Todas las Iglesias Orientales —como enseña la Historia—, han sido siempre amadas con tierno afecto por los Romanos Pontífices. Es por eso que tolerando de mal modo su alejamiento del único redil, y "empujados no por humanos intereses, sino solamente por Caridad Divina y con el deseo de la salvación común", los invitaron con repetidas instancias a regresar lo más pronto posible a aquella unidad de la cual miserablemente se alejaron.
Porque los mismos Sumos Pontífices saben por experiencia la abundancia de frutos que se derivarían de esta unión felizmente reintegrada para la sociedad cristiana y de un modo particular para las mismas Iglesias Orientales. De la plena y perfecta unidad de todos los cristianos, se puede derivar un gran incremento del cuerpo místico de Jesucristo y de todos sus miembros individuales.
Con este motivo es necesario hacer notar que los orientales, no tienen que temer por ningún motivo ser obligados, para el regreso a la unidad de Fe y de Gobierno, a abandonar sus legítimos ritos y usos: esto fue declarado más de una vez por Nuestros Predecesores. "No hay razón para pensar, que Nos o nuestros Sucesores restaremos algunos de vuestros derechos, privilegios patriarcales o usos rituales de cada una de las Iglesias".
Y si bien no ha llegado aún el fausto día en el cual a Nosotros nos sea dado abrazar con paterno afecto a todos los pueblos del Oriente, regresados al único redil, sin embargo vemos con gozo que no pocos de los hijos de estas regiones, habiendo reconocido la cátedra de San Pedro como la roca de la unidad católica, perseveran con suma tenacidad para defender y establecer esta misma unidad. (1)
Las Iglesias Orientales en el estado más reciente, han sido siempre de un modo muy particular, objeto de Nuestras solicitudes, como consta a todos; apenas fuimos elevados sin ningún mérito Nuestro, por secreto designio de Dios a la Cátedra Mayúscula del Príncipe de los Apóstoles, volvimos Nuestra mente y Nuestro corazón a aquellos que "se encuentran fuera de la Iglesia Católica", y que Nosotros deseamos ardientemente regresen lo más pronto posible al redil del Padre Común, morada de sus antepasados.
Otras pruebas de Nuestra paternal benevolencia hemos dado durante Nuestro Pontificado.
Actualmente, sin embargo, otros motivos reclaman nuestro cuidado y nuestra solicitud. En muchas regiones donde rige particularmente el Rito Oriental, se ha desencadenado una nueva tempestad que trata de devastar y destruir florecientes comunidades cristianas. Si en los siglos pasados se impugnaba algún dogma particular de la Doctrina Católica, hoy se procede más temerariamente; se trata de cancelar del consorcio civil de la familia, de la universidad, de la escuela, y de la vida de las poblaciones, todo aquello que es Divino o que tiene relaciones con la Divinidad, como si se tratase de cosas fabulosas o nefastas, y se conculcan derechos, instituciones y Leyes Sagradas. Sabemos que hay muchísimos cristianos del Rito Oriental, que actualmente lloran amargamente al ver a sus Obispos dispersos o asesinados, o tan obstaculizados que no pueden dirigir libremente la palabra a su grey, ni ejercitarla sobre ellos, como conviene a su autoridad; al ver no pocos de sus templos destinados a usos profanos o relegados al más mísero abandono, al saber que nunca más pueden elevarse de estos templos al cielo las voces de aquellos que oran, admirablemente moduladas según las normas de vuestra liturgia, para hacer descender el rocío de las gracias celestiales, para la elevación de las mentes, para consolación de los corazones, y remedio a tan gran cúmulo de males.
Sabemos que muchos han sido relegados en las cárceles o en los campos de concentración, o simplemente viviendo en sus casas no pueden ejercitar aquellos sacrosantos derechos que les pertenecen. No solamente el derecho de profesar su Fe en el íntimo santuario de su propia conciencia, sino aún de poderla enseñar abiertamente, defender y propagar en el círculo de la familia, para la conveniente educación de la prole, y en la escuela para la recta formación de los alumnos.
Sin embargo, también sabemos que los hijos de las Iglesias Orientales fraternizando con los fieles del Rito Latino, soportan juntos con fortaleza el luto de estas persecuciones, e igualmente juntos participan del martirio, del triunfo y de la gloria, que de esas se derivan.
Con ánimo heroico perseveran en su Fe; resisten a los enemigos del Cristianismo con la misma invicta fortaleza con que resistieron en un tiempo sus antepasados; elevan sus súplicas al cielo, si no públicamente, al menos en privado; permanecen fielmente unidos con el Romano Pontífice y con sus Pastores; y aún veneran de un modo particular a la Santísima Virgen María, amorosísima reina del cielo y de la tierra, a cuyo corazón inmaculado les hemos encomendado a todos. Todo esto es sin duda augurio de victoria cierta para el futuro, de aquella victoria que no brota de la sangre de los hombres en lucha entre ellos, que no es alimentada por un desenfrenado deseo de poder terrenal, sino que está fundada sobre la conveniente y legítima libertad; sobre justicia, practicada no solamente de palabra sino también de obra, con los ciudadanos, los pueblos y las naciones; sobre paz y caridad fraterna, que unen a todos con los vínculos de la amistad; sobre la religión, que regula correctamente las costumbres, modera las aspiraciones privadas, poniéndolas al servicio del bien público; levanta las mentes al cielo y finalmente vigila el consorcio civil y la concordia de todos.
Esto forma el objeto de Nuestras más vivas esperanzas; mientras tanto, sin embargo, las noticias que Nos llegan son tales que hacen más acerbo Nuestro dolor. Día y noche con solicitud paterna, volvemos nuestra mente y nuestro corazón a aquellos que nos han sido confiados por mandato Divino, y que sabemos que son tratados en algunos lugares de una manera indigna, que han sido objeto de calumnias a causa de su firme acatamiento a la Fe Católica, y han sido privados de sus legítimos derechos, aun incluyendo algunas veces a aquellos inherentes a la naturaleza humana, los cuales son conculcados con la violencia, con el temor o con cualquier otro medio que menoscaba la dignidad misma del hombre.
Todo esto es para Nosotros, un motivo de dolor tan fuerte que no podemos retener las lágrimas, mientras rogamos a Dios Clementísimo y Padre de las Misericordias para que tenga a bien iluminar a los responsables de una situación tan triste y quiera así poner fin a tantos males.
Sin embargo, en medio de tantas y tan grandes calamidades que causan dolor a Nuestro y vuestro ánimo, podemos tener algún motivo de consuelo con las noticias que nos han llegado.
De hecho Nos es notorio que aquéllos, los que lloran en tan deplorables y críticas condiciones permanecen firmes en su Fe con tan intrépida constancia, que despiertan nuestra admiración y la de todos aquellos que son honrados.
A todos estos pues, llegue nuestra alabanza paterna para que se aumente y corrobore su fortaleza; estén firmemente convencidos que Nosotros, como Padre Común que "el ansia por toda la Iglesia" conmueve y que la "caridad de Cristo empuja", alzamos hoy día fervorosas súplicas, para que el reino de Jesucristo, portador de paz a las almas, a los pueblos y a las naciones, triunfe por doquier.
Delante del triste espectáculo de tantos males que han atacado no sólo a nuestros hijos seglares, sino sobre todo a aquellos revestidos de la dignidad sacerdotal, hasta el punto que se verifica lo que se lee en la Sagrada Escritura: "Perseguirá al pastor y dispersará a las ovejas", no podemos dejar de llamar la atención de todos aquellos que a lo largo de los siglos, no solamente en los pueblos civilizados, sino también en los bárbaros, los sacerdotes, en cuanto a intermediarios entre Dios y los hombres, han estado siempre rodeados de la debida veneración. Cuando el Divino Redentor expulsó las tinieblas del error, nos enseñó las verdades celestes y quiso por su benevolencia hacernos partícipes de su eterno sacerdocio, enntonces esta veneración debe ser mayor, ya que los obispos y sacerdotes han sido considerados como padres amorosos, deseosos nada más que del bien común del pueblo a ellos confiado.
Sin embargo el mismo redentor había dicho: "El discípulo no supera al Maestro", "me han perseguido a mí y os perseguirán también a vosotros"; "bienaventurados vosotros, cuando os ultrajen y persigan y que mintiendo digan de vosotros toda clase de mal por mi causa, regocijaos porque grande será vuestra recompensa en el cielo".
No hay pues que maravillarse si en nuestros días, más aún que en los siglos pasados, la Iglesia de Cristo y de un modo pnrticular sus Ministros son atacados con persecuciones, mentiras, calumnias y aflicciones de todo género; pongamos pues nuestra esperanza en El que ya había predicho las calamidades futuras, y quiso sin embargo amonestarnos con estas palabras:
"Tendréis que sufrir en el mundo; pero daos ánimo, yo vencí al mundo."Para aquellas innumerables hileras de personas, que en algunas regiones sufren enfermedades, dolores y angustias, o se encuentran en la cárcel podemos poner en práctica las palabras de Jesús: "Estaba enfermo y me habéis visitado; estaba en la cárcel y habéis venido a encontrarme", sin embargo, podemos aún hacer algo; con nuestras oraciones y obras de penitencia, podemos implorar de Dios Misericordiosísimo que envíe sus ángeles consoladores a estos hermanos e hijos nuestros que sufren, e igualmente les conceda copiosísimos dones celestiales, que los consoliden y refuercen en sus espíritus, y los eleven a las cosas celestiales.
De un modo particular, desearíamos que todos los sacerdotes, los cuales cada día pueden ofrecer el Sacrificio Eucarístico, se acuerden de aquellos Obispos y de aquellos sacerdotes lejos de sus Iglesias y de sus fieles, que no tienen la posibilidad de acercarse al altar para celebrar el Divino Sacrificio para nutrirse a sí mismos y a sus propios fieles, del Alimento Divino con el cual nuestros espíritus obtienen una dulzura que supera a todo lo deseado y reciben la fuerza que conduce a la victoria. Estrechados en una unión fraternal entre ellos, hagan esto aún los fieles que participan a la misma Misa y al mismo Sacrificio: de modo que en todas partes de la tierra y en todos los ritos, que constituyen el ornato de la Iglesia, se eleven a Dios y a su Madre Celestial las voces unánimes de aquellos que ruegan para obtener el favor de la Divina Misericordia, para estas afligidas comunidades de Cristianos. (2)
1 Carta Encíclica "Orientales Omnes Ecclesias" (del latín), 23 de diciembre de 1945.S.S. Pío XII
2 Encíclica "Oriental Ecclesia", 15 de diciembre de 1952 (del latín).
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