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domingo, 16 de junio de 2013

Universalidad de la mediación de la Bienaventurada Virgen María

     Que todas las gracias, sin excepción alguna, nos vienen por intercesión de María.—Estado de la cuestión.—Pruebas intrínsecas.— Algunas series de testimonios en los que aparece que está encerrada implícitamente la conclusión.

     I. Llegó la hora de volver a la cuestión concerniente a la universalidad de la mediación de María, para darle, si es posible, una solución más completa.
     Comencemos por determinar su sentido y su alcance. El lector no habrá olvidado que hay dos partes, dos funciones que considerar en la obra de la salvación: la adquisición del tesoro de la gracia y la distribución que se hace de este mismo tesoro a través del espacio y del tiempo. La cuestión presente no es si la Santísima Virgen ha cooperado con Jesucristo, pero en un orden inferior y secundario, a la adquisición de todas las gracias, sin exceptuar ninguna. Este punto ya no ofrece dificultad y, encerrada en estos límites, la cuestión debe ser manifiestamente resuelta en sentido afirmativo. Si; todas las gracias nos han venido por María, puesto que nos ha dado libremente al Autor de la gracia y con El todas ellas.
     Pero, una vez más lo diremos, la cuestión presente no es ésta. Ya no indagamos si María ha concurrido a llenar hasta los bordes las fuentes del Salvador; lo que nos preocupa en este momento es únicamente la distribución que se hace de esas aguas divinas entre los hombres, para la salvación de sus almas. Y, para concretar más la cuestión, no nos preguntamos ya si el derecho a todas las gracias que nos ha devuelto la Pasión de Cristo lo debemos secundariamente a la nueva Eva, a su cooperación, ni tampoco tenemos que indagar ahora si hay gracia alguna que no se pueda conseguir por María, sino de hecho todas las gracias, absolutamente todas las gracias, de cualquier naturaleza que sean, nos son concedidas con dependencia de la actual mediación de María. Este va a ser el objeto de la discusión presente, porque todo lo demás está demostrado como de indiscutible certidumbre. Hemos dicho objeto de la discusión presente. Efectivamente, ha habido sobre este punto, aun entre católicos, opiniones diversas, como lo diremos más adelante, cuando llegue la ocasión de examinar las objeciones contra la tesis afirmativa.
     Ahora bien; por estas gracias, de las cuales ninguna nos es dispensada sin la cooperación de la Virgen bienaventurada, es preciso entender todas aquellas que nos ha merecido Cristo; en otros términos, todo lo que por su naturaleza se dirige a producir, a conservar, a perfeccionar, a consumar en nosotros la vida sobrenatural y divina; por consiguiente, tanto la gracia santificante, forma y principio intrínseco de nuestra filiación divina, como las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, y todos los socorros particulares que son necesarios, ya para obrar con miras a la salvación, ya para resistir victoriosamente a los enemigos internos y externos que puedan ser obstáculo a nuestra tendencia hacia el fin de nuestra creación; en una palabra, todos los beneficios que pertenecen al orden sobrenatural.
     También debemos prenotar, antes de venir a las pruebas, cómo es preciso representarse esta influencia universal de María en la aplicación de la gracia. Es cosa evidente que si iguala a la mediación de Jesús en cuanto a la universalidad, difiere esencialmente en cuanto a la virtud, puesto que depende de ella y sólo por ella tiene valor. No tenemos necesidad tampoco de advertir que la intervención de María en la distribución de las gracias no supone una casualidad física y se reduce, salvo en determinado número de casos particulares, a una intervención moral; es decir, que se hace por vía de intercesión. Por consiguiente, sería desconocer el estado de la cuestión el querer invalidar los argumentos sacados de la autoridad de los Padres en favor de la solución afirmativa, bajo el pretexto de que hablan de intercesión, de oración, de súplica en vez de atribuir la distribución de las gracias a la Santísima Virgen, como a su causa eficiente y física (
Veremos luego que los adversarios de la influencia universal de la bienaventuranda Virgen han caído en semejante error). Entendido en este sentido, el papel de María en la dispensación de las gracias sobrenaturales, en cuanto a la substancia, debería ser no limitado con restricciones, sino simplemente rechazado.
     Añadamos la última observación. Quien haya comprendido bien el oficio que, según la doctrina católica conviene a la Madre de Dios en la aplicación de los méritos y de la Pasión del Salvador, no puede tener difilcutad en concebir cómo todos los favores divinos se nos conceden por su oración, porque da lo mismo, en cuanto al modo de intervención, el conseguir más o menos gracia. Que la intercesión de esta Virgen bienaventurada haga descender algunas gracias o que las obtenga todas, la eficacia de su oración será diferente, mas siempre será un hecho esencialmente ajustado a la misma ley.
     Esta discusión comprenderá dos partes principales: en la primera, entrarán las pruebas de lo que generalmente se ha convenido en llamar creencia piadosa; la segunda tendrá por objeto echar por tierra los argumentos contrarios y, a veces además, los volveremos en su favor.

     II. Los sostenedores de la creencia piadosa se apoyan en dos géneros de pruebas: la autoridad de las razones intrínsecas y la autoridad de los testimonios. Comenzaremos por las primeras. Ahora bien; a decir verdad, estas razones intrínsecas las hemos ya desarrollado en su mayor parte. Vuélvase a leer lo que exponíamos en el primer capítulo del libro V: medítese todo y se verá que todo lleva a una conclusión, que es la afirmación a cuya demostración se enderezan nuestras indagaciones actuales, afirmación que Bossuet expresaba con las enérgicas palabras ya citadas, palabras que queremos transcribir de nuevo, porque volverán a poner ante los ojos del lector el resumen más bello y más substancioso de esta doctrina: "Habiéndonos Dios querido dar a Jesucristo por la Santísima Virgen, los dones de Dios son sin arrepentimiento (Rom., XI. 29), y este orden no cambia ya. Es y será siempre verdad que habiendo recibido por su caridad el principio universal de la gracia, recibiremos también por su conducto las diversas aplicaciones de ella, en todos los diferentes estados que componen la vida cristiana. Habiendo su caridad maternal contribuido a nuestra salvación en el misterio de la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, contribuirá eternamente a ella en todas las demás operaciones, que no son sino dependencias de la misma (Bossuet, Serm. pobre la Inmaculada Concepción, en el Adviento de Saint-Germain).
     Sin tratar de reproducir una por una todas las razones presentadas en otros lugares, recordemos someramente las principales, para hacer resaltar la conclusión de que se trata.
     María, decíamos, constiuída Madre de los Hombres y solemnemente declarada como tal en el Calvario, debe concurrir actualmente a su nacimiento, a su formación, al desarrollo de su vida sobrenatural y divina. Ahora bien; no es la formación sola, sino toda la formación; no es sólo el desarrollo, sino todo el desarrollo de sus hijos el que cae bajo la solicitud de la madre. Pues viendo este desarrollo y esta formación obra de la gracia, es forzoso que toda gracia venga a los hijos de Dios por medio de su madre. De otra suerte, algo faltaría a su ministerio maternal. No sería madre en la entera, total y perfecta acepción de la palabra.
     Presentemos la misma idea bajo un punto de vista algo distinto. ¿A qué tienden las gracias divinas, todas las gracias sin excepción? A perfeccionar en nosotros la imagen de Cristo, a hacernos otro Cristo por imitación del primogénito; pero un Cristo completo. Jesucristo, concebido de nuevo, crece y se desarrolla cuando la vida sobrenatural entra en nosotros, se arraiga y se perfecciona. Y esta es por entero, sin restricción alguna, obra del Espíritu Santo. Por consiguiente, debe ser también toda entera y sin limitación obra de la Santísima Virgen. Haced, en efecto, que María no intervenga sino de una manera intermitente; entonces habrá momentos en los cuales el Espíritu Santo operará sólo estos grados de formación, que se producirán sin María. Ya no será Jesucristo íntegramente, adecuadamente, el conceptus et natus de Spiritu Sancto et Maria Virgine, que nos predican los símbolos. ¿Cómo, en efecto, la acción de María estaría indisolublemente asociada a la del Divino Espíritu? ¿Cómo el Cristo místico sería tan de Ella, por completo, como la persona física del mismo Cristo, si se supone que hay gracias en cuya dispensación no tiene parte alguna la maternal influencia de María?
     La Redención del Calvario, decíamos también, y la obra de Santificación que se prosigue en cada uno de los hombres durante el curso de los siglos, no son hechos aislados el uno del otro, sino una sola e idéntica obra del Mediador. Por esta causa, así como toda gracia es el precio de la sangre de Jesucristo, absolutamente ninguna llega a los hombres independientemente de Jesucristo. Por tanto, la Santísima Virgen, que ha obtenido, como nueva Eva, junto al nuevo Adán, una cooperación universal en el primer acto de la mediación de Cristo, debe también cooperar universalmente en su orden al segundo, es decir, a la dispensación actual de las gracias.
     Contemplemos, como ya lo hemos hecho, a la Eva de la Nueva Alianza. Sabemos que debe estar con su Hijo, luchando contra el dragón infernal y aplastándole la cabeza. Esta es la razón primordial de su presencia en el Calvario, cuando tuvo lugar la batalla decisiva que debía asegurar el triunfo de Jesucristo. Ahora bien; esta lucha irá prosiguiéndose en cada uno de nosotros hasta el fin de los siglos, y todas las gracias que bajan del cielo no tendrán más que un fin: fortificar la raza de la mujer para que salga plenamente victoriosa de sus combates contra el enemigo de la salvación y contra sus auxiliares. Así, pues, por esta razón también, María debe ser, con Jesucristo, la dispensadora de todas las gracias, puesto que el combate y el triunfo de su Hijo son también los suyos.
     En las operaciones de la divina sabiduría —añadíamos— lo más encierra lo menos, cuando el más y el menos se refieren al mismo orden. Ahora bien; es, seguramente, una cosa más importante el cooperar a llenar las fuentes del Salvador que el ser el canal distribuidor de las aguas. He aquí por qué todos los justos, fuera de la Santísima Virgen, aun cuando concurran en la medida que les corresponde a la aplicación de los méritos de Cristo, no han tenido la más pequeña parte en la obra capital de la Redención. Siendo, pues, cierto que la adquisición de las gracias se ha hecho con el concurso de María, es de toda conveniencia que Ella coopere actualmente a la universal distribución de las mismas. En otros términos, pero sin salir del mismo orden de ideas, puesto que el autor de la gracia nos ha sido dado todo entero por la Virgen su Madre, es también de justicia que toda gracia nos sea dispensada por Ella.
     No olvidemos tampoco la asociación constante, universal, absoluta, que hemos comprobado entre la Madre y el Hijo. ¿Por qué romperla o, al menos, alterarla cuando se trate de la distribución de los favores divinos? Por todas partes hemos encontrado el grupo indisoluble de Jesús y María. ¿Con qué derecho se les quiere desunir en esta o en la otra circunstancia, cuando aparecen generalmente unidos en casos análogos? Si tantas gracias no se nos conceden más que por la intercesión de María, que provoca la mediación de Jesús, ¿qué razón hay para que otras sean independientes de la intercesión de María, cuando los títulos que tiene para intervenir permanecen invariablemente los mismos?
     Finalmente, la piadosa creencia tiene su confirmación en aquellos dos misterios que meditamos particularmente. Juan, en el seno de su Madre, y los Apóstoles, en el Cenáculo, no reciben ningún don sino por intervención e intercesión de la Madre de Dios. Efusión de gracia santificante, habitación del Espíritu Santo, don de profecía, don de lengua, don de milagros, confirmación en gracia, todo, en una palabra, desciende de ellos y sobre ellos por Ella. Ahora bien; estos son hechos en los que plugo a Dios revelarnos, de un modo sensible, tanto los favores que El quiere derramar perpetuamente sobre su Iglesia como la manera con que le deben ser comunicados. La consecuencia, pues, siempre es la misma: Dios quiere que recibamos todo, en el orden de la gracia, absolutamente todo, por María. 

     III. La conclusión, lejos de quedar quebrantada, será confirmada de un modo manifiesto por la autoridad de los testimonios. Antes de aducir los textos particulares, señalemos, ante todo, tres o cuatro clases genéricas de afirmaciones doctrinales, en las que la piadosa creencia nos parece implícitamente testificada, no por tales o cuales doctores particulares, sino, puede decirse, que por el universal consentimiento de los fieles y de los maestros.
     Los protestantes, y nos da vergüenza añadir algunos católicos, siguiendo su ejemplo, han censurado la Salve Regina. Estos títulos de nuestra vida, nuestra dulzura, nuestra esperanza, dados por la Iglesia misma a la Madre de Dios, son escándalo y blasfemia para ellos, porque, a su entender, es atribuir a la criatura lo que sólo a Dios o a Cristo pertenece. Ahora bien; si hay una cosa manifiesta, es que la Iglesia entera, bajo todas las latitudes y desde los tiempos más remotos, en los cantos litúrgicos, de cuelquiera manera que se les designe; en las homilías, en los panegíricos, en una palabra, en todo género de monumentos y de obras en honor de la Virgen, toda la Iglesia, repetimos, sin exceptuar las partes otras veces unidas a la Silla de San Pedro y desde largo tiempo separadas, ha saludado constantemente a María, no sólo con estos títulos, sino con una muchedumbre de otros igualmente atribuidos por la Sagrada Escritura y la enseñanza católica a Cristo, nuestro Medianero y Salvador.
     ¿Queréis la prueba? Leed de nuevo la gran obra de Passaglia sobre la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Allí, María se nos presenta como luz que alumbra al mundo entero; como fuente viva y perpetua de la inmortalidad, de toda gracia y de toda santidad; como la verdadera vid, vid fecunda, siempre florida y siempre cargada del racimo que da divina alegría. Ella es el hálito de los cristianos, la raíz de la libertad devuelta a la especie humana. Más aún: es la causa de la salvación, la madre de la salvación universal, la salud de los miembros fieles, la salvación del mundo, la salvación de todos los hombres, hasta los últimos confines de la tierra. Es el principio común de nuestra felicidad, de nuestra renovación; en una palabra, de todos los bienes; la reparadora y la restauradora de la familia humana; la redención de los mortales. Aquella por quien hemos pasado de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. ¿Qué más diremos? Celebrada es como verdadero propiciatorio del mundo, como causa universal de la deificación, puente real por el que la tierra se une con el cielo, esperanza de los cristianos y su única esperanza, nuestro refugio, nuestra fuerza, el recurso único de la humanidad caída. Esto será lo que leeréis bajo todas las formas, en todas las lenguas, no una vez sola, sino diez y cien veces (
Passaglia. De immaculata Deiparae semper Virginia conceptu. sect. VI, c. 4. páginas 1403-1490). Acusad ahora a la Iglesia romana de haber exagerado hasta la impiedad, en estos últimos tiempos, las fórmulas con las cuales sus teólogos y doctores han exaltado la influencia de la dichosísima Virgen, o más bien, confesar que es consecuente consigo misma, cuando resume en algunas palabras lo que los siglos cristianos han profesado tan abiertamente.
     Bien sabemos que estas expresiones, por idénticas que sean en apariencia con las que la fe católica emplea para expresar la excelencia de la mediación de Cristo, tienen sus temperamentos. Nadie, como no sea un ciego o un mal intencionado, puede engañarse con ellas. Cuando los textos afirman de María lo que en el rigor de los términos es esencialmente propio de Cristo, dejan ver con propiedad, por el contexto y otras mil circunstancias, que todo eso no le pertenece a la Madre sino secundariamente y con dependencia del Hijo. No está junto a El, en el mismo plano; lo que El tiene por sí mismo. Ella no lo tiene sino por participación. Por eso, cuando se la compara, no ya con el resto de la familia humana, sino con Cristo Redentor, su Hijo, aparece como la primera de las salvadas, las primicias de la salvación, la rescatada por excelencia, sublimis redempta (
Idem, ibid. p. 418). Pero, teniendo estas reservas en cuenta, no deja de ser verdad que María participa, en una medida incomunicable a las demás criaturas, en todo lo que encierran las fórmulas señaladas más arriba, cuando se las emplea hablando del mismo Salvador Jesucristo.
     Ahora bien; las fórmulas, en su totalidad al menos, no son restrictivas. Se aplican no sólo a la adquisición de las gracias, sino también a su distribución; en otros términos, a la obra entera de la salvación y de la santificación. Por consiguiente, y esta es la conclusión a la que queríamos llegar, comulgando María tan de cerca y tan completamente en las funciones del Salvador, debe tener una influencia universal en la distribución de las gracias. Por tanto, advertidos de que esta influencia, comparada con la de Jesucristo, es de un orden diferente, nada nos la presenta como inferior a Ella, desde el punto de vista que ahora nos interesa, que es el de la extensión (
Excusado es decir, sin embargo, que es necesario establecer una restricción, que se refiere a la misma Virgen, pues ha recibido dones que no eran ni podían ser concedidos por la intercesión de sus propias plegarias).
     Pasemos ya a la segunda clase de testimonios. Se recordará cuántas veces hemos oído dar a María el título tan dulce para los miserables de Reina y Madre de misericordia; en tal forma Reina y Madre de misericordia, que el Señor, haciendo en algún modo dos partes de su imperio, ha reservado una para si solo y confiado la otra, es decir, la de la misericordia, a María. Segun esto, he aquí el sencillo razonamiento que se ofrece naturalmente al espíritu. Todos los dones de gracia hechos por la bondad divina y merecidos por el Redentor, pertenecen al departamento de la misericordia. No tan sólo son favores puramente gratuitos, como los bienes sobrenaturales concedidos a los ángeles o al hombre en su primera creación; tienen este carácter especial que vienen a buscarnos en nuestra degradación, en nuestra indignidad, en nuestra decadencia. Es la infinita misericordia, que se inclina compasiva hacia los miserables para levantarlos, enriquecerlos y divinizarlos.
     Suponed ahora que algunas gracias nos sean dadas independientemente del concurso y de la intercesión de la Santísima Virgen. ¿Sería entonces universal y absolutamente Madre y Reina del imperio de la Misericordia? Que un soberano de la tierra intervenga a veces en el gobierno de una provincia, con exclusión de aquel que la administra bajo su autoridad, lo concebimos. Quizá no lo había previsto todo; quizá se da cuenta de que aquel gobernador subalterno carece de prudencia, que busca mejor sus intereses que los de su príncipe, que oprime o descontenta a los pueblos, ¿quién sabe? Mas nada de esto es de temer cuando es el Padre de las Misericordias el que hace a la Virgen Reina del reino de la misericordia. Por tanto, si puede hablarse de esta suerte, sería hacer a ésta como un desafuero y dar una pena sensible a su corazón maternal y real el obrar entre los hombres una obra de misericordia a la cual esta Reina y esta Madre permaneciera extraña.
     Tercera clase de testimonio. La Iglesia, toda entera, forma un cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, y de la que somos miembros. Estos miembros —hablamos de los que viven sobre la tierra— no están igualmente unidos con su cabeza. De aquellos que están vivos en el cuerpo vivo de Cristo, a aquellos que no le pertenecen sino por su destinación, hay muchos grados. Mas cualquiera que sea el grado de su unión, es ley que toda influencia vital, y, por consiguiente, todo don de gracia, descienda de la cabeza a los miembros, de Cristo a los hombres. He aquí por qué los desgraciados que están totalmente excluidos del cuerpo místico de Jesucristo, es decir, los réprobos, están también totalmente privados de los bienes celestiales.
     Ahora bien; ¿cuál es, según una multitud incontable de testimonios, el oficio y la posición de María en el cuerpo de Cristo? Es como el cuello del mismo. Lo cual nos vuelve a llevar a la conclusión ya sacada. Efectivamente; en el cuerpo humano, por el cuello y sólo por él, comunica la cabeza a las otras partes de nuestro organismo, el movimiento y la sensibilidad de la cual es centro principal. Así, pues, la metáfora en cuestión responde maravillosamente a la piadosa creencia.
     No nos extrañamos, por consiguiente, de oír al grave Belarmino emplearla en este sentido: "Cristo —dice— es la Cabeza de la Iglesia, y María es su cuello. Todas las gracias, todos los favores, todas las influencias celestiales vienen de Cristo, como de la cabeza y todas descienden al cuerpo por María, como en el organismo humano la cabeza vivifica a los miembros por medio del cuello. Hay en el cuerpo del hombre dos manos, dos hombros, dos brazos, mas sola una cabeza y un solo cuello. Asimismo, en la iglesia veo varios Apóstoles, mártires, confesores y vírgenes, mas no hay más que un solo Hijo de Dios, una sola Madre de Dios" (
Robert. Bellarmin, Conc. 42 de Nativ. B. Marine Virg.. t. VI, pp. 501-502. Colon. Agrip. 1617), y más abajo, añade: "Así como un miembro que quisiera recibir las influencias de la cabeza, mas rehusara recibirlas por mediación del cuello, se secaría y moriría, así los herejes que esperan gracia y vida de Jesucristo, pero no las quieren recibir de la reina del cielo, permanecen y permanecerán siempre áridos" (Idem, ibid.. p. 504).
     Así traducía Belarmino nuestra metáfora. Otros, como Raimundo Jordán (
Contemplat. de B. Virg., p. I, cont. 13) y Ricardo de San Lorenzo (De Laudib. M. V., 1. V, c. 2. n. 41 y 43), han añadido algunos rasgos más o menos arbitrarios; pero la idea principal es la misma siempre, la que San Bernardo expresó de un modo tan admirable en su sermón del Acueducto. Porque viene a significar lo mismo para María ser el cuello de la Iglesia y el acueducto o canal por el que las aguas de la gracia se han esparcido sobre nosotros para fecundizar nuestras almas.
     Otra clase de testimonios, en los que nuestra piadosa creencia parece, por lo menos, contenida implícitamente, se compone de fórmulas como estas: "No hay salvación sin la protección de María". "Implorar los divinos favores sin la dependencia de María, es querer volar sin alas".
     Dejando a un lado, por ahora, estas dos ideas, que tendremos ocasión de desarrollar más adelante, nos contentamos con sacar de ellas su consecuencia natural. Menester es que María sea para con nosotros la dispensadora de todas las gracias, puesto que no se puede alcanzar la salvación ni hallar al Salvador ni a la gracia fuera de Ella. Porque si hubiera para nosotros otro canal de las gracias, si el corazón de Dios las derramase por otras manos que las suyas, no existiría ya la imposibilidad significada por estos textos; no se podría ya decir, con San Germán de Constantinopla: "Nadie se salva sino por Vos, ¡oh, Madre de Dios!; nadie se escapa de los peligros sino por Vos, ¡oh, Virgen Madre!; nadie recibe don alguno de Dios sino por Vos, ¡oh, llena de gracias!" (
Serm. in Dormit. B. M. V., 2, P. G., XCVIII, 349). No sería posible hacer decir al alma fiel a la Virgen, con Ricardo de San Lorenzo: "Atraedme hacia Vos, al olor de vuestros aromas"; por lo menos, añadiendo esta glosa: "Ella pide ser atraída por María", pues de igual modo que el Hijo ha dicho al Padre: "Nadie viene al Padre sino por mí", asimismo parece decir de María: "Nadie puede venir a mí si mi Madre no le trae por sus oraciones".
     No se podría afirmar tampoco, con San Antonio de Florencia: "Así como es imposible que aquellos de los que María aparta los ojos de su misericordia sean salvos, así forzoso es que sean justificados y glorificados aquellos hacia los cuales los vuelva, orando por ellos"; ni con San Anselmo: "Así como, ¡oh, bienaventurada!, todo hombre que se aparta de Vos y que Vos dejáis, perecerá necesariamente, así será necesariamente salvo el que a Vos se vuelva y al que Vos miráis".
     Recordemos la última serie de testimonios, en que la misma creencia parece encerrada, en equivalencia. Ya los hemos apuntado cuando comparábamos la Mediación de la bienaventurada Virgen con la de los demás Santos, desde el punto de vista de la universalidad.
     ¿Oraría la Iglesia, en efecto, tan constante y universalmente a su Madre? ¿Recurriría a su intercesión en todas sus peticiones? ¿Uniría indisolublemente a las invocaciones que hace al Mediador sus súplicas a la Medianera? Y el Espíritu Santo, que la regula en su culto como en su creencia, ¿le sugeriría este orden de oración, si María no fuera con Jesús canal obligado de todos los beneficios del cielo, y si nos fuera posible recibirlos independientemente de su maternal intervención?

J.B. Terrien, S.J.
LA MADRE DE DIOS Y LA MADRE DE LOS HOMBRES

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