estación en la cual la naturaleza, despertándose a la nueva vida, se adorna de verde y de flores y con trabajo interno se prepara a hacer el don de sus mieses y frutos, ¿no forman tal vez, una primavera espiritual, que nos hace más amable y dulce la primavera de la naturaleza? Las tres fiestas son un sol de tres verdades sumas, de tres hechos históricos grandiosos, de tres misterios de fulgor primordial en la obra de la Redención; son tres pilares firmes y fundamentales del gigantesco edificio de la Santa Iglesia. Con su luz, con su solidez sobrenatural, estas verdades, en cada siglo de la Historia de la Iglesia, igualmente presentes y patentes a todas las generaciones de los fieles, iluminan con su realidad, la primavera histórica del cristianismo, su reverdecer, y su florecer entre los vientos y tempestades; porque el cristianismo nació gigante, con la frente adornada de los rayos de las tres verdades, que iniciaron una época, designada a justo título como heroica. Los tres siglos desde la fundación de la Iglesia, hasta la paz con el Imperio Romano, en el año 312, en el tiempo de Constantino.
Estos tres misterios fundamentales, cual resplandecientes rayos de esa luz del mundo, que es Cristo, dirigieron y señalaron el camino a la joven Iglesia Esposa de Cristo, escogieron los mejores pasos y la ayudaron a levantarse, a través de la obscura selva del paganismo y alcanzar la cima de su grandeza predestinada. La mente, con tenaz constancia, ceñida a la fe del alivio y en la propia resurrección, la mirada vuelta con ansia, hacia el Glorificado, sentado a la diestra de Dios Padre, y hacia la celestial Jerusalén, feliz y eterna morada para los que permanecieran fieles hasta el fin, el alma dominada por la certeza de la presencia corroborante del Espíritu, prometido y enviado por Jesús. Habéis visto a los primeros cristianos, superarse por la grandeza de pensamiento, por el vigor de acción, por el valor y heroísmo moral en la afirmación de la fe en las luchas y sufrimientos, dejando un ejemplo, cuya fuerza conquistadora, se propaga de siglo en siglo hasta nuestros días y más allá de nuestros días, cuando para salvar y custodiar el honor cristiano es necesario sostener luchas desiguales. Ante tales atletas, sobre cuyas cabezas, el laurel victorioso de la milicia cristiana se une con la palma del martirio y desaparece, cualquier incertidumbre o vacilación.
El llamamiento, que con grandes voces nos da su vida heroica, ¿no es bastante tal vez para despejar las mentes, para vigorizar los corazones, para levantar las frentes de los cristianos de hoy, haciéndolos conscientes de la nobilísima dignidad. anhelantes de excelsa grandeza, preocupados de su responsabilidad, que debe infundir en su alma la profesión cristiana?
De esta primera Cristiandad, a la cual nos conducen las próximas solemnidades de la Ascensión y de Pentecostés, resplandece con cuatro marcas características e inconfundibles:
1) Inmutable certeza de victoria, apoyada sobre una fe profunda.
2) Serena e ilimitada propensión al sacrificio y a los padecimientos.
3) Ardor Eucarístico e interioridad, producto de la convicción de la eficacia social, de un pensamiento Eucarístico, bajo las formas de la vida social.
4) Aspiraciones hacia una unidad de espíritu y de jerarquía, siempre compacta e irrompible.
Este carácter cuádruple de la juventud de la Iglesia, presenta en cada una de sus marcas dominantes, un llamamiento y al mismo tiempo una esperanza y una promesa para la cristiandad de nuestros tiempos. Pero el verdadero Cristianismo de hoy no es diferente al primitivo. La juventud de la Iglesia es eterna; porque la Iglesia no envejece, solamente cambia de paso, según las condiciones del tiempo en su camino hacia la eternidad. Los siglos pasados son para ella un día, como sorf un día los siglos que esperan. Su juventud, de los tiempos de los Césares, es la misma que nos habla a nosotros. (2)

La Iglesia católica, por su misma esencia, está por encima de todas las nacionalidades. Esto tiene dos sentidos, uno positivo y otro negativo. La Iglesia es Madre, Sancta Mater Ecclesia, una verdadera madre, la madre de todas las naciones y de todos los pueblos, así como de todos los hombres individualmente y precisamente porque es una madre, no pertenece ni puede pertenecer a este o a aquel pueblo, y por consiguiente no puede ser extranjera en ningún lugar. Ella vive, o por lo menos por su naturaleza debe vivir, en todos los pueblos. Además, la madre, con su esposo y sus hijos, forma una familia. La Iglesia, en virtud de una unión incomparablemente más estrecha, constituye más que una familia, el Cuerpo místico de Cristo. La Iglesia está pues, sobre todas las naciones, puesto que es un todo invisible y universal.
La Iglesia, une todas las zonas y todos los tiempos de la humanidad redimida, sin excepción.
Sólidamente establecida con profunda raíz, la Iglesia, colocada como el centro de toda la historia del género humano, en el campo agitado y convulsionado con diversas teorías y contradictorias tendencias, expuesta a toda clase de asaltos contra su indivisible unidad y así lejos de ser sacudida, de su vida de entereza y unidad irradia y difunde fuerzas nuevas saludables y unificadoras en la humanidad lacerada y divina, fuerzas de gracia unificadora, fuerzas del Espíritu unificante, del cual todos están hambrientos, verdades que siempre y en todos lados valen, ideales que siempre y en todos lados arden.
De esto resulta que era y es un sacrilego atentado contra el totus Christus, el Cristo de su integridad, y al mismo tiempo un golpe nefasto contra la unidad del género humano, cada vez que se ha tratado o se trata de convertir a la Iglesia en esclava de tal o cual pueblo, de confinarla dentro de los límites de una nación o de rechazarla. Tal desmembramiento de la Iglesia ha disminuido o disminuye más, cuanto más tiempo dura el bien de la real y plena vida, en los pueblos que son víctimas.
Pero el individualismo nacional y estatal de los últimos siglos, no solamente ha tratado de vulnerar los intereses de la Iglesia, de debilitar y obstaculizar sus fuerzas unificadoras, de esas fuerzas que fueron en un tiempo, una parte esencial de la formación de la unidad Occidental Europea. Un rancio liberalismo quiso, sin la Iglesia y contra la Iglesia, crear la unidad mediante la cultura laica y un humanismo escolarizado.
Como fruto de su acción disolvente y al mismo tiempo como enemigo, le sucedió el totalitarismo. En una palabra, ¿cuál fue después de poco más de un siglo el resultado de todos estos esfuerzos hechos sin la Iglesia y contra ella?
La tumba de la sana libertad humana, las organizaciones forzadas; un mundo que por brutalidad y barbarie, por destrucción y ruina y sobre todo por la funesta desunión y falta de seguridad, no había antes conocido nada igual.
En un tiempo turbado, como es el nuestro, la Iglesia por el propio bien y por el de la humanidad, debe hacer todo para dar valor a su indivisible e individida entereza. Ella tiene que estar, hoy más que nunca, sobre todas las naciones. Este espíritu debe penetrar en su Cabeza visible, el Sacro Colegio, toda la acción de la Santa Sede, sobre la cual pesan importantes deberes, no sólo para el presente, sino más aún para el futuro.
Se trata aquí principalmente de un hecho del Espíritu, para tener un sentido justo de esta internacionalidad y para no medirla o determinarla según proporciones matemáticas o sobre bases estadísticas rigurosas, acerca de la nacionalidad de las personas individuales. Durante largos períodos de tiempo, en los cuales por disposición de la Providencia, la nación Italiana ha dado a la Iglesia y a su Cabeza muchos colaboradores al Gobierno Central de la Santa Sede, la Iglesia en sí completa ha conservado intacto su carácter internacional.
Internacional, porque abraza con un mismo amor a todas las naciones y a todos los pueblos y es así, como ya lo habíamos dicho, porque en ningún lugar es extranjera. Ella vive y se desarrolla en todos los países del mundo, y todos los países del mundo contribuyen a su vida y a su desarrollo.
Así se cumple en la Iglesia de hoy, lo que San Agustín explicaba en su "Ciudad de Dios": "La Iglesia llama de todos los pueblos a sus ciudadanos y en todas las lenguas arenga a su comunidad que peregrina sobre la tierra; no le importa lo que pueda ser diferente en costumbres, en leyes, en Instituciones; nada de eso lo suprime o destruye, sino más bien conserva y continúa aún aquello que es diferente en las diversas naciones, lo dirige al único fin de la paz terrena, en tanto que no impida la religión del único y Verdadero Dios".
Como un faro potente la Iglesia, en su entereza universal dirige su haz de luz, en estos días obscuros por los cuales, pasamos.
De nuestra parte, Nosotros deseamos hacer esta casa siempre más sólida, siempre más habitable para todos, sin ninguna excepción. Por eso, no queremos omitir nada, que pueda explicar visiblemente la internacionalidad de la Iglesia, cual signo de su amor hacia Cristo que ella ve y al cual sirve, con la riqueza de sus miembros esparcidos por el mundo entero. (3)

La Iglesia, que fue mandada por el Salvador Divino a todos los pueblos para conducirlos a su eterna salvación, no intenta intervenir y participar en discusiones sobre objetos puramente terrenales.
Ella es madre. A una madre no se pide que favorezca o que combata al uno o al otro de sus hijos. Todos deben igualmente encontrar y sentir en ella aquel amor clarividente y generoso, aquella íntima e inalterable ternura, que da a los hijos la fuerza de caminar con paso firme, en el camino de la verdad y de la luz e inspirar el deseo de regresar bajo la vía materna a los errantes y extraviados. (4)

Cualquier atento observador que sabe considerar y valorizar las circunstancias presentes, en su concreta realidad, queda impresionado necesariamente a la vista de los graves obstáculos que se oponen al apostolado de la Iglesia. Como la ola de lava incandescente, que metro por metro desciende a lo largo de la pendiente del volcán, así la onda devastadora del espíritu del siglo avanza amenazadora, propagándose en todos los campos de la vida, en todas las clases de la sociedad.
Su marcha, su ritmo, no menos que sus efectos, varían según los diversos países, de un mayor o menor consciente desconocimiento del influjo social de la Iglesia, hasta la sistemática indiferencia, que en algunas formas de gobierno toma un carácter de abierta hostilidad y de verdadera persecución. (5)

Pero la Iglesia no puede, recluyéndose inerte en el secreto de sus templos, abandonar su misión divinamente providencial de formar el hombre completo, y con eso colaborar sin descanso a la constitución del sólido fundamente de la sociedad. Tal misión es en ella esencial. Considerada así, la Iglesia puede llamarse la sociedad de aquellos que, bajo el influjo sobrenatural de la gracia, con la perfección de su dignidad personal de Hijos de Dios y con el desarrollo armónico de todas las inclinaciones y energías humanas, edifican el potente armazón de la convivencia humana.
Así, el sentido primordial de la internacionalidad de la Iglesia, es dar una figura durable al fundamento de la sociedad humana sobre las diversidades de límites, de espacio y de tiempo. Tal obra es ardua, especialmente en nuestros tiempos, en los cuales la vida social parece haberse convertido para los hombres en un enigma, en un enmarañado desarrollo.
Opiniones erróneas circulan en el mundo, que declaran al hombre culpable y responsable, solamente porque es miembro o parte de una determinada comunidad, sin cuidarse de examinar si de su parte ha habido verdaderamente una culpa personal de acción o de omisión. Eso significa otorgarse los derechos de Dios, Creador y Redentor, que sólo en los misteriosos designios de su siempre amorosa Providencia, es Señor absoluto de los acontecimientos y como tal encadena, así lo juzga con su infinita sabiduría, el destino del culpable y del inocente, del responsable y del no responsable. A todo esto se agrega, que sobre todo, las complicaciones de orden económico y militar han hecho de la sociedad como una máquina gigantesca, de la cual el hombre no tiene el dominio, pero a quien sin embargo teme. La continuidad del tiempo siempre había parecido esencial a la vida social y parecía que ésta no pudiese conseguirse aislando al hombre del pasado, del presente y del futuro. Tal es el desconcertante fenómeno del cual somos hoy testigos. Muy a menudo del pasado no se sabe casi nada, o apenas lo suficiente para adivinar el rastro confuso en el cúmulo de sus ruinas. El presente no es para muchos, más que una fuga desordenada de un torrente, que precipita a los hombres cual detritus hacia la noche obscura de un futuro, en el cual van a perderse juntos con la corriente misma que los arrastra.
Solamente la Iglesia puede volver a llevar al hombre, de las tinieblas a la luz; solamente Ella puede devolverle la conciencia de un vigoroso pasado, el dominio del presente, la seguridad del futuro. Pero su internacionalidad no obra como si fuera un imperio, que extiende sus tentáculos en todas direcciones con la mira de una dominación mundial. Como una madre de familia, cada día ella junta en su intimidad a todos sus hijos esparcidos en el mundo; ella los recoge con la unidad de su vital principio divino. (6)

NOTAS
1.- Encíclica "Mystici corporis Christi" 29 de junio 1943. (Trad. del Latín).
2.- Radiomensaje, 3 de mayo 1943.
3.- Alocución al Sacro Colegio, 24 diciembre de 1945.
4.- Alocución al Sagrado Colegio, 24 de diciembre de 1946.
5.- Alocución al Sagrado Colegio, 23 de diciembre de 1950.
6.- Alocución a los nuevos Cardenales, 2 de febrero de 1946.

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