El joven, inclinado al amor, a menudo olvida, por una extraña distracción del corazón, que su primer amor debe pertenecer a su familia.
Padre, madre, hermanos, hermanas, toda esta carne, de la cual está hecho, a todas estas almas parientas de su alma, no les entrega más que la menor parte de su afecto y de su vida.
A los extraños les da los encantos de su carácter; a los suyos, la frialdad, sus exigencias y sus defectos.
¡Oh qué de lágrimas vertidas en secreto por aquellos ojos que, no obstante, no tienen más miradas que para él!
No imites a esos jóvenes ingratos, hijo cristiano; después de Dios, no ames a nadie más que a los tuyos, y no te limites a amarlos, déjales ver y sentir tu amor.
Obligado a ser bueno y amable para todos, sé bueno y amable para ellos, aún más que para los otros.
Acuérdate siempre que las preocupaciones y el trabajo de tu padre, han tenido como primer objeto tu dicha, y que tu madre, desde el día de tu nacimiento, ha soportado mil sufrimientos por tu amor.
Acuérdate siempre que los dos —padre y madre— se han impuesto y se imponen tal vez todavía los más pesados sacrificios; que se privan de alegrías para hacerte tu juventud más feliz, y que toman sobre sus hombros todas las cargas de la existencia para descargarte las tuyas.
Muéstrate reconocido, sumiso, amante; prefiere su compañía a cualquier otra; en todas tus palabras y en tus actos déjales ver el respeto y la ternura que te animan.
Reserva para ellos tus más habituales pensamientos; reserva para ellos tus palabras más dulces.
Fíjate, nuestra más grande dicha no nos viene del mundo; nos viene de esos corazones a los que nuestro corazón está apegado por sus fibras más profundas.
El mundo se divierte con nosotros o de nosotros; sólo ellos nos aman por nosotros mismos y sin interés.
El mundo te traicionará un día u otro: nadie puede apoyarse en él. El día del abandono, tu familia será tu refugio, pues cuando ya no se nos ama en otra parte, en la familia no se apaga el amor.
Se pierde el padre, se pierde la madre: ya no se les encuentra jamás en ninguna otra persona.
Ama a tu padre y a tu madre; a ellos debes la vida, la fe, la virtud, la educación, el bienestar, las esperanzas del porvenir, todo;
para un corazón agradecido, la medida de amarlos es amarlos sin medida.
No los contristes jamás; al contrario, procura ser su consuelo y su orgullo.
Acepta sus consejos con respeto; sigue esos mismos consejos con piadoso celo.
Si tuvieran por sus defectos poco derecho de exigir tu estimación; la naturaleza, la edificación de tus semejantes, el cuidado de tu propia dignidad, te obligan a prodigarles atenciones.
Cuando se trata de los defectos de un padre y de una madre, un hijo cristiano no tiene oídos para oir, ni ojos para ver.
Amor, respeto, sumisión, deferencia, atenciones para satisfacerlos: Dios te pide todo esto.
Dales, prodígales todo y serás bendecido de Dios que quiere ver florecer en nosotros todos los bellos sentimientos de la naturaleza; y su gracia, que estará contigo, estará también con los tuyos por el tiempo y la eternidad.
Padre, madre, hermanos, hermanas, toda esta carne, de la cual está hecho, a todas estas almas parientas de su alma, no les entrega más que la menor parte de su afecto y de su vida.
A los extraños les da los encantos de su carácter; a los suyos, la frialdad, sus exigencias y sus defectos.
¡Oh qué de lágrimas vertidas en secreto por aquellos ojos que, no obstante, no tienen más miradas que para él!
No imites a esos jóvenes ingratos, hijo cristiano; después de Dios, no ames a nadie más que a los tuyos, y no te limites a amarlos, déjales ver y sentir tu amor.
Obligado a ser bueno y amable para todos, sé bueno y amable para ellos, aún más que para los otros.
Acuérdate siempre que las preocupaciones y el trabajo de tu padre, han tenido como primer objeto tu dicha, y que tu madre, desde el día de tu nacimiento, ha soportado mil sufrimientos por tu amor.
Acuérdate siempre que los dos —padre y madre— se han impuesto y se imponen tal vez todavía los más pesados sacrificios; que se privan de alegrías para hacerte tu juventud más feliz, y que toman sobre sus hombros todas las cargas de la existencia para descargarte las tuyas.
Muéstrate reconocido, sumiso, amante; prefiere su compañía a cualquier otra; en todas tus palabras y en tus actos déjales ver el respeto y la ternura que te animan.
Reserva para ellos tus más habituales pensamientos; reserva para ellos tus palabras más dulces.
Fíjate, nuestra más grande dicha no nos viene del mundo; nos viene de esos corazones a los que nuestro corazón está apegado por sus fibras más profundas.
El mundo se divierte con nosotros o de nosotros; sólo ellos nos aman por nosotros mismos y sin interés.
El mundo te traicionará un día u otro: nadie puede apoyarse en él. El día del abandono, tu familia será tu refugio, pues cuando ya no se nos ama en otra parte, en la familia no se apaga el amor.
Se pierde el padre, se pierde la madre: ya no se les encuentra jamás en ninguna otra persona.
Ama a tu padre y a tu madre; a ellos debes la vida, la fe, la virtud, la educación, el bienestar, las esperanzas del porvenir, todo;
para un corazón agradecido, la medida de amarlos es amarlos sin medida.
No los contristes jamás; al contrario, procura ser su consuelo y su orgullo.
Acepta sus consejos con respeto; sigue esos mismos consejos con piadoso celo.
Si tuvieran por sus defectos poco derecho de exigir tu estimación; la naturaleza, la edificación de tus semejantes, el cuidado de tu propia dignidad, te obligan a prodigarles atenciones.
Cuando se trata de los defectos de un padre y de una madre, un hijo cristiano no tiene oídos para oir, ni ojos para ver.
Amor, respeto, sumisión, deferencia, atenciones para satisfacerlos: Dios te pide todo esto.
Dales, prodígales todo y serás bendecido de Dios que quiere ver florecer en nosotros todos los bellos sentimientos de la naturaleza; y su gracia, que estará contigo, estará también con los tuyos por el tiempo y la eternidad.
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