Páginas 117-128
Hemos querido presentar íntegros, tanto el programa, como la extraña liturgia del Día del Ecumenismo, antes de hacer nuestros comentarios, sobre uno de los temas más discutidos y discutibles y —para ser francos— más escandalosos del Congreso Eucarístico de Colombia. La Iglesia Católica, nuestra Iglesia, la única que, según nuestra fe, fundó N. S. Jesucristo, quedó, en ese día ecuménico, no tan sólo igualada, sino postergada a las otras sectas, que se dicen cristianas, pero que no profesan la doctrina enseñada por el Divino Maestro. Es evidente que la Iglesia quiere y busca la salvación de todos los hombres, ya que éste es el gran anhelo del Corazón de Cristo; pero, este deseo no puede traducirse en una condenación de nuestra propia Iglesia, ni en una claudicación de su doctrina apostólica. O los "hermanos separados" se convierten a nuestra religión y aceptan íntegramente la doctrina católica o la unión ecuménica, que pregonó y buscó el Vaticano II no pasará de ser un bello sueño, cuya realización es imposible.
"Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre": éste es el programa, este es el gran anhelo del Corazón de Cristo; ésta es, por así decirlo, en potencia, "in actu primo", la obra redentora. Pero, no es ésta la realidad que expresan todas las iglesias, que se dicen cristianas y que, sin embargo, no tienen ni la misma fe, ni, tal vez, el mismo Cristo, ni el mismo Dios, que tenemos nosotros los católicos.
Si tuviéramos —como dice el "Libro de los Fieles" del Congreso de Bogotá— "la misma fe" (los católicos y los protestantes de las múltiples denominaciones y doctrinas que entre ellos existen), seguiríase o que los dogmas nuestros, que ellos no aceptan, no son parte del Depósito de la Verdad Revelada, o que estas verdades, algunas o todas, pueden impugnarse, silenciarse o negarse, con tal de que se salve el nombre de "cristianos", es decir, con tal de que se acepte la persona de Cristo, aunque se dude o se niegue su misma Divinidad.
Y, ya en este plan de amplísimo ecumenismo, podríamos decir que todas las religiones, que tengan un dios, una creencia, tienen una fe, que es la misma, que nuestra fe católica. Monoteísmo o politeísmo; aceptación o negación de la Trinidad en la Unidad Esencial de un Dios; un dios inmanente o un dios trascendente; un Cristo cósmico y evolutivo o un Cristo extraordinario como hombre, pero que no es Dios: todo es lo mismo en el sicretismo ecuménico, en el que solamente puede florecer la paz y la fraternidad en la gran familia humana.
Ya atrás, al hablar de la sacrilega comunión, que, por concesión de S. E. Antonio Samoré y de los piadosos dirigentes del CELAM, hicieron en Medellín los ministros protestantes, recordamos que la Iglesia Católica, nuestra Iglesia, no acepta como seguro el mismo bautismo de los "separados" y que, por lo tanto, exige que sub conditione reciban de nuevo el bautismo los que, de esas sectas se conviertan a nuestra fe católica. No podemos, pues, asegurar que tengamos con ellos el mismo bautismo.
El "ACTO PENITENCIAL", que abre la singularísima liturgia, confeccionada para esa inaudita ceremonia del Congreso Bogotano, no es sino un "mea culpa" de la Iglesia Católica, atribuyendo a Papas, Obispos y simples fieles católicos la terrible responsabilidad de la desunión de los "separados". "Dígnate perdonar -dice el "presidente" de la Misa— las ofensas voluntarias o inconcientes que hemos herido a hermanos de otras Iglesias". Solo las faltas de los hombres de la Iglesia Católica las que han ocasionado o causado la división entre los hombres, contra los designios de amor y de unidad del mismo Cristo. Ante la herejía, ante el sacrilegio, ante la ofensa a Dios, ante la impugnación y negación de las verdades reveladas, nosotros tenemos que callar, dialogar, silenciar nuestros dogmas, disimular nuestras creencias, acomodar nuestros ritos sagrados a los oficios y costumbres protestantes, para no herir a los "hermanos separados", aunque, con nuestras debilidades y cobardías, estemos hiriendo al mismo Cristo.
La misión de los pastores de la verdadera Iglesia de Cristo no es la de "ser servidores de la unidad y concordia entre los hombres", como dice la oración de los fieles de la liturgia ecuménica, inventada por el Cardenal Lercaro. Su misión es la de ser servidores de Dios, guardando intacto el Depósito de la Divina Revelación. Y, si, para guardar este Depósito sagrado, es necesario condenar la herejía y castigar a los herejes, deben hacerlo, aunque éstos tengan que salir del rebaño de Cristo. Una cosa es la tolerancia misericordiosa con las personas que han caído en el error o en el pecado, pero que están después arrepentidas; y otra cosa muy distinta es la tolerancia con las ideas contrarias a la verdad o con las personas obstinadas en defender y propalar el error. Con las personas podemos ser tolerantes, mientras no comprometamos nuestra fidelidad a Dios, aparentando aceptar lo que Dios mismo condena o exponiendo, con nuestra infidelidad a nuestras más graves obligaciones, a que nuestros hermanos en la fe católica lleguen a pensar que es posible entrar en transacciones con la herejía. La tolerancia con las ideas falsas es apostasía, es infidelidad a Dios y a su Iglesia.
La paz es deseable y debemos pedirla con instancia al Señor; pero hay ocasiones en que la guerra no sólo es justa, sino necesaria. Mientras permanezcamos en el estado de "naturaleza caída", en el que nos dejó el pecado original, es de suponer que las guerras continuarán. Los mismos "progresistas", que tanto piden por esa paz octaviana, se olvidan de ella, cuando aconsejan o justifican la "violencia", como único recurso eficaz para el rápido y decidido cambio de las estructuras, en el que ponen el progreso y la única aceptable convivencia entre los hombres.
Creo haber demostrado que nuestra fe no es, ni puede ser común con la fe que profesan los hermanos de las otras Iglesias, que se dicen cristianas. De no ser así, no existirían "los hermanos separados", por los que tanta preocupación tuvieron los Padres del Vaticano II. Yo puedo prestar mis servicios y tener amistad y caridad con esos hermanos separados, siempre u cuando no comprometa mis propias creencias, ni ponga tampoco en peligro las creencias católicas de mis hermanos en la fe. Mi caridad y mis servicios y tener amistad y mi servicio hacia Dios.
No entiendo lo que quiso expresar Su Eminencia el Cardenal Lercaro en la siguiente plegaria que puso en los labios de la "asamblea" en esta novedosa ceremonia ecuménica: "Para que la unidad de la fe, que brilla en la América Latina, madure en una integración efectiva de sus naciones". ¿De cual integración está hablando el purpurado? ¿Integración religiosa? ¿Integración racial? ¿Integración social y económica? ¿Integración política, que borre las fronteras y nos identifique en una sola nacionalidad, en un solo gobierno? Todo suena a lo mismo; todo viene a destruir nuestra identidad, nuestras esencias y a fusionarnos en una masa continental. Así parece precisarlo la plegaria siguiente de la "asamblea": "Para que el amor, que manifestamos al comer el mismo pan, no conozca fronteras de nacionalismo, razas, ni clases sociales". ¿A qué pan se refiere la plegaria? ¿Es el pan de la tierra, fruto del trabajo del hombre, o es el Pan del Cielo, la Divina Eucaristía?
"Integración efectiva de sus naciones". La frase es confusa, pero, dadas las tendencias rojas del antiguo arzobispo de Bolonia, creo bien captar su pensamiento. ¡Esta no es una oración ecuménica, sino una oración comunista!
Pero, lo más lamentable, humillante y escandaloso de ese día ecuménico fue, sin duda, la CELEBRACION ECUMENICA DE LA PALABRA, como denominó el programa a los actos litúrgicos (?), que tuvieron lugar ese día en el "Templete Eucarístico". Citemos de nuevo las palabras, con que el programa pretende justificar, ante la conciencia perturbada de los católicos sinceros, el espectáculo tristísimo que presenciamos:
"El amor y la veneración a las Sagradas Escrituras son, en el diálogo con los cristianos de todas las confesiones, instrumentos preciosos en la mano poderosa de Dios, para lograr la unidad que el Salvador ofrece a todos los hombres. La celebración común de la Palabra de Dios será expresión de la unidad fundamental de todos los cristianos y búsqueda de una unidad más plena."
¿Es el mismo amor y es la misma veneración a las Sagradas Escrituras los que tenemos los católicos y los que tienen el "libre examen" del protestantismo? ¿Cómo puede lograr la unidad, que el Salvador ofrece a todos los hombres, una predicación tan heterogenea y tan contradictoria? Al admitir esa "unidad fundamental", ese denominador común entre la religión católica y las sectas protestantes claudicando en los principios? ¿no estamos claudicando en los principios? ¿no estamos equiparando la verdad con el error? ¿no estamos incurriendo en un sincretismo religioso? ¿En qué consiste esa unidad fundamental, cuando muchos de los "hermanos separados" no admiten siquiera la divinidad de Jesucristo?
Esa celebración común de la Palabra de Dios, tan distinta y de interpretación diametralmente opuesta por católicos y por protestantes, no parece un precioso instrumento en la mano poderosa de Dios para convertir a los equivocados, ni para lograr la unidad que el Salvador deseaba para todos los suyos. Las palabras pueden ser las mismas, pero el sentido de ellas es muy diferente, según la distinta interpretación que a los textos sagrados dan las múltiples denominaciones protestantes.
Al lado del Legado Pontificio se sentaron, en desedificante igualdad, en litúrgicos hábitos, el sacerdote ortodoxo Gabriel Stephen, el llamado obispo luterano de Baviera, Dieszelbinger y el sacerdote o ministro anglicano Samuel Pinzón. ¡La verdad equiparada con el error, la Iglesia fundada por Jesucristo, la que es UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTOLICA, al nivel de las sectas sus oponentes! Ante aquel insólito espectáculo, yo pensaba en la crucifixión de Cristo, cuando el Señor, en el Calvario, estuvo en su Cruz entre dos ladrones.
El ministro anglicano, aprovechando tan peregrina ocasión para llevar el agua a su molino, denunció, en esa celebración ecuménica de la Palabra, "la discriminación latinoamericana contra los credos diferentes al católico". Era necesario suprimir esa cláusula del Concordato de los países de América Latina con la Santa Sede. Era necesario dar a todos los propagandistas, protestantes y no protestantes, todas las facilidades para difundir sus errores y atacar despiadadamente los dogmas más santos de nuestra religión. Y esta demanda, imperiosa y cruda, aparecía en grandes letras, en la profusa propaganda pegada en toda la ciudad de Bogotá, durante el Congreso Eucarístico, con el disimulo, la implícita aceptación y, tal vez, complacencia de los pastores católicos, encargados de cuidar las ovejas. ¡Así hacían méritos, por su acendrado ecumenismo, para futuras promociones, en su carrera eclesiástica! Paulo VI, más que un Papa católico, es un Papa ecuménico.
El así llamado "obispo" luterano recordó que el "aggiornamento" revolucionario de la Iglesia de hoy, no es sino "una reedición de la Reforma de Lutero". En otras palabras, a juicio de este "hermano separado", la Iglesia está protestantizándose; está aceptando ahora la que había condenado por cuatro siglos. ¿Dónde está la indefectibilidad de la Iglesia? ¿Dónde su Magisterio infalible? Trento y sus definiciones y condenaciones carecían de sentido y valor.
El así llamado "obispo" luterano de Baviera, que hizo la homilía (?) inicial, provocó aplausos prolongados de aquella ingenua o aletargada concurrencia, los primeros aplausos en el Templete Eucarístico, en la celebración ecuménica de la Palabra. He aquí las palabras de aquel "hermano separado" que tanto entusiasmo despertó en la heterogenea multitud:
"Yo pertenezco a la Iglesia, que agradece a Dios por la reforma luterana, y hoy me es permitido saludar al Congreso Eucarístico Internacional, en el gran país católico de Colombia, en esta hermosa ciudad de Bogotá.
"¿Cómo ha sido esto posible? Ante todo agradezcamos a Dios, al Espíritu Santo, que en estos días ha puesto en movimiento a toda la cristiandad sobre la tierra. En todo lugar ha hecho El resplandecer de nuevo la verdad tan olvidada de que la cristiandad es UNA, LA UNICA, SANTA, CATOLICA, APOSTOLICA ECCLESIA. El descubre la injusticia de la propia suficiencia, en la que nosotros, cristianos de TODAS las confesiones y doctrinas, nos hemos encontrado tanto tiempo...
"Su vida preciosa llena de asombro, descubre partes separadas en la cristiandad. Bajo la presión del régimen de Hitler ha acercado en Alemania a los católicos y los evangélicos mutuamente. Juntos hemos tenido nosotros la experiencia de que justamente el dolor une a los que están separados y de que él es una fuerza ecuménica grande".
"Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre": éste es el programa, este es el gran anhelo del Corazón de Cristo; ésta es, por así decirlo, en potencia, "in actu primo", la obra redentora. Pero, no es ésta la realidad que expresan todas las iglesias, que se dicen cristianas y que, sin embargo, no tienen ni la misma fe, ni, tal vez, el mismo Cristo, ni el mismo Dios, que tenemos nosotros los católicos.
Si tuviéramos —como dice el "Libro de los Fieles" del Congreso de Bogotá— "la misma fe" (los católicos y los protestantes de las múltiples denominaciones y doctrinas que entre ellos existen), seguiríase o que los dogmas nuestros, que ellos no aceptan, no son parte del Depósito de la Verdad Revelada, o que estas verdades, algunas o todas, pueden impugnarse, silenciarse o negarse, con tal de que se salve el nombre de "cristianos", es decir, con tal de que se acepte la persona de Cristo, aunque se dude o se niegue su misma Divinidad.
Y, ya en este plan de amplísimo ecumenismo, podríamos decir que todas las religiones, que tengan un dios, una creencia, tienen una fe, que es la misma, que nuestra fe católica. Monoteísmo o politeísmo; aceptación o negación de la Trinidad en la Unidad Esencial de un Dios; un dios inmanente o un dios trascendente; un Cristo cósmico y evolutivo o un Cristo extraordinario como hombre, pero que no es Dios: todo es lo mismo en el sicretismo ecuménico, en el que solamente puede florecer la paz y la fraternidad en la gran familia humana.
Ya atrás, al hablar de la sacrilega comunión, que, por concesión de S. E. Antonio Samoré y de los piadosos dirigentes del CELAM, hicieron en Medellín los ministros protestantes, recordamos que la Iglesia Católica, nuestra Iglesia, no acepta como seguro el mismo bautismo de los "separados" y que, por lo tanto, exige que sub conditione reciban de nuevo el bautismo los que, de esas sectas se conviertan a nuestra fe católica. No podemos, pues, asegurar que tengamos con ellos el mismo bautismo.
El "ACTO PENITENCIAL", que abre la singularísima liturgia, confeccionada para esa inaudita ceremonia del Congreso Bogotano, no es sino un "mea culpa" de la Iglesia Católica, atribuyendo a Papas, Obispos y simples fieles católicos la terrible responsabilidad de la desunión de los "separados". "Dígnate perdonar -dice el "presidente" de la Misa— las ofensas voluntarias o inconcientes que hemos herido a hermanos de otras Iglesias". Solo las faltas de los hombres de la Iglesia Católica las que han ocasionado o causado la división entre los hombres, contra los designios de amor y de unidad del mismo Cristo. Ante la herejía, ante el sacrilegio, ante la ofensa a Dios, ante la impugnación y negación de las verdades reveladas, nosotros tenemos que callar, dialogar, silenciar nuestros dogmas, disimular nuestras creencias, acomodar nuestros ritos sagrados a los oficios y costumbres protestantes, para no herir a los "hermanos separados", aunque, con nuestras debilidades y cobardías, estemos hiriendo al mismo Cristo.
La misión de los pastores de la verdadera Iglesia de Cristo no es la de "ser servidores de la unidad y concordia entre los hombres", como dice la oración de los fieles de la liturgia ecuménica, inventada por el Cardenal Lercaro. Su misión es la de ser servidores de Dios, guardando intacto el Depósito de la Divina Revelación. Y, si, para guardar este Depósito sagrado, es necesario condenar la herejía y castigar a los herejes, deben hacerlo, aunque éstos tengan que salir del rebaño de Cristo. Una cosa es la tolerancia misericordiosa con las personas que han caído en el error o en el pecado, pero que están después arrepentidas; y otra cosa muy distinta es la tolerancia con las ideas contrarias a la verdad o con las personas obstinadas en defender y propalar el error. Con las personas podemos ser tolerantes, mientras no comprometamos nuestra fidelidad a Dios, aparentando aceptar lo que Dios mismo condena o exponiendo, con nuestra infidelidad a nuestras más graves obligaciones, a que nuestros hermanos en la fe católica lleguen a pensar que es posible entrar en transacciones con la herejía. La tolerancia con las ideas falsas es apostasía, es infidelidad a Dios y a su Iglesia.
La paz es deseable y debemos pedirla con instancia al Señor; pero hay ocasiones en que la guerra no sólo es justa, sino necesaria. Mientras permanezcamos en el estado de "naturaleza caída", en el que nos dejó el pecado original, es de suponer que las guerras continuarán. Los mismos "progresistas", que tanto piden por esa paz octaviana, se olvidan de ella, cuando aconsejan o justifican la "violencia", como único recurso eficaz para el rápido y decidido cambio de las estructuras, en el que ponen el progreso y la única aceptable convivencia entre los hombres.
Creo haber demostrado que nuestra fe no es, ni puede ser común con la fe que profesan los hermanos de las otras Iglesias, que se dicen cristianas. De no ser así, no existirían "los hermanos separados", por los que tanta preocupación tuvieron los Padres del Vaticano II. Yo puedo prestar mis servicios y tener amistad y caridad con esos hermanos separados, siempre u cuando no comprometa mis propias creencias, ni ponga tampoco en peligro las creencias católicas de mis hermanos en la fe. Mi caridad y mis servicios y tener amistad y mi servicio hacia Dios.
No entiendo lo que quiso expresar Su Eminencia el Cardenal Lercaro en la siguiente plegaria que puso en los labios de la "asamblea" en esta novedosa ceremonia ecuménica: "Para que la unidad de la fe, que brilla en la América Latina, madure en una integración efectiva de sus naciones". ¿De cual integración está hablando el purpurado? ¿Integración religiosa? ¿Integración racial? ¿Integración social y económica? ¿Integración política, que borre las fronteras y nos identifique en una sola nacionalidad, en un solo gobierno? Todo suena a lo mismo; todo viene a destruir nuestra identidad, nuestras esencias y a fusionarnos en una masa continental. Así parece precisarlo la plegaria siguiente de la "asamblea": "Para que el amor, que manifestamos al comer el mismo pan, no conozca fronteras de nacionalismo, razas, ni clases sociales". ¿A qué pan se refiere la plegaria? ¿Es el pan de la tierra, fruto del trabajo del hombre, o es el Pan del Cielo, la Divina Eucaristía?
"Integración efectiva de sus naciones". La frase es confusa, pero, dadas las tendencias rojas del antiguo arzobispo de Bolonia, creo bien captar su pensamiento. ¡Esta no es una oración ecuménica, sino una oración comunista!
Pero, lo más lamentable, humillante y escandaloso de ese día ecuménico fue, sin duda, la CELEBRACION ECUMENICA DE LA PALABRA, como denominó el programa a los actos litúrgicos (?), que tuvieron lugar ese día en el "Templete Eucarístico". Citemos de nuevo las palabras, con que el programa pretende justificar, ante la conciencia perturbada de los católicos sinceros, el espectáculo tristísimo que presenciamos:
"El amor y la veneración a las Sagradas Escrituras son, en el diálogo con los cristianos de todas las confesiones, instrumentos preciosos en la mano poderosa de Dios, para lograr la unidad que el Salvador ofrece a todos los hombres. La celebración común de la Palabra de Dios será expresión de la unidad fundamental de todos los cristianos y búsqueda de una unidad más plena."
¿Es el mismo amor y es la misma veneración a las Sagradas Escrituras los que tenemos los católicos y los que tienen el "libre examen" del protestantismo? ¿Cómo puede lograr la unidad, que el Salvador ofrece a todos los hombres, una predicación tan heterogenea y tan contradictoria? Al admitir esa "unidad fundamental", ese denominador común entre la religión católica y las sectas protestantes claudicando en los principios? ¿no estamos claudicando en los principios? ¿no estamos equiparando la verdad con el error? ¿no estamos incurriendo en un sincretismo religioso? ¿En qué consiste esa unidad fundamental, cuando muchos de los "hermanos separados" no admiten siquiera la divinidad de Jesucristo?
Esa celebración común de la Palabra de Dios, tan distinta y de interpretación diametralmente opuesta por católicos y por protestantes, no parece un precioso instrumento en la mano poderosa de Dios para convertir a los equivocados, ni para lograr la unidad que el Salvador deseaba para todos los suyos. Las palabras pueden ser las mismas, pero el sentido de ellas es muy diferente, según la distinta interpretación que a los textos sagrados dan las múltiples denominaciones protestantes.
Al lado del Legado Pontificio se sentaron, en desedificante igualdad, en litúrgicos hábitos, el sacerdote ortodoxo Gabriel Stephen, el llamado obispo luterano de Baviera, Dieszelbinger y el sacerdote o ministro anglicano Samuel Pinzón. ¡La verdad equiparada con el error, la Iglesia fundada por Jesucristo, la que es UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTOLICA, al nivel de las sectas sus oponentes! Ante aquel insólito espectáculo, yo pensaba en la crucifixión de Cristo, cuando el Señor, en el Calvario, estuvo en su Cruz entre dos ladrones.
El ministro anglicano, aprovechando tan peregrina ocasión para llevar el agua a su molino, denunció, en esa celebración ecuménica de la Palabra, "la discriminación latinoamericana contra los credos diferentes al católico". Era necesario suprimir esa cláusula del Concordato de los países de América Latina con la Santa Sede. Era necesario dar a todos los propagandistas, protestantes y no protestantes, todas las facilidades para difundir sus errores y atacar despiadadamente los dogmas más santos de nuestra religión. Y esta demanda, imperiosa y cruda, aparecía en grandes letras, en la profusa propaganda pegada en toda la ciudad de Bogotá, durante el Congreso Eucarístico, con el disimulo, la implícita aceptación y, tal vez, complacencia de los pastores católicos, encargados de cuidar las ovejas. ¡Así hacían méritos, por su acendrado ecumenismo, para futuras promociones, en su carrera eclesiástica! Paulo VI, más que un Papa católico, es un Papa ecuménico.
El así llamado "obispo" luterano recordó que el "aggiornamento" revolucionario de la Iglesia de hoy, no es sino "una reedición de la Reforma de Lutero". En otras palabras, a juicio de este "hermano separado", la Iglesia está protestantizándose; está aceptando ahora la que había condenado por cuatro siglos. ¿Dónde está la indefectibilidad de la Iglesia? ¿Dónde su Magisterio infalible? Trento y sus definiciones y condenaciones carecían de sentido y valor.
El así llamado "obispo" luterano de Baviera, que hizo la homilía (?) inicial, provocó aplausos prolongados de aquella ingenua o aletargada concurrencia, los primeros aplausos en el Templete Eucarístico, en la celebración ecuménica de la Palabra. He aquí las palabras de aquel "hermano separado" que tanto entusiasmo despertó en la heterogenea multitud:
"Yo pertenezco a la Iglesia, que agradece a Dios por la reforma luterana, y hoy me es permitido saludar al Congreso Eucarístico Internacional, en el gran país católico de Colombia, en esta hermosa ciudad de Bogotá.
"¿Cómo ha sido esto posible? Ante todo agradezcamos a Dios, al Espíritu Santo, que en estos días ha puesto en movimiento a toda la cristiandad sobre la tierra. En todo lugar ha hecho El resplandecer de nuevo la verdad tan olvidada de que la cristiandad es UNA, LA UNICA, SANTA, CATOLICA, APOSTOLICA ECCLESIA. El descubre la injusticia de la propia suficiencia, en la que nosotros, cristianos de TODAS las confesiones y doctrinas, nos hemos encontrado tanto tiempo...
"Su vida preciosa llena de asombro, descubre partes separadas en la cristiandad. Bajo la presión del régimen de Hitler ha acercado en Alemania a los católicos y los evangélicos mutuamente. Juntos hemos tenido nosotros la experiencia de que justamente el dolor une a los que están separados y de que él es una fuerza ecuménica grande".
El "obispo" consideró que, con el Vaticano II, dio el Papa Juan XXIII un nuevo impulso al pensamiento ecuménico y que ese movimiento continúa hasta hoy, semejante a los círculos que describe una piedra arrojada al agua.
Recordó la participación de nuestra Iglesia Católica en el Concilio Mundial de las Iglesias y abogó por una nueva reunión, que se traduzca en hechos más concretos todavía.
Conceptuó que es muy complaciente saber que, desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica Romana se ha abierto también al movimiento ecuménico y que por eso crea una esperanza más cercana.
Habló el "obispo'' alemán de que no solamente ha existido la reforma luterana, sino LA REFORMA, en muchos sectores religiosos, y que incluso esa palabra ya se está introduciendo en la Iglesia Católica Romana.
Este discurso, que no podemos, ni debemos llamar homilía, ni sermón, ni predicación evangélica, pronunciado por un señor, que no es obispo, aunque así se denomine, porque no ha recibido consagración alguna de la sucesión apostólica, es, en un último análisis, un derrumbe total de la contra-reforma, emprendida en la Iglesia de Dios, la única fundada por Cristo, bajo el mandato y dirección de Pedro, por aquellos santos maravillosos, con que Dios enriqueció a su Iglesia y la dotó de nuevos refuerzos para defensa contra sus enemigos.
La reforma Luterana, la cual el así llamado "obispo" agradece a Dios, se presenta invitada oficialmente por la Jerarquía Católica, delante del pueblo católico de todo el mundo, delante del Legado y representante del Papa, en aquel Congreso Eucarísitco Internacional, no para reconocer y confesar sus errores; no para aceptar las verdades definidas, en Trento, como dogmas infalibles de nuestra fe católica y apostólica, como verdades incluidas en el Depósito de la Divina Revelación, sino para afirmar que la reunión de todas las Iglesias, que se dicen cristianas, aunque entre sí difieran en doctrina, es la cristiandad, es la "única, santa, católica y apostólica Ecclesia". Luego la Iglesia Romana indebidamente se atribuye exclusivamente esos títulos, esas características, esas notas distintivas de la verdadera y única Iglesia, que fundó Jesucristo. Es una injusticia —a juicio del "obispo" luterano— el habernos encerrado nosotros los católicos en ese exclusivismo. Todas las denominaciones cristianas, sin distinción de credos, formamos parte de la cristiandad, es decir, de esa Iglesia UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTOLICA, QUE FUNDO JESUCRISTO.
La opresión del régimen de Hitler unió, dice el "obispo" luterano, a católicos y evangélicos. Este dolor, este sentimentalismo nos da la clave de ese singularísimo concierto entre la verdad y el error, entre la Iglesia Católica y las sectas protestantes. ¡La mentira de Ulises! ¡El embuste de los seis millones de víctimas de judíos, sacrificados por el Nacismo! ¡Con razón la Revista LOOK publicó aquel famoso artículo: "Como los Judíos cambiaron el pensamiento católico"! Lo cambiaron tanto que, en Bogotá, parecía que la Reforma y Trento se habían reconciliado públicamente, ante todo el mundo. IESUS AUTEM TACEBAT! ¡Y Jesús callaba. ..!
Nuestra participación en el Concilio Mundial de las Iglesias —enigmática y dolorosa para los que seguimos pensando con el monolítico pensamiento de la Iglesia de antaño— no tiene, ni puede tener otro sentido que un acto de cortesía o de política, una manifestación de buena voluntad, para facilitar así el que "los separados" reconozcan sus errores y acepten la sana y auténtica doctrina, que ha enseñado siempre el Magisterio infalible de la Iglesia. Un Concilio Universal, en el que tomasen parte con igualdad de derechos todas las denominaciones cristianas y la verdadera y única Iglesia de Cristo, no sería posible; porque para que haya un verdadero Concilio se necesita que sea convocado por el Papa, que sea dogmático y que todas sus definiciones y decisiones sean por el Papa ratificadas y promulgadas. Es decir, se necesita que todos los conciliares acepten la autoridad suprema y definitiva del Romano Pontífice y que sean católicos.
No se puede negar que, después del Vaticano II, ha quedado una especie de psicosis conciliar, una ansia de reforma permanente, un querer moldear la doctrina, la moral, la liturgia, la disciplina, la ascética, la mística de la Iglesia, para llegar, como dijo el "obispo" luterano, a "hechos más concretos todavía": a un Concilio Universal, en el que todos tengamos voz y voto; en el que el voto democrático y colegial —según el principio de corresponsabilidad del Primado de Bélgica— pueda imponer a todos las nuevas creencias, las nuevas estructuras religosas de las Iglesias, en una beatífica hermandad de amor y de paz: LA RELIGION DE LA HERMANDAD UNIVERSAL.
El "obispo" luterano, en su discurso, nos da a entender que la Reforma de Lutero ha sido ya admitida en la Iglesia Católica Romana. Es la misma afirmación del reformador obispo de Cuernavaca, Don Sergio VII, a quien respaldan sus hermanos en el Episcopado, cuando dijo: "Lutero tenía razón. Su error estuvo en haber querido hacer su 'reforma' fuera de la Iglesia".
Después del discurso del "obispo" luterano y siguiendo el programa, el ministro luterano iberoamericano Antonio Lara (no creemos temerario el sospechar que es un renegado del catolicismo) hizo una oración ecuménica, a la que dócilmente se unieron todos los católicos allí presentes, presididos por Sus Excelencias y Eminencias Reverendísimas.
Vino la segunda "homilía", el segundo discurso ecuménico del ministro anglicano Samuel Pinzón. Su nombre y apellido no parecen ser muy anglicanos, pero su fe sí lo era. Concentró sus palabras en definir los puntos sobre los cuales su Iglesia anglicana podría aceptar una unión, y dijo que indudablemente ella sólo podrá lograrse bajo la palabra del Evangelio (interpretado naturalmente por ellos). Reclamó un cambio de estructuras, pero no sólo en los gobiernos, sino también en las Iglesias. Apoyó la idea del Cardenal Lercaro sobre el desarrollo de los pueblos, expresada por el jerarca católico en la inauguración del XXXIX Congreso Eucarístico Internacional. Aclaró que en Colombia no es posible pensar en una unión de iglesias, mientras siga vigente el Concordato sobre la misión de territorios y otros derechos exclusivos.
"Es necesario que la Iglesia Católica se enfrente en un diálogo franco con las demás iglesias, pero que este diálogo no sea sólo a nivel episcopal y clerical, sino también sea a nivel del pueblo, del laicado. Los cristianos de Colombia, no pertenecientes a la Iglesia Romana, vemos una gran diferencia entre las relaciones ecuménicas de la Iglesia Romana, practicadas en Europa y Norteamérica y las mismas relaciones ecuménicas en España y en América latina y especialmente en Colombia. Vemos contradictoria, por una parte, la declaración del Concilio Vaticano sobre la libertad religiosa y los derechos humanos, promulgada por el Papa Juan XXIII y, por otra parte, las limitaciones que rigen en estos países. Es necesario que se suprima todo aquello que impide el libre diálogo. Esperamos que en la segunda Conferencia de Obispos (el CELAM), cuando se hable de los problemas socioeconómicos religiosos de los países de América Latina, se incluya también, en la agenda, el Concordato de 1887 y el Convenio de Misiones, como un obstáculo para poder establecer un verdadero diálogo ecuménico".
Analizando estas palabras, dichas por un ministro anglicano, en una solemnidad católica, a la que había sido invitado por la Jerarquía Católica, encontramos lo que para los hermanos separados significan las palabras de Juan XXIII sobre los derechos del hombre, en la "PACEM IN TERRIS", la declaración sobre LA LIBERTAD RELIGIOSA del Vaticano II y el "DIALOGO ECUMENICO" de la ECCLESIAM SUAM de Paulo VI. Todas estas pastorales enunciaciones significan para "los hermanos separados" el pluralismo religioso, no tan sólo de hecho sino de derecho; es decir la aceptación de nuestra parte, para evitar enojosas divisiones y pleitos entre hermanos, del proselitismo apostólico que entre nuestros católicos quieran hacer las sectas protestantes, los judíos y los propagandistas de otras religiones.
Esto, en el fondo, es pretender igualar las religiones todas. Para complacer a "los hermanos separados" hay que eliminar todas las legítimas defensas, que la preservación de nuestra fe exige y que tan sabia y celosamente había establecido la Iglesia pre-conciliar. ¡Que esté el veneno al alcance de todos, aunque sean muchos los que se intoxiquen y mueran!
El "diálogo" es siempre peligroso. Lo fue desde que por vez primera la mujer se puso a dialogar con la serpiente. Para que fuese fructífero sería necesario que las dos partes dialogantes fuesen iguales y tuviesen siempre la misma sinceridad, la misma buena fe. En el caso presente, la Iglesia Católica, infaliblemente segura de su doctrina, no puede colocarse ni puede tomar la misma actitud de los "hermanos separados", por muy sinceros que los supongamos. La misma seguridad que tiene y debe tener la Iglesia de la doctrina que profesa y enseña tiene que hacerle ver los errores en que desgraciadamente se encuentran los que llamándose cristianos, no tienen la verdadera religión de Cristo.
A su vez, los "separados" piensan que ellos son los que están en posesión de la verdad y nosotros en el error. Para que el diálogo con la Iglesia fuera sincero y fructuoso, deberían empezar por admitir siquiera la duda de la posición en que se encuentran. Si no dudan, la Iglesia debe, al menos, sembrar en ellos la duda, para después buscar su convencimiento. La obra apostólica de la Iglesia más que un diálogo debe ser un monólogo apologético, que siempre ha usado para convertir a los que están fuera de la verdad. Cristo no dijo a sus apóstoles: "id y dialogad", sino "id y enseñad".
Hoy se quiere imponer el diálogo hasta con los ateos; lo cual implica una verdadera contradicción. ¿Es posible dialogar entre la afirmación sincera, clara y resuelta, y la negación igualmente decidida? La táctica comunista puede simular y reclamar la aceptación del diálogo, para engañar a los incautos. El comunismo dejaría de ser comunismo en el momento mismo en que aceptase con sinceridad el diálogo con los creyentes.
Se ha abusado y se abusa enormemente del diálogo. Los que lo piden a la Iglesia y a su tradición no buscan la verdad; quieren, por el contrario defender el error y difundir la confusión. Por otra parte, en estos casos, el lenguaje de los dialogantes no es el mismo; las mismas palabras, como ya advertimos, tienen diverso sentido, y se divaga en esa moderna terminología, que no resiste la fuerza de un raciocinio constructivo.
El Cardenal Lercaro reafirmó su postura ecuménica, amplia en demasía, cuando, en su discurso, se expresó de esta manera: "Para nosotros, los cristianos de hoy, hasta ayer nos pareció, en un mundo envenenado de naturalismo, una actitud muy simple la de la comunidad primitiva de Jerusalén. Hoy, sin embargo, cuando la humanidad quiere, por lo menos, aproximarse a las posibilidades de formar una comunidad única, el interrogativo no se presenta solamente opcional y humano, sino que precede la única salida positiva del dramático dilema: o comunión de todos en el logro de los bienes, que la tierra ofrece, o la destrucción. No puede el mundo, hecho pequeño por los medios de comunicación, sostener el desnivel entre un tercio de la humanidad satisfecho y dos tercios que no comen".
Estas palabras tan graves y amenazadoras del Legado Papal nos están diciendo el sentido que para él tiene el ecumenismo, como fuerza salvífica que impida la hecatombe que nos amenaza: o comunismo, que siga los ejemplos de aquella primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, o destrucción y muerte. O nos hacemos todos una misma cosa, en crencias, en liturgia, en costumbres, en posesión de los bienes de la tierra, o nos vemos en el gravísimo peligro de una guerra nuclear. Es ya imposible que unos tengan más y otros tengan menos o no tengan nada. Es necesario sacrificar todo para salvarnos. El comunismo es la única salvación de nuestro pobre mundo: comunismo económico, comunismo ideologicico, comunismo político, comunismo religioso. El ecumenismo del Cardenal Lercaro, recordando la pequeña y primitiva munidad cristiana de Jerusalén, piensa en una humanidad reducida a una "comunidad única", en la que todos seamos iguales, todos poseamos lo mismo, todos tengamos una misma religión universal, unos mismos ritos o la misma libertad para inventarlos y un solo gobierno, el gobierno mundial mesiánico del judaismo internacional.
Al terminar los discursos, las lecturas y los cantos, que figuraban en el programa de las celebraciones de este día ecuménico, los representantes de las iglesias cristianas unieron sus voces para hacer una oración comunitaria por el ecumenismo perfecto. ¿Pensarían "los hermanos separados", en aquellos momentos, en la posibilidad siquiera de abrazar nuestra fe y renunciar a sus errores? Seguramente no. Aquellas celebraciones sólo podían servir para confirmar su credo, sentirse más seguros de su postura y considerar a la Iglesia Católica en humillante reconocimiento de su intransigencia del pasado. ¡Con razón Don Sergio, el de Cuernavaca afirmó una vez que la Iglesia no era la única depositaría de la verdad! Ese día ecuménico pasará en la historia del Catolicismo de América Latina como un día gris y de pronósticos inquietantes.
Habían sido fraternalmente invitadas las siguientes iglesias y comunidades: "Sociedades Bíblicas Unidas", "Comisión Provisoria pro Unidad Evangélica Latinoamericana", "Iglesia Ortodoxa Griega", "Consejo de Obispos Metodistas de América Latina", "National Council of Churches of Christ Latinamerican División", "Arzobispado Suramericano del Patriarcado de Moscú", "Iglesia Episcopaliana", "Seminario Público Latinoamericano", "Comunidad de Taizé", "Federación Luterana Mundial".
En el Osservatore Romano, el sacerdote francés Charles Boyer, jefe de la Organización Ecuménica Internacional "Unitas", criticó severamente a los católicos, que comulgan con los no católicos, violando las enseñanzas de la Iglesia. El artículo del Osservatore (19 de Agosto 1968) hace referencia a dos incidentes, en los que algunos católicos se unieron recientemente con los no católicos para recibir la comunión. La primera vez, en París, el Domingo de Pentecostés, y la segunda, en Upsala, Suecia, durante la reciente conferencia del Concilio Mundial de las Iglesias. El P. Boyer dice que la Iglesia Católica sostiene que la Eucaristía es "el signo de unidad" y que, por lo tanto, no son permitidas las comuniones mixtas, mientras las iglesias permanezcan divididas. "Estando divididas las iglesias, escribe, el espectáculo de unidad que se hace, (en las comuniones mixtas), es solamente exterior y la división continúa vigente; solo que se percibe con mayor fuerza". ¿No podríamos aplicar estas palabras a esas ceremonias ecuménicas del Concilio Eucaristico de Bogota, en las que los representantes de los "hermanos separados" seguian divididos y alejados de nosotros, y su presencia en nuestra liturgia, en ocasión tan solemne, no hacía sino confundir y desorientar a nuestro pueblo católico?
Recordó la participación de nuestra Iglesia Católica en el Concilio Mundial de las Iglesias y abogó por una nueva reunión, que se traduzca en hechos más concretos todavía.
Conceptuó que es muy complaciente saber que, desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica Romana se ha abierto también al movimiento ecuménico y que por eso crea una esperanza más cercana.
Habló el "obispo'' alemán de que no solamente ha existido la reforma luterana, sino LA REFORMA, en muchos sectores religiosos, y que incluso esa palabra ya se está introduciendo en la Iglesia Católica Romana.
Este discurso, que no podemos, ni debemos llamar homilía, ni sermón, ni predicación evangélica, pronunciado por un señor, que no es obispo, aunque así se denomine, porque no ha recibido consagración alguna de la sucesión apostólica, es, en un último análisis, un derrumbe total de la contra-reforma, emprendida en la Iglesia de Dios, la única fundada por Cristo, bajo el mandato y dirección de Pedro, por aquellos santos maravillosos, con que Dios enriqueció a su Iglesia y la dotó de nuevos refuerzos para defensa contra sus enemigos.
La reforma Luterana, la cual el así llamado "obispo" agradece a Dios, se presenta invitada oficialmente por la Jerarquía Católica, delante del pueblo católico de todo el mundo, delante del Legado y representante del Papa, en aquel Congreso Eucarísitco Internacional, no para reconocer y confesar sus errores; no para aceptar las verdades definidas, en Trento, como dogmas infalibles de nuestra fe católica y apostólica, como verdades incluidas en el Depósito de la Divina Revelación, sino para afirmar que la reunión de todas las Iglesias, que se dicen cristianas, aunque entre sí difieran en doctrina, es la cristiandad, es la "única, santa, católica y apostólica Ecclesia". Luego la Iglesia Romana indebidamente se atribuye exclusivamente esos títulos, esas características, esas notas distintivas de la verdadera y única Iglesia, que fundó Jesucristo. Es una injusticia —a juicio del "obispo" luterano— el habernos encerrado nosotros los católicos en ese exclusivismo. Todas las denominaciones cristianas, sin distinción de credos, formamos parte de la cristiandad, es decir, de esa Iglesia UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTOLICA, QUE FUNDO JESUCRISTO.
La opresión del régimen de Hitler unió, dice el "obispo" luterano, a católicos y evangélicos. Este dolor, este sentimentalismo nos da la clave de ese singularísimo concierto entre la verdad y el error, entre la Iglesia Católica y las sectas protestantes. ¡La mentira de Ulises! ¡El embuste de los seis millones de víctimas de judíos, sacrificados por el Nacismo! ¡Con razón la Revista LOOK publicó aquel famoso artículo: "Como los Judíos cambiaron el pensamiento católico"! Lo cambiaron tanto que, en Bogotá, parecía que la Reforma y Trento se habían reconciliado públicamente, ante todo el mundo. IESUS AUTEM TACEBAT! ¡Y Jesús callaba. ..!
Nuestra participación en el Concilio Mundial de las Iglesias —enigmática y dolorosa para los que seguimos pensando con el monolítico pensamiento de la Iglesia de antaño— no tiene, ni puede tener otro sentido que un acto de cortesía o de política, una manifestación de buena voluntad, para facilitar así el que "los separados" reconozcan sus errores y acepten la sana y auténtica doctrina, que ha enseñado siempre el Magisterio infalible de la Iglesia. Un Concilio Universal, en el que tomasen parte con igualdad de derechos todas las denominaciones cristianas y la verdadera y única Iglesia de Cristo, no sería posible; porque para que haya un verdadero Concilio se necesita que sea convocado por el Papa, que sea dogmático y que todas sus definiciones y decisiones sean por el Papa ratificadas y promulgadas. Es decir, se necesita que todos los conciliares acepten la autoridad suprema y definitiva del Romano Pontífice y que sean católicos.
No se puede negar que, después del Vaticano II, ha quedado una especie de psicosis conciliar, una ansia de reforma permanente, un querer moldear la doctrina, la moral, la liturgia, la disciplina, la ascética, la mística de la Iglesia, para llegar, como dijo el "obispo" luterano, a "hechos más concretos todavía": a un Concilio Universal, en el que todos tengamos voz y voto; en el que el voto democrático y colegial —según el principio de corresponsabilidad del Primado de Bélgica— pueda imponer a todos las nuevas creencias, las nuevas estructuras religosas de las Iglesias, en una beatífica hermandad de amor y de paz: LA RELIGION DE LA HERMANDAD UNIVERSAL.
El "obispo" luterano, en su discurso, nos da a entender que la Reforma de Lutero ha sido ya admitida en la Iglesia Católica Romana. Es la misma afirmación del reformador obispo de Cuernavaca, Don Sergio VII, a quien respaldan sus hermanos en el Episcopado, cuando dijo: "Lutero tenía razón. Su error estuvo en haber querido hacer su 'reforma' fuera de la Iglesia".
Después del discurso del "obispo" luterano y siguiendo el programa, el ministro luterano iberoamericano Antonio Lara (no creemos temerario el sospechar que es un renegado del catolicismo) hizo una oración ecuménica, a la que dócilmente se unieron todos los católicos allí presentes, presididos por Sus Excelencias y Eminencias Reverendísimas.
Vino la segunda "homilía", el segundo discurso ecuménico del ministro anglicano Samuel Pinzón. Su nombre y apellido no parecen ser muy anglicanos, pero su fe sí lo era. Concentró sus palabras en definir los puntos sobre los cuales su Iglesia anglicana podría aceptar una unión, y dijo que indudablemente ella sólo podrá lograrse bajo la palabra del Evangelio (interpretado naturalmente por ellos). Reclamó un cambio de estructuras, pero no sólo en los gobiernos, sino también en las Iglesias. Apoyó la idea del Cardenal Lercaro sobre el desarrollo de los pueblos, expresada por el jerarca católico en la inauguración del XXXIX Congreso Eucarístico Internacional. Aclaró que en Colombia no es posible pensar en una unión de iglesias, mientras siga vigente el Concordato sobre la misión de territorios y otros derechos exclusivos.
"Es necesario que la Iglesia Católica se enfrente en un diálogo franco con las demás iglesias, pero que este diálogo no sea sólo a nivel episcopal y clerical, sino también sea a nivel del pueblo, del laicado. Los cristianos de Colombia, no pertenecientes a la Iglesia Romana, vemos una gran diferencia entre las relaciones ecuménicas de la Iglesia Romana, practicadas en Europa y Norteamérica y las mismas relaciones ecuménicas en España y en América latina y especialmente en Colombia. Vemos contradictoria, por una parte, la declaración del Concilio Vaticano sobre la libertad religiosa y los derechos humanos, promulgada por el Papa Juan XXIII y, por otra parte, las limitaciones que rigen en estos países. Es necesario que se suprima todo aquello que impide el libre diálogo. Esperamos que en la segunda Conferencia de Obispos (el CELAM), cuando se hable de los problemas socioeconómicos religiosos de los países de América Latina, se incluya también, en la agenda, el Concordato de 1887 y el Convenio de Misiones, como un obstáculo para poder establecer un verdadero diálogo ecuménico".
Analizando estas palabras, dichas por un ministro anglicano, en una solemnidad católica, a la que había sido invitado por la Jerarquía Católica, encontramos lo que para los hermanos separados significan las palabras de Juan XXIII sobre los derechos del hombre, en la "PACEM IN TERRIS", la declaración sobre LA LIBERTAD RELIGIOSA del Vaticano II y el "DIALOGO ECUMENICO" de la ECCLESIAM SUAM de Paulo VI. Todas estas pastorales enunciaciones significan para "los hermanos separados" el pluralismo religioso, no tan sólo de hecho sino de derecho; es decir la aceptación de nuestra parte, para evitar enojosas divisiones y pleitos entre hermanos, del proselitismo apostólico que entre nuestros católicos quieran hacer las sectas protestantes, los judíos y los propagandistas de otras religiones.
Esto, en el fondo, es pretender igualar las religiones todas. Para complacer a "los hermanos separados" hay que eliminar todas las legítimas defensas, que la preservación de nuestra fe exige y que tan sabia y celosamente había establecido la Iglesia pre-conciliar. ¡Que esté el veneno al alcance de todos, aunque sean muchos los que se intoxiquen y mueran!
El "diálogo" es siempre peligroso. Lo fue desde que por vez primera la mujer se puso a dialogar con la serpiente. Para que fuese fructífero sería necesario que las dos partes dialogantes fuesen iguales y tuviesen siempre la misma sinceridad, la misma buena fe. En el caso presente, la Iglesia Católica, infaliblemente segura de su doctrina, no puede colocarse ni puede tomar la misma actitud de los "hermanos separados", por muy sinceros que los supongamos. La misma seguridad que tiene y debe tener la Iglesia de la doctrina que profesa y enseña tiene que hacerle ver los errores en que desgraciadamente se encuentran los que llamándose cristianos, no tienen la verdadera religión de Cristo.
A su vez, los "separados" piensan que ellos son los que están en posesión de la verdad y nosotros en el error. Para que el diálogo con la Iglesia fuera sincero y fructuoso, deberían empezar por admitir siquiera la duda de la posición en que se encuentran. Si no dudan, la Iglesia debe, al menos, sembrar en ellos la duda, para después buscar su convencimiento. La obra apostólica de la Iglesia más que un diálogo debe ser un monólogo apologético, que siempre ha usado para convertir a los que están fuera de la verdad. Cristo no dijo a sus apóstoles: "id y dialogad", sino "id y enseñad".
Hoy se quiere imponer el diálogo hasta con los ateos; lo cual implica una verdadera contradicción. ¿Es posible dialogar entre la afirmación sincera, clara y resuelta, y la negación igualmente decidida? La táctica comunista puede simular y reclamar la aceptación del diálogo, para engañar a los incautos. El comunismo dejaría de ser comunismo en el momento mismo en que aceptase con sinceridad el diálogo con los creyentes.
Se ha abusado y se abusa enormemente del diálogo. Los que lo piden a la Iglesia y a su tradición no buscan la verdad; quieren, por el contrario defender el error y difundir la confusión. Por otra parte, en estos casos, el lenguaje de los dialogantes no es el mismo; las mismas palabras, como ya advertimos, tienen diverso sentido, y se divaga en esa moderna terminología, que no resiste la fuerza de un raciocinio constructivo.
El Cardenal Lercaro reafirmó su postura ecuménica, amplia en demasía, cuando, en su discurso, se expresó de esta manera: "Para nosotros, los cristianos de hoy, hasta ayer nos pareció, en un mundo envenenado de naturalismo, una actitud muy simple la de la comunidad primitiva de Jerusalén. Hoy, sin embargo, cuando la humanidad quiere, por lo menos, aproximarse a las posibilidades de formar una comunidad única, el interrogativo no se presenta solamente opcional y humano, sino que precede la única salida positiva del dramático dilema: o comunión de todos en el logro de los bienes, que la tierra ofrece, o la destrucción. No puede el mundo, hecho pequeño por los medios de comunicación, sostener el desnivel entre un tercio de la humanidad satisfecho y dos tercios que no comen".
Estas palabras tan graves y amenazadoras del Legado Papal nos están diciendo el sentido que para él tiene el ecumenismo, como fuerza salvífica que impida la hecatombe que nos amenaza: o comunismo, que siga los ejemplos de aquella primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, o destrucción y muerte. O nos hacemos todos una misma cosa, en crencias, en liturgia, en costumbres, en posesión de los bienes de la tierra, o nos vemos en el gravísimo peligro de una guerra nuclear. Es ya imposible que unos tengan más y otros tengan menos o no tengan nada. Es necesario sacrificar todo para salvarnos. El comunismo es la única salvación de nuestro pobre mundo: comunismo económico, comunismo ideologicico, comunismo político, comunismo religioso. El ecumenismo del Cardenal Lercaro, recordando la pequeña y primitiva munidad cristiana de Jerusalén, piensa en una humanidad reducida a una "comunidad única", en la que todos seamos iguales, todos poseamos lo mismo, todos tengamos una misma religión universal, unos mismos ritos o la misma libertad para inventarlos y un solo gobierno, el gobierno mundial mesiánico del judaismo internacional.
Al terminar los discursos, las lecturas y los cantos, que figuraban en el programa de las celebraciones de este día ecuménico, los representantes de las iglesias cristianas unieron sus voces para hacer una oración comunitaria por el ecumenismo perfecto. ¿Pensarían "los hermanos separados", en aquellos momentos, en la posibilidad siquiera de abrazar nuestra fe y renunciar a sus errores? Seguramente no. Aquellas celebraciones sólo podían servir para confirmar su credo, sentirse más seguros de su postura y considerar a la Iglesia Católica en humillante reconocimiento de su intransigencia del pasado. ¡Con razón Don Sergio, el de Cuernavaca afirmó una vez que la Iglesia no era la única depositaría de la verdad! Ese día ecuménico pasará en la historia del Catolicismo de América Latina como un día gris y de pronósticos inquietantes.
Habían sido fraternalmente invitadas las siguientes iglesias y comunidades: "Sociedades Bíblicas Unidas", "Comisión Provisoria pro Unidad Evangélica Latinoamericana", "Iglesia Ortodoxa Griega", "Consejo de Obispos Metodistas de América Latina", "National Council of Churches of Christ Latinamerican División", "Arzobispado Suramericano del Patriarcado de Moscú", "Iglesia Episcopaliana", "Seminario Público Latinoamericano", "Comunidad de Taizé", "Federación Luterana Mundial".
En el Osservatore Romano, el sacerdote francés Charles Boyer, jefe de la Organización Ecuménica Internacional "Unitas", criticó severamente a los católicos, que comulgan con los no católicos, violando las enseñanzas de la Iglesia. El artículo del Osservatore (19 de Agosto 1968) hace referencia a dos incidentes, en los que algunos católicos se unieron recientemente con los no católicos para recibir la comunión. La primera vez, en París, el Domingo de Pentecostés, y la segunda, en Upsala, Suecia, durante la reciente conferencia del Concilio Mundial de las Iglesias. El P. Boyer dice que la Iglesia Católica sostiene que la Eucaristía es "el signo de unidad" y que, por lo tanto, no son permitidas las comuniones mixtas, mientras las iglesias permanezcan divididas. "Estando divididas las iglesias, escribe, el espectáculo de unidad que se hace, (en las comuniones mixtas), es solamente exterior y la división continúa vigente; solo que se percibe con mayor fuerza". ¿No podríamos aplicar estas palabras a esas ceremonias ecuménicas del Concilio Eucaristico de Bogota, en las que los representantes de los "hermanos separados" seguian divididos y alejados de nosotros, y su presencia en nuestra liturgia, en ocasión tan solemne, no hacía sino confundir y desorientar a nuestro pueblo católico?
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