CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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UNA MANCHA INDELEBLE DE LA IGLESIA: LA INQUISICION Y SUS HOGUERAS
Nada puede oponerse más a la libertad de espíritu y a la dulzura predicada por Jesús como la Inquisición católica y la crueldad de sus hogueras. (P. L.—Marcas. R. G.—Mantua.)
Mientras agradezco a Monseñor Landucci su amable respuesta a mi objeción (número 17), me permito invitarle a pasar de la cuestión de principio a la de hecho (histórico). ¿Cómo realmente se puede explicar la «tradicional moderación» de la Iglesia, cuando la Historia nos presenta hechos dolorosos y desagradables: hogueras, persecuciones, etc.? ¿No le parece, reverendo Monseñor, que la Inquisición y sus sustitutos fueron «modos de ser de los tiempos» un tanto discutibles aun desde el punto de vista moral?
Sabemos, es verdad, que la ejecución de la sentencia estaba entonces confiada a la autoridad civil, pero ¿por qué la Iglesia no impidió jamás semejantes aberraciones? (R. G.— . Mantua,)
Ciñéndome a responder a P. L., no he olvidado un inciso sobre el mismo tema del señor R. G. de Mantua, a quien dirigí la respuesta número 17, el cual ha vuelto ahora a repetirlo y a desarrollarlo. No lo toqué entonces, porque me habría llevado fuera de la cuestión.
Ahora es el momento.
Es inútil en descargo llegar a un acuerdo con el poder civil. Prescindamos, por brevedad, de la Inquisición más posterior de España, que tuvo una fisionomía especial, con gran aspecto del factor nacional y político, y quedémonos con la primera Inquisición medieval.
La Iglesia la quiso: hay que reconocerlo lealmente. El principio de la represión de la herejía con penas no sólo espirituales, sino temporales se afirma en 1139 en el canon 23 del II Concilio de Letrán, presidido por Inocencio II: «Los herejes que niegan el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, el bautismo de los niños, el sacerdocio y los demás órdenes y condenan el matrimonio, son expulsados de la Iglesia de Dios como herejes; Nos los condenamos y ordenamos al poder civil que los reprima. Nos incluímos en la misma sentencia a quienquiera que tome su defensa...» Progresivamente se acentuó la organización para descubrir —inquirir, de ahí el nombre de Inquisición— a los herejes, hasta llegar a Gregorio IX, que de 1231 a 1234 instituyó tribunales regionales presididos por inquisidores permanentes.
Y entonces a la mente —alimentada por prejuicios de moda y narraciones de los textos escolares— se ofrece un cuadro que mueve a desprecio: por un lado espíritus nobles —precursores de los tiempos— que reivindican el sagrado derecho de la «libertad» de pensamiento, y por otro la Inquisición tiránica que los aplasta. Por un lado, la razón, por el otro la superstición. Pero ésta no es más que «libre» fantasía para una picante novela punzante.
El problema de la libertad de pensamiento, como hoy nos es familiar, era, en cambio, desconocido en aquel tiempo, y ni siquiera se planteaba, lo cual cambia por completo la valoración psicológica de los hechos y las relativas responsabilidades.
Frente a la Inquisición estaba el pensamiento de los Cátaros y de los demás movimientos similares que pululaban en aquella época —que fueron la razón fundamental de la institución de aquel tribunal—, del cual véanse algunas flores doctrinales: la naturaleza humana es esencialmente mala, por proceder respectivamente en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo de los dos principios eternos y opuestos del Universo, admitidos por los maniqueos. Dios y Satanás. El alma está, por tanto, en el cuerpo como en una cárcel, de la que es bueno anticipar se libere, mediante el suicidio, especialmente dejándose morir de hambre («resistencia»), y entre tanto renunciando a las actividades terrenas, todas diabólicamente contaminadas por la presencia del cuerpo. La mayor perfección sería, pues, sentarse en una silla y quedarse allí inerte como un tronco de árbol. El matrimonio, que sirve para encarcelar a otras almas en los cuerpos, es satánico, y la relación sexual un embrutecimiento. Pero si la continencia resulta difícil, es mucho mejor desahogarse con el infecundo concubinato y otras bajezas que no se pueden nombrar. Asi que, para purificar al alma, basta, en trance de muerte, un falso bautismo llamado consolamentum. Y así sucesivamente.
Y ahora, buenísimos lectores, preguntaos de qué lado estaban el oscurantismo y la superstición.
Ni se trataba sólo de herejía y superstición teórica, porque se atacaba prácticamente y se destruía la misma célula social, la familia, no sólo creando el odio al matrimonio, sino alejando mutuamente a los cónyuges que ya lo habían contraído. Un conjunto de otras doctrinas impedía además la fidelidad a las autoridades constituidas y la sumisión a los tribunales humanos, creando una actitud esencialmente anárquica. Los sectarios estaban además tan estrechamente unidos y eran tan fanáticos en odiar a todo el resto de la sociedad no cátara, como si fuese otra raza humana con la que estuviese prohibido relacionarse. A veces incluso se organizaron en formaciones armadas agresivas, por ejemplo con Tanchela, en Flandes, de 1108 a 1125, y se entregaron a las peores violencias.
Era, pues, un peligro mortal, no sólo para la religión cristiana, sino para la misma sociedad civil.
Y si se piensa, con estupor, que regiones enteras resultaron contagiadas, se comprende perfectísimamente —sin querer evidentemente aprobar los excesos que hubiese podido cometer personalmente uno u otro inquisidor— que la Iglesia había instituido un tribunal apto para defender la propia existencia y la de la vida civil. Era un sagrado deber de ella.
Surge más bien una consulta histórica. ¿Cómo pudieron movimientos ideales y prácticos tan fanáticos y antinaturales extenderse tanto, como para justificar, hasta cierto punto, esa enérgica Intervención represiva?
Ciertamente, una de las razones fue el haber dejado que ello corriese hacía demasiado tiempo.
No se puede fundadamente negar que la Iglesia, como sociedad perfecta, divinamente responsable de la unidad de la fe, tuviese el derecho de actuar incluso coercitivamente —pidiendo la oportuna ayuda del brazo secular— contra el delito de herejía (jurídicamente «delito», en cuanto exteriormente manifestada), no como medio, se entiende, de conquista para extender la cristiandad, sino para defender a la cristiandad constituida y sometida a su jurisdicción. Y era un derecho que entonces se le reconocía universalmente. Y además, viendo ella hacía siglos deslizarse errores y herejías, había huido siempre el recurrir a la fuerza, empleando para su lucha las solas armas espirituales. Pero tuvo que ceder al fin ante la grave situación de hecho y las continuas presiones de los príncipes, que se veían en la práctica el efecto socialmente nefasto de aquellos errores.
Es típico el siguiente episodio:
Bajo Alejandro III (1159-1181), cuando el arzobispo de Reims, hermano del rey Luis VII, espantado del progreso de los Cátaros, se preparaba para una enérgica acción represiva, los herejes apelaron al Papa. La vacilación del Padre Santo, por evitar durezas e injusticias, se manifestó al punto en una respuesta al arzobispo: «Es mejor absolver culpables que habérselas, por un exceso de severidad, con la vida de inocentes...; la indulgencia es más propia de los eclesiásticos que la dureza.» Era el eco fiel de la mansedumbre del Evangelio. Pero veamos al rey a la carga, con esta curiosa carta (1162) al Papa, la cual aclara toda la situación: «Nuestro hermano, el arzobispo de Reims, al recorrer recientemente Flandes, encontró allí hombres descarriados por las más funestas doctrinas, seguidores de la herejía de los maniqueos; los hechos han demostrado que son bastante peores de lo que parecen. Si su secta sigue desarrollándose, será un gran mal para la fe... De vuestra prudencia un toque de atención muy especial a esta peste y suprímala antes de que pueda aumentar. Se lo ruego por el honor de la fe cristiana: dé completa libertad al arzobispo en este asunto; él destruirá a los que así se alzan contra Dios; alabarán su justa severidad todos los que, en este país están animados de una verdadera piedad. Si obráis de otro modo no se acallarán las murmuraciones fácilmente y desencadenaréis contra la Iglesia romana los violentos reproches de la opinión". Es preciso fijarse también en la última frase, que era exactísima. Contra aquellos herejes existía la aversión violenta del pueblo. Una acción enérgica contra ellos correspondía a lo que hoy llamamos la opinión pública.
Finalmente, en 1179, en el Concilio de Letrán, Alejandro III publicaba una especie de cruzada contra los herejes, aun recalcando los principios de mansedumbre y el respeto al hecho de la conciencia, recordando que al clero le horrorizaba la sangre y que se trataba de reprimir a los que «no se contentaban con profesar su error en secreto, sino que lo manifestaban públicamente".
Había llegado el momento de expulsar, como Jesús, a los que profanaban el templo.
Hoy tenemos todos que deplorar los poderes dictatoriales y extensivos de que se aprovecharon los inquisidores, la tortura y las hogueras. Pero si queremos hacer historia y no novela, no debemos olvidar que la Iglesia permitió todo eso —contra su tradicional orientación y su práctica tradicional— impulsada por la presión de los poderes civiles y de la opinión pública y por la gravedad del peligro, un poco como en la guerra cuando legítimamente se crean tribunales excepcionales.
La hoguera contra los herejes, por ejemplo, se remonta al emperador Federico II (1231) y en Inglaterra al Parlamento que lo decretaba contra los lolardos (1401) (Herejes del siglo XIV, cuyo jefe, W. Lollard, fue Quemado en Colonia en 1332. Nota del traductor). Repetidamente intervino luego la Iglesia contra los abusos inevitables en semejantes tribunales humanos, especialmente en España.
Sin embargo, cuidadosos de no caer en la evidente ingenuidad de juzgar todo esto con la mentalidad de hoy, o sea con nuestras costumbres bajo tantos aspectos felizmente civilizadas. Eran la época en que los soldados iban cubiertos con coraza. Todo entonces era más duro. Y el procedimiento inquisitorial y la penalidad toda estaban regulados por la severa unidad de medida, acorde con la Jurisprudencia y el espíritu de los tiempos.
Pero hubo una mesura siempre mucho menos grave por parte de la Inquisición con los herejes que por la parte contraria —y en épocas mucho más avanzadas— con los católicos.
Prescindiendo de las hogueras utilizadas por los protestantes—famosa es la despiadada con que Calvino mató en 1553 a Servet—, basta leer las torturas de los presos católicos en Inglaterra, asimismo en tiempo de la reina Isabel, para horripilarse. Al beato Briant, martirizado en 1581, le clavaron agujas debajo de las uñas de las manos y de los pies y de una manera despiadada lo estiraron en el potro. En Glasgow, el mártir Olg lvie durante nueve dias lo tuvieron sin dormir con puñales y agujas. La Torre de Londres, donde se encerraba a los presos, fue llamada por el historiador protestante Froude (1818-1894) «la muerte viviente». El cardenal Fisher, aunque octogenario, fue encerrado en ella durante un año y condenado a muerte (1535) por Enrique VIII, sólo por haber dicho en una conversación privada que el rey no era el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, obteniendo por gracia especial el ser sólo decapitado. Realmente, el suplicio de los católicos reos de no haber reconocido la supremacía religiosa del rey y de haber asistido a Misa solía ser bastante más cruel que el de los crímenes de alta traición. Eran arrastrados sobre un zarzo por los caminos y luego ahorcados. Pero cortaban la cuerda antes de que muriesen; la víctima palpitando era tendida sobre un cepo, donde se le abría el vientre y se le cortaban lentamente los intestinos, de modo que se prolongase la agonía y al fin le arrancaban el corazón. El cuerpo despedazado luego se exponía asi al público. El historiador protestante Rafael Holinsed, colaborador con Harrison en la gran Crónica de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1578), afirmó que el número de los católicos muertos en Inglaterra por Enrique VIII es de 72.000. Guillermo Cobbett en la Historia de la Reforma protestante en Inglaterra e Irlanda (1824-1827) afirma a su vez que Isabel en un solo año mandó matar a más personas que la Inquisición en tres siglos.
¿Qué haría hoy la Iglesia si reconquistase una autoridad tan poderosa como en el pasado? Volvería a defender de nuevo la fe enérgicamente, pero, indudablemente, desarrollando hasta el extremo el nuevo espíritu de libertad y de dulcificación de las costumbres, que tiene sus íntimas raíces en el Evangelio y se desarrolló en el seno mismo de la Iglesia.
Lo que debe hacernos pensar, en cambio, es que ciertos métodos de otros tiempos se han renovado —y agravado— en defensa de los más graves errores, por los movimientos totalitarios, hoy: hasta los millones de victimas de la despiadada inquisición bolchevique. Precisamente porque están en el polo opuesto del Evangelio y de la Iglesia.
Ahora es el momento.
Es inútil en descargo llegar a un acuerdo con el poder civil. Prescindamos, por brevedad, de la Inquisición más posterior de España, que tuvo una fisionomía especial, con gran aspecto del factor nacional y político, y quedémonos con la primera Inquisición medieval.
La Iglesia la quiso: hay que reconocerlo lealmente. El principio de la represión de la herejía con penas no sólo espirituales, sino temporales se afirma en 1139 en el canon 23 del II Concilio de Letrán, presidido por Inocencio II: «Los herejes que niegan el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, el bautismo de los niños, el sacerdocio y los demás órdenes y condenan el matrimonio, son expulsados de la Iglesia de Dios como herejes; Nos los condenamos y ordenamos al poder civil que los reprima. Nos incluímos en la misma sentencia a quienquiera que tome su defensa...» Progresivamente se acentuó la organización para descubrir —inquirir, de ahí el nombre de Inquisición— a los herejes, hasta llegar a Gregorio IX, que de 1231 a 1234 instituyó tribunales regionales presididos por inquisidores permanentes.
Y entonces a la mente —alimentada por prejuicios de moda y narraciones de los textos escolares— se ofrece un cuadro que mueve a desprecio: por un lado espíritus nobles —precursores de los tiempos— que reivindican el sagrado derecho de la «libertad» de pensamiento, y por otro la Inquisición tiránica que los aplasta. Por un lado, la razón, por el otro la superstición. Pero ésta no es más que «libre» fantasía para una picante novela punzante.
El problema de la libertad de pensamiento, como hoy nos es familiar, era, en cambio, desconocido en aquel tiempo, y ni siquiera se planteaba, lo cual cambia por completo la valoración psicológica de los hechos y las relativas responsabilidades.
Frente a la Inquisición estaba el pensamiento de los Cátaros y de los demás movimientos similares que pululaban en aquella época —que fueron la razón fundamental de la institución de aquel tribunal—, del cual véanse algunas flores doctrinales: la naturaleza humana es esencialmente mala, por proceder respectivamente en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo de los dos principios eternos y opuestos del Universo, admitidos por los maniqueos. Dios y Satanás. El alma está, por tanto, en el cuerpo como en una cárcel, de la que es bueno anticipar se libere, mediante el suicidio, especialmente dejándose morir de hambre («resistencia»), y entre tanto renunciando a las actividades terrenas, todas diabólicamente contaminadas por la presencia del cuerpo. La mayor perfección sería, pues, sentarse en una silla y quedarse allí inerte como un tronco de árbol. El matrimonio, que sirve para encarcelar a otras almas en los cuerpos, es satánico, y la relación sexual un embrutecimiento. Pero si la continencia resulta difícil, es mucho mejor desahogarse con el infecundo concubinato y otras bajezas que no se pueden nombrar. Asi que, para purificar al alma, basta, en trance de muerte, un falso bautismo llamado consolamentum. Y así sucesivamente.
Y ahora, buenísimos lectores, preguntaos de qué lado estaban el oscurantismo y la superstición.
Ni se trataba sólo de herejía y superstición teórica, porque se atacaba prácticamente y se destruía la misma célula social, la familia, no sólo creando el odio al matrimonio, sino alejando mutuamente a los cónyuges que ya lo habían contraído. Un conjunto de otras doctrinas impedía además la fidelidad a las autoridades constituidas y la sumisión a los tribunales humanos, creando una actitud esencialmente anárquica. Los sectarios estaban además tan estrechamente unidos y eran tan fanáticos en odiar a todo el resto de la sociedad no cátara, como si fuese otra raza humana con la que estuviese prohibido relacionarse. A veces incluso se organizaron en formaciones armadas agresivas, por ejemplo con Tanchela, en Flandes, de 1108 a 1125, y se entregaron a las peores violencias.
Era, pues, un peligro mortal, no sólo para la religión cristiana, sino para la misma sociedad civil.
Y si se piensa, con estupor, que regiones enteras resultaron contagiadas, se comprende perfectísimamente —sin querer evidentemente aprobar los excesos que hubiese podido cometer personalmente uno u otro inquisidor— que la Iglesia había instituido un tribunal apto para defender la propia existencia y la de la vida civil. Era un sagrado deber de ella.
Surge más bien una consulta histórica. ¿Cómo pudieron movimientos ideales y prácticos tan fanáticos y antinaturales extenderse tanto, como para justificar, hasta cierto punto, esa enérgica Intervención represiva?
Ciertamente, una de las razones fue el haber dejado que ello corriese hacía demasiado tiempo.
No se puede fundadamente negar que la Iglesia, como sociedad perfecta, divinamente responsable de la unidad de la fe, tuviese el derecho de actuar incluso coercitivamente —pidiendo la oportuna ayuda del brazo secular— contra el delito de herejía (jurídicamente «delito», en cuanto exteriormente manifestada), no como medio, se entiende, de conquista para extender la cristiandad, sino para defender a la cristiandad constituida y sometida a su jurisdicción. Y era un derecho que entonces se le reconocía universalmente. Y además, viendo ella hacía siglos deslizarse errores y herejías, había huido siempre el recurrir a la fuerza, empleando para su lucha las solas armas espirituales. Pero tuvo que ceder al fin ante la grave situación de hecho y las continuas presiones de los príncipes, que se veían en la práctica el efecto socialmente nefasto de aquellos errores.
Es típico el siguiente episodio:
Bajo Alejandro III (1159-1181), cuando el arzobispo de Reims, hermano del rey Luis VII, espantado del progreso de los Cátaros, se preparaba para una enérgica acción represiva, los herejes apelaron al Papa. La vacilación del Padre Santo, por evitar durezas e injusticias, se manifestó al punto en una respuesta al arzobispo: «Es mejor absolver culpables que habérselas, por un exceso de severidad, con la vida de inocentes...; la indulgencia es más propia de los eclesiásticos que la dureza.» Era el eco fiel de la mansedumbre del Evangelio. Pero veamos al rey a la carga, con esta curiosa carta (1162) al Papa, la cual aclara toda la situación: «Nuestro hermano, el arzobispo de Reims, al recorrer recientemente Flandes, encontró allí hombres descarriados por las más funestas doctrinas, seguidores de la herejía de los maniqueos; los hechos han demostrado que son bastante peores de lo que parecen. Si su secta sigue desarrollándose, será un gran mal para la fe... De vuestra prudencia un toque de atención muy especial a esta peste y suprímala antes de que pueda aumentar. Se lo ruego por el honor de la fe cristiana: dé completa libertad al arzobispo en este asunto; él destruirá a los que así se alzan contra Dios; alabarán su justa severidad todos los que, en este país están animados de una verdadera piedad. Si obráis de otro modo no se acallarán las murmuraciones fácilmente y desencadenaréis contra la Iglesia romana los violentos reproches de la opinión". Es preciso fijarse también en la última frase, que era exactísima. Contra aquellos herejes existía la aversión violenta del pueblo. Una acción enérgica contra ellos correspondía a lo que hoy llamamos la opinión pública.
Finalmente, en 1179, en el Concilio de Letrán, Alejandro III publicaba una especie de cruzada contra los herejes, aun recalcando los principios de mansedumbre y el respeto al hecho de la conciencia, recordando que al clero le horrorizaba la sangre y que se trataba de reprimir a los que «no se contentaban con profesar su error en secreto, sino que lo manifestaban públicamente".
Había llegado el momento de expulsar, como Jesús, a los que profanaban el templo.
Hoy tenemos todos que deplorar los poderes dictatoriales y extensivos de que se aprovecharon los inquisidores, la tortura y las hogueras. Pero si queremos hacer historia y no novela, no debemos olvidar que la Iglesia permitió todo eso —contra su tradicional orientación y su práctica tradicional— impulsada por la presión de los poderes civiles y de la opinión pública y por la gravedad del peligro, un poco como en la guerra cuando legítimamente se crean tribunales excepcionales.
La hoguera contra los herejes, por ejemplo, se remonta al emperador Federico II (1231) y en Inglaterra al Parlamento que lo decretaba contra los lolardos (1401) (Herejes del siglo XIV, cuyo jefe, W. Lollard, fue Quemado en Colonia en 1332. Nota del traductor). Repetidamente intervino luego la Iglesia contra los abusos inevitables en semejantes tribunales humanos, especialmente en España.
Sin embargo, cuidadosos de no caer en la evidente ingenuidad de juzgar todo esto con la mentalidad de hoy, o sea con nuestras costumbres bajo tantos aspectos felizmente civilizadas. Eran la época en que los soldados iban cubiertos con coraza. Todo entonces era más duro. Y el procedimiento inquisitorial y la penalidad toda estaban regulados por la severa unidad de medida, acorde con la Jurisprudencia y el espíritu de los tiempos.
Pero hubo una mesura siempre mucho menos grave por parte de la Inquisición con los herejes que por la parte contraria —y en épocas mucho más avanzadas— con los católicos.
Prescindiendo de las hogueras utilizadas por los protestantes—famosa es la despiadada con que Calvino mató en 1553 a Servet—, basta leer las torturas de los presos católicos en Inglaterra, asimismo en tiempo de la reina Isabel, para horripilarse. Al beato Briant, martirizado en 1581, le clavaron agujas debajo de las uñas de las manos y de los pies y de una manera despiadada lo estiraron en el potro. En Glasgow, el mártir Olg lvie durante nueve dias lo tuvieron sin dormir con puñales y agujas. La Torre de Londres, donde se encerraba a los presos, fue llamada por el historiador protestante Froude (1818-1894) «la muerte viviente». El cardenal Fisher, aunque octogenario, fue encerrado en ella durante un año y condenado a muerte (1535) por Enrique VIII, sólo por haber dicho en una conversación privada que el rey no era el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, obteniendo por gracia especial el ser sólo decapitado. Realmente, el suplicio de los católicos reos de no haber reconocido la supremacía religiosa del rey y de haber asistido a Misa solía ser bastante más cruel que el de los crímenes de alta traición. Eran arrastrados sobre un zarzo por los caminos y luego ahorcados. Pero cortaban la cuerda antes de que muriesen; la víctima palpitando era tendida sobre un cepo, donde se le abría el vientre y se le cortaban lentamente los intestinos, de modo que se prolongase la agonía y al fin le arrancaban el corazón. El cuerpo despedazado luego se exponía asi al público. El historiador protestante Rafael Holinsed, colaborador con Harrison en la gran Crónica de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1578), afirmó que el número de los católicos muertos en Inglaterra por Enrique VIII es de 72.000. Guillermo Cobbett en la Historia de la Reforma protestante en Inglaterra e Irlanda (1824-1827) afirma a su vez que Isabel en un solo año mandó matar a más personas que la Inquisición en tres siglos.
¿Qué haría hoy la Iglesia si reconquistase una autoridad tan poderosa como en el pasado? Volvería a defender de nuevo la fe enérgicamente, pero, indudablemente, desarrollando hasta el extremo el nuevo espíritu de libertad y de dulcificación de las costumbres, que tiene sus íntimas raíces en el Evangelio y se desarrolló en el seno mismo de la Iglesia.
Lo que debe hacernos pensar, en cambio, es que ciertos métodos de otros tiempos se han renovado —y agravado— en defensa de los más graves errores, por los movimientos totalitarios, hoy: hasta los millones de victimas de la despiadada inquisición bolchevique. Precisamente porque están en el polo opuesto del Evangelio y de la Iglesia.
BIBLIOGRAFIA
A. S. Turbeville: Medieval heresy and the Inquisition, Londres. 1920
J. Guiraud: Histoire de l'Inquisition au Moyen age, París, 1935;
E. Vacandart: Inquisition, DThC., VII, Págs. 2.016-68;
E. Vacandart: Inquisition, DThC., VII, Págs. 2.016-68;
J. Guiraud: Inquisition, DAFC., II, 823-890;
G. Mollat: Inquisizione EC VII páginas 43-9.
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