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martes, 25 de junio de 2013

TESTIGOS DE LA MEDIACIÓN UNIVERSAL

Todas las gracias, sin excepción alguna, nos vienen por mediación de María.—Notas preliminares.—Testimonios "explícitos" y sin número en favor de esta piadosa opinión.—Controversias de los siglos XVII y XVIII.—Esclarecimiento y solución de las principales dificultades.

     I. Antes de citar los testimonios particulares y de hacer comparecer a los testigos, conviene hacer dos advertencias. La primera, que es, sin contradicción, la más importante, es que la cuestión actual no había sido ni directamente propuesta ni explícitamente debatida hasta estos últimos siglos. No decimos que ninguno de los Padres antiguos, ninguno de los antiguos doctores no haya, de un modo equivalente y aun formal, afirmado la conclusión defendida por nosotros; tendremos pronto una prueba de lo contrario. Lo que decimos es que ocurrió durante largo tiempo como con la Inmaculada Concepción, por ejemplo. No se trataba de uno de esos problemas sobre los que se fijara expresamente la atención de los doctores. Sólo a partir del siglo XV, los escritores católicos empezaron a tratarlo ex profeso en sus escritos, y aun hay que descender más para hallar la propuesta como tesis de trabajos especiales. Por consiguiente, no debe causar extrañeza el encontrarla tanto menos extensa y distintamente expresada, cuanto más nos remontamos por el curso de los tiempos. Esta ha sido la suerte de todas las verdades que la Iglesia ha definido, o, por lo menos, aceptado universalmente en tiempos más próximos a nosotros; v. gr., la Inmaculada Concepción, la Infalibilidad pontificia o la Asunción corporal de María.
     Mas, por el hecho mismo de que la universalidad de la mediación de la bienaventurada Virgen acude naturalmente a los puntos de la pluma de los panegirista, sin que piensen en demostrarla, sin que parezcan darse cuenta de que se la pudiera contradecir, queda probado suficientemente cuán profundas raíces la piadosa creencia había echado en los corazones.
     La segunda advertencia se refiere a la certidumbre de la doctrina. No tenemos la pretensión de probar que cae bajo el dominio de la fe, ni que es doctrina obligatoria, como si fuera un pecado ponerla en duda. Por consiguiente, no es esta conclusión tampoco la que debemos sacar de los testimonios. Nos bastará que la enuncien para que los consideremos como favorables. Quizá un día, gracias al desarrollo de la doctrina, esta tesis, libremente discutida aún, llegará a ser aboslutamente obligatoria, y como algunos se complacen en predecirlo, ocupará, tal vez, su puesto entre las verdades definidas por la Iglesia. Dejamos a otros el cuidado de estudiarlo.
     Viniendo, pues, a los testimonios explícitos, se les puede dividir en dos series. La primera comprende los textos pertenecientes a los siglos en que la cuestión no estaba aún expresamente ni provocada ni discutida. En la segunda se contienen los textos de los escritores eclesiásticos de los últimos tiempos, desde el siglo XVII hasta nuestros días.
     Por lo que hace a la primera serie, no son necesarias nuevas citas, después de los sufragios con sobreabundancia emitidos en nuestro libro V. ¿Acaso no hemos oído el concierto universal de voces que desde el Oriente hasta el Occidente proclaman con San Bernardo el grande y solemne principio: Es voluntad de Dios que todo bien nos venga del cielo por manos de María? Y esta voz de los siglos cristianos, lejos de ser contradicha por la Iglesia, ha recibido de ella una preciosa y valiosa confirmación cuando, en nuestros días, días, León XIII, después de Benedicto XIV, Pío IX y la liturgia católica, la ha repetido, dándole su soberana aprobación. Ahora bien; quien dice todo, nada exceptúa. ¿Por qué íbamos a restringir una fórmala tan clara que nada limita en el contexto, y con qué derecho lo haríamos? Si no apareciese sino rara vez y como de paso, a hurtadillas, o bien, si el autor de ella fuera algún escritor de poca importancia, uno de esos hombres cuya palabra no merece tener eco en el pensamiento de los demás, podríase sospechar alguna exageración en la fórmula o en la idea. Mas, lo repetimos, no es este el caso actual. Son doctores teólogos y Santos los que la han predicado, defendido, consignado en sus escritos, y, como decíamos ahora mismo, los Pontífices y la liturgia de la Iglesia no han temido proclamarla después de aquéllos. La cuestión podría, por consiguiente, considerarse resuelta. Si hasta aquí no habíamos sacado esta conclusión definitiva, es que era preciso separar lo que es incontestable e incontestado de lo que no era tan universalmente cierto para todos.

     II. A partir del siglo XVII, la piadosa creencia se convierte en un problema expresamente expuesto y debatido por los maestros en sus obras (Esto es lo que da más peso a las palabras de los Soberanos Pontífices. Sabían, cuando las pronunciaban, que serían un apoyo a favor de las tesís que sustentamos). Ahora bien; este examen y estas discusiones no han tenido otro resultado final que el hacer más manifiesta la persuasión común. Ocurre con este punto de doctrina, guardadas todas las distancias debidas, como ocurrió con la creencia en la Inmaculada Concepción de María, cuando a la era de la posesión tranquila sucedió la del estudio y las controversias. Si hay opositores, los defensores van creciendo en número y el acuerdo en unanimidad. Esto es lo que se trata de demostrar por medio de afirmaciones más recientes y con los hechos.
     Uno de los primeros autores que expusieron el problema y pesaron las razones en pro y en contra, fué el Padre Teófilo Raynaud, en sus Dípticos de María (
P. II, punct. 10, n. 13. Opp., t. VII, 223-224). La conclusión por él sacada es que la opinión ''según la cual todos los bienes espirituales serían actualmente impetrados para nosotros por la Santísima Virgen, es piadosa, satis, pia"; pero que no le parece estar apoyada sobre una base bastante firme para hacerla suya en absoluto. Ciertamente, no es por falta de amor a la Santísima Virgen por lo que él retrocede así ante la afirmación de tan hermoso privilegio. No, seguramente, porque existen pocos teólogos que hayan hablado tanto y tan bien acerca de sus verdaderas grandezas. Juzgando en cuanto es posible, por las razones que trae para motivar su oposición, el Padre Teófilo Raynaud no ha considerado ni conocido bastante los textos, en los cuales no solamente es a María, como a aquella que nos ha dado al Autor de la gracia, sino a María orando por nosotros ante el trono de la misericordia, a quien se atribuye el privilegio de ser para nosotros Medianera universal de los favores divinos.
     Si dejamos a un lado protestantes como Rivet (
Andrés Rivet, 1. II, Apol. pro Maria, Opp. Theol., t. III) y como el autor de los Avisos saludables a sus devotos indiscretos, no sabemos qué otros autores pudieran citar de los tiempos que siguieron que hayan desechado la piadosa creencia. Como quiera que sea, aun aquéllos que no se atreven a pronunciarse en favor suyo, no presentan en contra razón alguna importante ni ningún testimonio autorizado. Todos sus esfuerzos se reducen a atenuar la fuerza de los argumentos traídos por los defensores. Mas si la piadosa creencia cuenta pocos adversarios, en cambio son muchos los autores que desde entonces la han, no solamente adoptado, sino, además, apoyado sobre razones verdaderamente sólidas y aun, a juicio nuestro, moralmente ciertas. Lejos estamos de pretender dar la lista completa. Citaremos, sin embargo, las más importantes, suficientes para que el lector juzgue cuán profundas raíces ha echado por doquiera en el mundo cristiano la conclusión que defendemos.
     Advirtamos, de paso, que dos causas concurrieron a provocar en los servidores de la bienaventurada Virgen la afirmación más expresa y repetida del privilegio en cuestión. Fueron primero, hacia el final del siglo XVII, los ataques más que temerarios del autor anónimo de los Avisos contra la devoción del pueblo fiel a la Madre de Dios (
Haremos a continuación la reseña abreviada de esta polémica nacida del jansenismo). Fué, en segundo lugar, en el siglo siguiente, la inoportuna crítica de un escritor, justamente apreciado, por otra parte, a causa de sus trabajos y de su erudición en materias eclesiásticas. Hablamos de Muratori, que, bajo el pretexto especioso de prevenir o reprimir los abusos, no respetó a veces bastante la devoción en sí misma. 
     La obra de Muratori se titulaba: La dévotion bien réglée; en el texto italiano: Della regolata divozione.
     He aquí el texto mismo del autor: "El oficio de María es rogar a Dios por nosotros, interceder por nosotros, y no mandar. Santa María, ruega por nosotros, esto es lo que la Iglesia nos enseña. Ella es a la que debemos escuchar y no a las hipérboles de cualquier escritor particular, aunque sea un santo. Igualmente, podemos hallar algunas ebras en las que se afirma que ninguna gracia, ningún bien nos viene sino por manos de María. Si quiere decirse con esto sencillamente que hemos recibido por medio de esta Virgen Inmaculada a Jesús, nuestro Señor, en quien y por quien descienden sobre nosotros todas las bendiciones celestiales, nada más verdadero. Mas, por otra parte, sería un error creer que Dios y su bendito Hijo no nos conceden ni pueden concedernos gracias sin la mediación e intercesión de María. Nosotros —dice el Apóstol— no reconocemos más que un solo Dios y un solo Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (I Tim.. II, 5). Pretender que todos los favores divinos deben pasar por María, es pura exageración devota... Nadie ha creído ni soñado nunca, entre los verdaderos católicos, que los santos cuyo socorro e intercesión imploramos tengan que recurrir a la mediación de la Virgen para alcanzarnos de Dios lo que deseamos" (1. c., c. 22).
     Lamindo Pritanio —este era el seudónimo que había tomado— encontró, como pronto veremos, dos temibles adversarios: uno, en el Padre Benito Plazza, de la Compañía de Jesús; el otro, en San Alfonso de Ligorio. Juan Crisóstomo Trombelli, de los canónigos regulares de la Congregación Renana del Santísimo Salvador, resumió la controversia en su historia de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, sin atreverse a tomar parte ni por unos ni por otros; de tal modo era grande la influencia de la secta en aquella época (Se hallará este largo resumen en la Summa aurea (editada por Migne), t. IV, pp. 27-75). Se contenta con el papel de relator, tímido, e inexacto a veces. De él tomaremos las principales dificultades que se oponen a la piadosa creencia. Entre tanto, he aquí la lista que prometimos, lista que podía ser aumentada con otros muchos nombres si el tiempo permitiera interrogar a placer libros y bibliotecas (Es preciso repetirlo: esta lista parte desde el siglo XVII. Hemos citado más arriba los autores anteriores a esta época. 1. V, c. 2). A la cabeza van gran número de escritores piadosos y graves, que han compuesto las obras más estimadas sobre la Santísima Virgen; por ejemplo, los Padres Poiré (La triple couronne de la Mere de Dieu, trat. II, c. 10, § 3), Juan Crasset (La véritable dévotion envers la Sainte Vierge, p. I, tr. I, q. 5, § 2 (París, 1679), páginas 31 y sigs. El P. Crasset había dicho incidentalmente en la cuestión 4, p. 22: "Sin embargo, como el Hijo de Dios no hace ordinariamente gracia alguna a los hombres sino por intercesión de su Madre, y como la oración es el canal por el cual Dios hace correr casi todos sus dones, debemos decir de la devoción a la Virgen, con cierta proporción, lo que dice San Agustín de la oración en general: "Es cierto que Dios hace a los hombres ciertas gracias, aunque no recen, como la fe inicial y la primera gracia para orar; pero también hoy otras que nos las concede sino a la oración, como son la perseverancia final y la buenamuerte" (S. August., De bono perseverantiae, c. 16). Lo mismo digo de la devoción y de la invocación de la Virgen..."  
     Los adversarios de la piadosa creencia toman ocasión de este texto para retirar al P. Juan Crassett del número de sus adeptos. En lo cual olvidan dos cosas: la primera, que en el texto indicado por nosotros, texto en el que ha tratado la cuestión ex profeso, no hace restricciones ni reservas; la segunda, que en este pasaje primero se trata menos de la extensión de las gracias que nos vienen por la Madre de Dios, que de la necesidad de la devoción hacia ella para conseguirlas. Así como la mayor parte de las gracias no nos son concedidas independientemente de la oración, de igual modo no debemos esperarlas independientemente de nuestra devoción a esta divina Virgen. Por consiguiente, cuando se pregunta al P. Crasset: "Todas las gracias, ¿nos vienen por la intercesión de María?" "Sí —responde—, absolutamente todas." Si le preguntáis: "¿Es necesario ser devotos de la Santísima Virgen para participar de los favores divinos, y rogarla que interceda por nosotros cerca de su Hijo?" "Sí —responde también—, pero con ciertas restricciones, como para la oración en general." Lo mismo, en efecto, que hay gracias que previenen a toda oración, hay otras que Dios nos concede y que nos consigue María, antes que las huyamos pedido, por su intercesión. Pero según la regla ordinaria, y salvo las excepciones indicadas, son necesarias, para recibir los dones divinos, la oración y la devoción a la Madre de Dios, nuestra Madre. Por lo que se ve que las dos proposiciones del P. Crasset no son contradictorias y se concillan fácilmente la una con la otra), Esteban Binet (Le gran chef-d'aeuvre de Dieu, c. 8. 5 11; c. 28, § I. París, 1648), Pedro Ribadeneira (Las flores de los Santos. Fiesta de la Asunción, 15 de agosto), Eusebio Nieremberg (De la afición y amor de María, obras cristianas, t. II, p. 122; al dorso, en Sevilla, 1686), Pablo Señeri (II divoto di Maria Vergine... (In Venetia, 1678). Cómo Nieremberg prueba que María nos lo ha dado todo dándonos al autor de la salvación. Y también cómo él, añade: "Los doctores van lejos, cuando la llaman restauradora de nuestros males, mediadora entre Dios y el hombre, canal de las gracias, de las que Jesucristo es manantial, porque con eso quieren decir que continúa colmándonos de sus bondades, al concurrir a cada una de las gracias particulares que nos concede la misericordia divina en consideración del Hijo de Dios". p. I, c. 5, § 3, pp. 103-110: Cf. S§ 1 y 2, pp. 87-103. Hay una traducción francesa de esta obra del P. Señeri con el título de La véritable dévotion a Marie. Tournai, 1864), Gallifet (L'excellence et la practique de la dévotion a la Sainte Vierge. Cita, aprobándolas, las fórmulas de San Bernardo y de San Bernardino de Sena. P. I, c. 5, p. 62; c. 7, p. 193. Clermont-Ferrand, 1834), Pedro Jeanjacquot (Simples explications sur la coopération de la Tré Sainte Vierge a Voeuvre de la Rédemption, p. III, c. 3, n. 57 y sigs. (París, 1875). pp. 238 y sigs.), Hipólito Pradié, de la Compañía de Jesús (La Vierge Marie, corédemptrice du genere humain, i. V, p. 2, c. 2; t. II, pp. 103 y sigs.) y Petitalot (Abate Petitalot, Coronula Mariana, c. 4, a. 2, § 5; La Vierge Mere, c. 16, § 2).
     Añadid el Padre Justino de Miechow (
Discursus praedicabiles super Litanias Lauretanas (Ludguni, 1680; in fol.), discurs. 129, § 6, t. I, p. 307), Padre Paciuchelli (Paciuchelli, In Virginem Deiparam. He aquí el título completo de la obra: Excitationes dormitantis animae circa psalm. LXXXVI, Canticum Magníficat, Salutationem angelicam, et Salve Regina, ad colendam, laudandam et diligendam Virginem Deiparam (Venet., 1680), in fol. La excitación 15 se desarrolla toda entera sobre este privilegio de la Santísima Virgen, pp. 727 y sigs.); ambos de la Orden de Predicadores; el obispo de Loreto Benzoni (Dissert et Comment. in Cant. Magníficat, Salut. Angel, et psalm. XXVI (Venet., 1606), pp. 28 y 43); el Padre Guillermo Gibieuf, del Oratorio (De la Vie et des grandeurs de la tres Sainte Vierge Marie, Mére de Dieu, c. 20, páginas 726, 729-731. París, 1637), a San Leonardo de Puerto Mauricio (Missione... Aloc. 1° y 2°; segundo discurso de apertura, t. I, pp. 41, 44, 88. traduc. Labis, 1886), al Beato Luis Grignon de Monfort (El B Grignon de Monfort, Traité de la dévotion a la Sainte Vierge. p. I. c. 1° (París 1852) pp 14, 17, 103 et 105. "El Padre —escribe en estas últimas paginas— no ha dado ni da su Hijo sino por Ella; no se forma Hijo sino por Ella y no comunica sus gracias si no es por Ella. Dios Hijo no ha sido formado para todo el mundo en general sino por Ella; no se forma todos los días, ni es engendrado en unión del Espíritu Santo sino por Ella, y no comunica sus virtudes y sus méritos sino por Ella. El Espíritu Santo no ha formado a Jesucristo sino por Ella, y no dispensa sus dones y favores sino por Ella".  
     Véase también Le secret de Marie (nueva edición, revisada por el P. Lhoumeau), en dorde el beato afirma expresamente: "Que Dios a escogido a Maria por tesorera, ecónoma y dispensadora de todas sus gracias, de suerte que todas las gracias y todos los dones pasan por su mano" (pag. 16). No creemos que después de expresiones tan precisas sea forzoso ver una restricción en un pasaje del mismo opúsculo en que el beato dice algo muy semejante a lo que hemos leído del P. Crasset: "Dios —dice— puede comunicar por si mismo lo que ordinariamente no comunica sino por María; tampoco se puede sin temeridad negar que lo ha haga algunas veces: sin embargo, según el orden establecido por la Divina Sabiduría no lo comunica de ordinario sino por María en el orden de la gracia, como dice Santo Tomas" (ibid p. 28). Seguramente, que tomando esta frase con independencia del texto, parece contener una reserva y no conceder a María sino una influencia moralmente universal en la distribución de los dones de Dios. Mas leed lo que sigue inmediatamente: "Es preciso, para subir a unirse con Dios, servirse del mismo medio de que él se ha servido para descender hasta nosotros, para hacerse hombres y comunicarnos sus gracias, y este medio es una verdadera devoción a la Santísima Virgen." Leed también lo que precedía: "La dificultad estriba en saber encontrar verdaderamente a la divina María, para hallar toda gracia abundante", y tendréis, nos parece, medios para conciliar este pasaje con las demás afirmaciones generales del beato. Efectivamente: aunque hable no ya sencillamente del papel de Maria en la distribución de las gracias, sino más bien de la devoción que nos inclina a pedirlas para nosotros, todo se explica, como decíamos a propósito del P. Crasset. No se puede sin temeridad, aun mas, grave error, negar que Dios nos comunica gracias que no hemos pedido por medio de Maria, aunque de ordinario sea preciso honrarla y orar para recibirlas) y a Bossuet, de quien no hemos olvidado el claro y sólido testimonio, tan poderosamente fundamentado.
     He aquí ahora teólogos como los Padres Francisco Suárez (
De Mysteriis Vitae Chrísti, D. XXIII, s. 3. § 5), Cristóbal de la Vega (Theologia Mariana. Palaestra XXIX. certam. 4, n. 1725 y sigs. col. Palaes. XXX (Neapoli, 1856), t. II, pp. 402 y sigs.), Fernando de Salazar (Expositio in Proverb.. ad c. VIII, nn. 167 y sigs.; ad c. XXXI n. 108) y de Rodas (Disp. un. de Virgine María, q. 2. s. 3, § 9 ; q. 5, s. 3, in preamb. et 2 (ed. 1676), tomo II. Opp., pp. 212, 265, 267) el Padre Contenson (Theologia Mentís et Cordis, l. X, Diss. 4, c. 1, Exerc. 4; Días. 6, c. 1, specul. 1, m reflex. ; specul. 2 circa fin et in reflex.), los Padres Benito Plazza (Christianorum in Sonetos, Sanctorumque Regiam... Devotio vindícata (Panormi, 1751) p II c. 5. Cf. Causa immaculatae conceptionis B. V. M. propúgnala (Coloniae, 1751), Act II a 3, n. 134. El primer trabajo tenía por especial objeto refutar las ideas de Muratori. Se puede considerar como un compendio de esta gran obra el libro del jesuíta siciliano ¡salvador Maurici La divozione dei Christiani difesa dalla critica di L. Pritanio (1753). u. Zaccaria, Storia litteraria di Italia, t. XII, pp. 310-324. y las Annotaciones, del mismo, sobre Petau; De Incarnat., 1. XIV, c. 4, § 9. Zaccaria en su historia literaria consagra numerosas páginas a los trabajos citados más arriba del beato Plazza, y de su abreviador. Vease el t. VIII. páginas 247-276), Diego de Alarcón (Theologie scolastica, Tr. de Praedestinat.. c. 6, n. 3.), Reichemberger (Vindiciae Mariani cultus, sen nonnullae animadversiones in libellum cui titulus: Mónita Salutaria B. V. pro víndicanda contra auctorem anonymum Deiparae gloria. Animadvers. 20, p. 92, sqq. Pragae 1677) y el Padre Juan Bautista Novato (Cleric. Regul. ministrantium infirmis, de Emmentia Deiparae Virg. Mariae, c. 11, q. 4, t. II, p. 384, sq.
     Sería preciso añadir a esta lista un hermoso estudio del Padre R. M. de la Broise sobre esta proposición: "¿Nos vienen todas las gracias por la Santísima Virgen?" Etudes publicados por los Padres de la Compañía de Jesús. mayo-agosto 1896
).

     Entre los partidarios de la opinión piadosa, ninguno, a juicio nuestro, ha combatido por ello con más ardor que San alfonso de Ligorio. Primero la afirma, y después la fundamenta ex profeso en su hermoso libro de Las glorias de María (
San Alph. de Ligorio, Glorias de María, Aviso al lector. Introducción. 1 parte, c. 5 y 6; 2° parte, discurso 5° sobre la Visitación). En el capítulo quinto de la primera parte, el santo doctor había escrito: "Esta proposición: que todas las gracias nos vengan por María no agrada a cierto autor moderno, el cual, habiendo tratado con ciencia y con piedad de la verdadera y de la falsa devoción, se muestra muy avaro cuando después habla de la devoción a María, porque le niega este glorioso privilegio que le conceden sin la menor vacilación un San Germán, un San Anselmo, un San Juan Damasceno, un San Buenaventura, un San Antonino y tantos otros doctores. Este autor pretende que la proposición: Todas las gracias nos vienen por María, no es más que una hipérbole, una exageración escapada al fervor de algunos Santos..."
     Ya lo hemos hecho notar. Es a Muratori a quien el gran doctor tenía presente. El autor no tuvo tiempo para contestar a esta crítica, por lo demás muy fundada; murió en 1750, el año mismo de la publicación de Las glorias de María. Un anónimo recogió el guante, y, bajo el nombre de Lamindo Pritanio resucitado, protestó contra los pretendidos excesos cometidos en el culto a la Madre de Dios.
     El anónimo era un sobrino de Muratori, llamado Soli. Iba directamente contra el P. Plazza la carta, como claramente lo demuestra su título: Lamindi Pritanii redivivi epístola paraenetica ad P. Benedictum Plazzam e Societate Jesu, censorem minus aeinium libelli Della Regolata Divozione..., in 4° (Venetiis 1755).
     San Alfonso volvió a tomar la pluma para escribir su Respuesta a un anónimo que ha censurado el capítulo V de "Las glorias de María", respuesta que se puede leer en el tomo segundo de la misma obra. No transcribiremos más que la conclusión: "La proposición que aquí defiendo, a saber, que todas las gracias nos vienen por intercesión de María, es tenida como enteramente conforme con la piedad, y como muy probable, no sólo por mí, sino también por multitud de escritores... Por lo cual me estimaré siempre feliz de haberla abrazado y defendido, aunque no fuese más que porque esta doctrina caldea grandemente mi devoción a María, mientras que el sentimiento opuesto la enfría, lo que, a mi entender, no es un leve inconveniente".
     No fué esta la última lanza que el caballero de la bienaventurada Virgen tuvo que romper en la defensa de su culto. Se encuentra inserto en el mismo tomo segundo de las Glorias de María, un folleto, al cual tituló el Santo: Corta respuesta a la extravagante tentativa del abate Rolli para reformar la devoción a la Santísima Virgen (
Tendremos ocasión de ver qué mutilaciones sufrió la Liturgia en Francia durante el siglo XVIII, en virtud de semejantes ideas). Este abate, siguiendo los pasos de los protestantes y jansenistas, censuraba las oraciones y devociones usadas por los católicos en el culto de la Madre de Dios. Criticaba con preferencia los títulos dados a María en las Letanías Lauretanas y en la Salve, títulos que consideraba vanos, ridículos y aun malsonantes, y, por tanto, dignos de ser suprimidos universalmente. Es preciso ver con qué indignación San Alfonso, anciano de más de ochenta años, pulveriza las objeciones del malaventurado censor, y vindica a la vez el honor de la Iglesia y de su Madre.

     III. Nos falta ahora, para establecer sólidamente nuestra tesis, refutar las objeciones hechas contra Ella o contra el valor de los argumentos y de los testimonios sobre los cuales la hemos apoyado. Así también aclararemos su alcance y su significación.
     Se dice, ante todo: Jesucristo es el único Mediador; por consiguiente, ni se puede ni se debe creer de María que sea tesorera y dispensadora universal de todas las gracias.
     Respuesta. Esta argumentación, si fuera concluyente, nos obligaría nada menos que a negar, no sólo a María, sino a todos los Santos del cielo, todo poder de intercesión, toda participación en la distribución de las gracias, porque su mediación, ya sea que nos obtenga pocas gracias, ya sea que nos atraiga muchas, no deja de ser una verdadera mediación, aunque suponga la de Jesucristo y le esté subordinado. Por consiguiente, o negad sencillamente la mediación de la Virgen y la de los Santos o no opongáis a la potencia de intercesión de María la cualidad de único Mediador que corresponde a su Hijo.
     San Alfonso María de Ligorio hace notar, con razón: Una cosa es la mediación de justicia por vía de mérito, y otra la mediación de gracia por vía de intercesión. No es la misma cosa tampoco decir que Dios no puede, como el decir que no quiere concedernos gracia alguna sin intercesión de su Madre. Tanto como las primeras afirmaciones serían incompatibles con el soberano dominio de Dios sobre sus dones y la excelencia de la mediación del Salvador, tanto más las segundas concuerdan con las libres disposiciones de Dios y los providenciales destinos de María, manifestados en nuestros libros santos y en la tradición de la Iglesia.
     ¡Sea!, replican los sostenedores de la opinión contraria; mas debéis, al menos, confesar que la intercesión de los demás santos ressultaría inútil si la Santísima Virgen interviniera universalmente en la concesión de todas las gracias. ¿Para qué orarían entonces? ¿No habéis dicho que la oración de María es omnipotente?
     Ocurre con esta objeción como con la anterior: no puede extremarse, sin que se ataque a la vez a toda oración dirigida por la criatura a su Dios. ¿Por qué, diremos a este elegido del cielo, o a aquel justo de la tierra, por qué imploráis la misericordia divina? ¿Ignoráis que "Jesucristo es siempre poderoso para con aquellos que por Él se acercan a Dios, siempre vivo para interceder por nosotros"? (
Hebr.. VII, 25); o bien: ¿Pensáis que su intercesión no es universal, o que necesita que la apoyéis vosotros para conmover el corazón de Dios? Responderéis que la mediación de Cristo no excluye la de los Santos, como la causa primera tampoco excluye las secundarias o subordinadas, y tendréis razón contra los herejes; mas, ¿no veis que al refutarlos os volvéis contra vosotros mismos? Efectivamente; esta respuesta tan exacta, ¿por qué no extenderla a la mediación de María? ¿Será preciso que la Madre de Dios calle cuando los Santos del cielo elevan a Dios por nosotros su voz suplicante?; o bien, ¿deben ellos encerrarse en el silencio cuando se adelanta Ella al trono de la misericordia? Ciertamente no os atreveréis a decir esto. ¿Quién de nosotros, si encontrara algún Santo que se hubiera quedado en nuestra tierra, no le suplicaría que pidiese a Jesucristo esta o la otra gracia, que ya hubiéramos solicitado por María, y que la pidiera por intercesión de la Santísima Virgen? ¿Tendría Él por superflua esta súplica, so pretexto de que en lo que María se interpone ya no hay lugar para otra intercesión? Ahora bien; si hay gracias que los Santos pueden implorar en unión con Ella, ¿cómo la universalidad de su oración les podría obligar a no expresar jamás ningún deseo? En verdad, no sabemos ni podemos comprender por qué la intercesión de los Santos concertaría con la de María en algunos casos particulares y no pueda conciliarse en todos, y siempre con la mediación universal de la misma.
     Preguntáis por qué han de ser necesarios los sufragios de María cuando los elegidos del cielo ofrecen sus oraciones con su propia intercesión. A esto os respondemos: primero, porque las unas y las otras de estas plegarias llegan a ser así más agradables a la Majestad divina. Después, porque siendo la Virgen universalmente lo mismo en el cielo que en la tierra Madre y Medianera, le pertenece el ayudar en todo a sus clientes y a sus hijos. Y, finalmente, porque es voluntad de Dios que el orden establecido una vez para la adquisición de las gracias presida a su distribución. Nada se hace en el Calvario sino por el armonioso acuerdo de tres voluntades: la voluntad del Padre, la voluntad del Hijo y la voluntad de la Madre; nada, pues, debe hacerse en la dispensación de los bienes sobrenaturales independientemente de estas tres voluntades. No es una necesidad absoluta, fundamentada en la esencia misma de las cosas, convenimos en ello; mas es una necesidad que resulta a la vez de una conveniencia admirable y de un plan divinamente establecido. Por consiguiente, en el fondo es la misma cosa el decir, con Arnaldo de Chartres, que tres amores: el del Padre, el del Hijo y el de la Madre, han cooperado, cada uno en su orden, a rescatarnos en el Calvario, y el predicar con San Bernardino de Sena que toda gracia desciende actualmente sobre el mundo, concedida por el Padre, por intercesión de Jesús y alcanzada por Jesús por la petición de María. Así también los textos que parecen más extraños a los adversarios de la opinión piadosa, se explican facilísimamente. Tal es, por ejemplo, esta oración, en la que San Anselmo suplicaba a la Madre de Dios que intercediera por él, "porque, le decía, si Vos calláis, nadie orará; si Vos oráis, todos orarán, todos vendrán en mi ayuda". Tal es también la oración de los cristianos de la Edad Media, conjurando a los Santos a que se unieran con la Divina Virgen para conseguirles con Ella las gracias que les pedían. Así igualmente es la súplica dirigida por el sabio Guillermo de Auvernia, obispo de París, a María: "¿Guardáis silencio? En vano clamaremos a Dios; nuestras voces suplicantes no serán de efecto alguno delante de Él, si la vuestra las contradice; más aún, si la vuestra no las apoya" (
de Rethorica divina, e. 18, t. II, p. 343).
     Tampoco hay nada sorprendente en esta conclusión, propuesta por un docto religioso de la Orden de los Clérigos regulares, ministros de los enfermos; a saber: que los Santos no oran jamás sin la Madre de Dios. Porque, "siéndonos concedidas todas las gracias por mediación de María", unir sus voces a la suya es conformarse al orden providencial establecido (
T-B. Novatus, De Eminentia Deip. V. Marie, c. II, q. 3, t. II, pp. 384, sq.).
     Y, ¿por qué razón no lo han de hacer en el cielo ellos, que lo hicieron tantas veces sobre la tierra? ¿Acaso no están más cerca de la Santísima Virgen y son más amados por Ella? Y, ¿no es aún María la Medianera cerca del Mediador? Pesad este término la Medianera y no una Medianera. Pues así como es necesario para ir a Dios, pasar forzosamente por el Mediador, ¿será maravilla que sea preciso pasar por la Madre para llegar al Hijo? Ved, por otra parte, cómo la Iglesia, cuando invoca el patrocinio de los Santos, se dirige ante todo a María, a fin de que la escena de que fué testigo su nacimiento en el Cenáculo se renueve todos los días: Apóstoles y discípulos de Jesús orando, agrupados en derredor de María (
Act., I, 14).
     Escuchad, si no, esta oración del canon de la Misa: "En la común unión, y haciendo memoria primeramente de la gloriosa Virgen María, Madre de Dios, Nuestro Señor Jesucristo..., y de todos los Santos, os rogamos nos concedáis por sus oraciones y sus méritos el baluarte universal de vuestra protección." Y más adelante. "Libradnos, Señor ,os suplicamos, de todos los males pasados, presentes y venideros; y por intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre Virgen, María Madre de Dios, con los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y Andrés, y todos los Santos, dadnos la paz..." El mismo orden se ha seguido al principio de la Misa en la confesión de los pecados; el mismo, también, en la oración que sigue al lavatorio de los dedos, antes de las colectas; será el mismo por doquiera; gran lección práctica en la que aprendemos el lugar que ocupa perpetuamente María en los votos ofrecidos a Dios por los hombres.
     Lo cual no quiere decir, sin embargo, que nunca debamos invocar a los Santos del cielo, sin orar a la vez a su Madre y nuestra. No; como no se manda tampoco recurrir a los Santos sin dirigirse explícita y directamente al Salvador. Los amigos de Dios conocen el orden de la oración. Así como nunca oran por nosotros, sin apoyar sus plegarias en la intervención de los méritos de Jesucristo, no olvidan tampoco el recurrir al Mediador por la Mediadora, y así también lo solemos entender nosotros, puesto que tan a menudo les suplicamos que intercedan por nosotros cerca de Ella.
     "Cuando oramos a los demás santos, no nos servimos nunca de alguno de ellos como abogado cerca de otro, porque todos son del mismo orden. Mas si se trata de la Virgen bienaventurada, los tomamos a todos por intercesores con ella, puesto que es de todas ellos Reina y Soberana y Madre" (Suárez De Myster. vitae Christi, D. XXIII, s. 3, S Ex hit sequitur). "Sicut munus et decus universalis et primarii Mediatoris quod in Christo est, postulat ut nemo prosus aliquid obtineat a Deo, nisi per merita et intercessionem Christi, ita munus et decus universalis et secundariae mediatricis (quod inesse)i. V. probavimus), postulare videtur ut licet ipsa nihil obtineat nisi per Christum, alii tamen quidquid a Ileo obtinent, per beatam Virginem obtineant tanquam per Mediatricen secundarían! mi primn-rium Mediatorem Christum" (P. Benedict. Plazza. Vindiciae devotionis... p 11 in. 5, p. 295).     
     Tomenos otro de los argumentos que se esgrimen contra la piadosa creencia. La prueba de que no recibimos ni debemos esperar todas las gracias de la intercesión de María, es que la Iglesia y Jesucristo mismo nos han puesto en los labios oraciones en las que ni siquiera se la nombra. Si lo dudáis, leed el Padrenuestro, leed las oraciones antiguas del Misal Romano.
     No quiera Dios que rechacemos las oraciones en que nos dirigimos directamente ya a Jesucristo, ya al Padre de las Misericordias, sin pasar inmediatamente por María. Concedemos, con Suárez, que a veces es conveniente y provechoso hacerlo así (
Suárez, De Mysteriis vitae Christi, D. XXIII, s. 3: Dices. Nonne maior, etc.); mas no dejaremos de repetir, a propósito de esta nueva objeción, la advertencia hecha ya con respecto a las anteriores. Es que pasa de la raya. Efectivamente, fácil sería encontrar también oraciones eclesiásticas en las que no se nombra a Jesucristo, el gran Mediador. ¿Se seguirá de aquí que se puede prescindir de su mediación? No, se responderá, sin duda alguna, porque estas oraciones no van sin otras en las que nos prevalemos de los méritos de Jesucristo para que sean adeptos nuestros votos, y, además, lo que no está expreso, se sobreentiende según la naturaleza y orden mismo de la oración. Y nosotros nos aprovechamos de la respuesta con igual derecho. Habéis rezado el Pater, y en ese Pater no se habla de la bienaventurada Virgen; mas he aquí el Ave María, como para suplicar a María que presente Ella misma y haga acepta la oración del Señor, salida de nuestro corazón y de nuestros labios. Ya lo hemos comprobado: la invocación a la Madre de Dios, en la práctica de la Iglesia ,está siempre próxima a las oraciones dirigidas a Dios. Por lo demás, si hay excepciones a esta regla, ¿por qué no decir lo que respondían hace poco nuestros adversarios; a saber: que lo que no está formalmente en las palabras está naturalmente sobreentendido en las cosas? ¿Por qué siendo la respuesta válida para el Mediador no lo ha de ser para la Medianera?

     No omitamos ninguna dificultad. Veamos cómo razonan los adversarios en la objeción siguiente. Si no hay oración alguna en la que María no intervenga, ni gracia alguna que no dependa de su intercesión, ¿para qué es preciso invocarla directamente? Dirijámonos a los demás Santos, o inmediatamente a Jesucristo o a la Santísima Trinidad toda entera; María no dejará por eso de orar por nosotros y no seremos escuchados con menos certeza.
     Respuesta: No hemos dicho que una oración no pueda ser escuchada, como no sea que la dirijamos explícitamente a María; pero no concedemos tampoco que sea cosa indiferente el orar por medio de Ella.
     No se sabe, sin duda, bien que hay tres maneras de orar por María. Cuando decimos Ave María, éste es el primer modo, ¡y cuán excelente es!, puesto que nos la hacemos propicia recordándole el más hermoso de sus privilegios, antes de reclamar su intercesión. El segundo modo es si recitamos el Pater o cualquiera otra oración semejante en honor suyo. Entonces, en efecto, lo remitimos la súplica que queremos ver bien acogida, para que ella misma la presente y apoye con su maternal autoridad. Finalmente, oramos de un tercer modo por María cuando, dirigiéndonos a algún santo del cielo, le ofrecemos invocaciones y homenajes en los que María es la que resulta ensalzada e invocada, como, por ejemplo, Avemarias o Salves. En este último caso, ¿qué hacemos, en efecto sino tomar al santo como intermediario y medianero cerca de la Medianera? Y haciéndolo así, le honramos a él también, puesto que reconocemos de esa suerte cuán amado es de Ella y cuán digno de que le escuche. 
     Un autor que ya hemos citado varias veces, Eadmer, hace la misma observación: "El socorro en los peligros nos llega más pronto y con más abundancia cuando invocamos el nombre de María que si sólo imploramos el nombre de su Unigénito, Jesucristo. No porque le sobrepuje ciertamente ni en poder ni en grandeza, porque no es Él grande y poderoso por Ella, sino Ella por Él... ¿Por qué entonces? Porque los méritos de la Madre consiguen para nosotros del Corazón de Dios lo que no merecería nuestra débil oración. Y, ¿acaso no es esto lo que ocurre todos los días? Aquel suplicante que vería su petición desechada, si la presentase por sí mismo, lográ que sea acogida favorablemente, poniéndola bajo el patrocinio de un protector que sabe que, a su vez, es siempre escuchado y atendido" (De excellentia B. M .V., c. 6, P. L„ CLIX, 470).
     De acuerdo, diréis, quizá, mas olvidáis que, según vosotros, los sufragios de María en favor nuestro no faltan nunca, aunque directamente nos dirijamos a Dios. No, no lo olvidamos; mas también sabemos que Jesucristo quiere que su Madre sea honrada en sus privilegios, y hace de este honor una condición para la concesión de sus gracias más escogidas. Ahora bien; ¿lo sería como debe serlo si fuera indiferente para obtener su asistencia el pedírsela o no? Dejar de rezarle, ¿no sería dejarla preterida, olvidada, y privarla de todo homenaje? Sabemos que ocurre con María como con todas las madres: que acude con mayor prontitud a socorrer a aquellos hijos que más la instan para que los ayude. Sabemos que su prodigalidad misericordiosa es fruto de su caridad; ahora bien; la caridad, aunque se extienda universalmente a todas las criaturas de Dios, mide, no obstante, sus manifestaciones efectivas por la unión más o menos grande, más o menos actual que une al bienhechor con los necesitados. Ahora bien; la oración es uno de los medios más eficaces que tenemos para unirnos al canal de las gracias, a la Virgen María. Sabemos, finalmente, que la devoción y la confianza ayudan en gran parte a la eficacia de la oración y que nada fomenta tanto la una y la otra como el recurrir filial y humildemente a esta Madre de misericordia.
     Así también, los más grandes servidores de Dios, en aquella hora en que, colmados de celestiales favores, parecen haber alcanzado las cumbres de la perfección, se encomiendan con mayor asiduidad a la Virgen bendita. No daremos más que un ejemplo entre mil. En el Librillo, en que San Ignacio, llegado casi al término de su carrera, consignaba día por día las gracias insignes que recibía de la bondad divina, habla en cada página del Mediador y de la Medianera, yendo de la Madre al Hijo, del Hijo al Padre, sin separar jamás a aquellos que los decretos eternos han unido tan estrechamente. Este es, por otra parte, el camino que había mostrado en sus Ejercicios Espirituales, en los que casi siempre hace pedir las gracias más singulares por medio de tres coloquios: el primero, con Nuestra Señora; el segundo, con Nuestro Señor Jesucristo, y el tercero, con Dios Padre (
Véanse, sobre todo, las Contemplaciones de la segunda semana).
     Sigamos a los contradictores en sus objeciones. Preguntan cómo la Santísima Virgen participa con su Hijo en la dispensación de todas las gracias celestiales, cuando Dios nos las concede muchas veces, sin que la hayamos invocado en nuestro favor, en manera alguna.     Esta vez también la objeción prueba demasiado, porque hay gracias concedidas por Nuestro Señor a quien no se las ha pedido, y este hecho no autoriza a nadie para deducir de ahí que la mediación de Cristo no sea universal, sin excepción ni reserva para ningún don de Dios. Para que el razonamiento tuviera alguna fuerza, sería necesario probar, ante todo, que los beneficios de Dios no previenen toda oración, así como todo mérito; es decir, demostrar la verdad del semipelagianismo. Así, pues, de la misma manera que la gracia, al menos la necesaria para orar, debe preceder siempre para con cada uno de nosotros a la oración, así María no espera nuestras súplicas para ejercer con nosotros sus funciones de Medianera. ¿Sería, acaso, Madre, la Madre perfecta, si para acudir en socorro de sus hijos necesitara siempre que se le dirigieran gritos de angustia? Ciertamente, no obra de este modo el Salvador con los hombres. Como buen Pastor, corre en socorro de la oveja perdida, aunque no le haya llamado con voces lastimeras.
     La Madre de la Misericordia imita al Padre de las Misericordias; Ella, que no es lo que es sino para ejercitar la misericordia. Así también los Padres nos afirman que Ella nos ayuda sin que ni siquiera se lo supliquemos, etiam non rogata. Hermosa expresión que San Anselmo ha hecho entrar en sus oraciones a la Virgen (
"Sin Vos, ni piedad ni bondad; ¿no sois la Madre de la virtud, de toda virtud? Sin vuestra asistencia, soy una nada que vuelve a su nada. Socorredme y no me rehuséis a mí solo un beneficio que concedéis a todos, aun sin ser rogada etiam non rogata" (San Anselm., Crat. 47. 1°. L„ CLV1II, 945). Dante, el gran poeta teólogo, en sus versos (Vuestra bondad no se contenta con asistir al que la implora; a menudo se adelanta serrosamente a la oración. Parad., XXXIII, 19-21) y León XIII en sus Encíclicas sobre la devoción del Rosario (Encycl. Magnae Dei Matris. 7 sept. 1892).
     Es también una dicha para nosotros el poder poner estas ideas bajo el patrocinio de nuestro ilustre Pontífice. "En el rezo del Rosario — escribe a propósito de esta devoción— se empieza, ante todo, como conviene, por volverse al Padre, por medio de la oración dominical; luego, después de haberle invocado con las peticiones más excelentes, la voz suplicante se vuelve del trono de la Majestad Divina hacia María, en conformidad con esta ley de la misericordia y de la oración formulada por San Bernardino de Sena: "Toda gracia concedida al mundo llega a él en tres grados ordenados perfectamente: del Padre a Cristo, de Cristo a la Virgen, de la Virgen a nosotros. Ahora bien; recorriendo estos grados de naturaleza diferente, nos detenemos de mejor gana, en cierto modo, y con más detenimiento en el último. Tal es, en efecto, la composición del Rosario, en el que repetimos por series de diez Ave la salutación angélica. Es como para tener la seguridad de subir los otros dos grados; es decir, de ir a Jesucristo y por Jesucristo hasta el Padre. Y luego nuestra oración es tan débil e imperfecta que necesita pe un apoyo que la sostenga y le dé la confianza necesaria. He aquí por qué repetimos tan a menudo las mismas salutaciones a María, suplicándola que ruege a Dios por nosotros y que le hable en nuestro nombre. Nuestras voces hallarán tanto más favor y crédito cerca de Dios, cuanto más puedan recomendarse con las oraciones de la Virgen, de esta Virgen a quien Él mismo dirige esta invocación tan amorosa: "Que vuestra voz resuene en mis oídos, porque es dulce" (
Cant., II, 24). Y por esta razón también le recordamos nosotros tantas veces los gloriosos títulos por los que merece ser escuchada. En Ella saludamos a aquella que encontró gracia delante de Dios, y gracia con tal plenitud que su abundancia rebosa sobre todos los hombres; aquella a quien el Señor se ha unido con la más estrecha e indisoluble unión; la que, bendita entre todas las mujeres, ha reemplazado la maldición por la bendición, por el fruto bendito de sus entrañas, en el que serán benditas todas las naciones. En Ella, finalmente, invocamos a la Madre de Dios; es decir, a una Virgen investida de una dignidad tan alta, que su oración puede, ciertamente, conseguirlo todo para nosotros, pecadores, ya sea en vida, ya en la hora de nuestra muerte" (Leo XIII, Encycl. Iucunda temper. 8 sept. 1894).
     Pasemos a otra clase de dificultades; es decir, a aquellas que se refieren más especialmente a los testimonios. Aquí se nos ofrecen dos formas de rechazar su valor y su autoridad. Ante todo — dicen nuestros contradictores— atribuyendo todas las gracias a la mediación de María, los Santos sólo han pretendido una cosa: que las hemos recibido de Ella mediatamente, en este sentido, que Ella nos ha dado al Autor de la gracia, y en ese don, todas las gracias.
     Sí; la Madre de Dios, al darnos a Jesús, nos lo ha dado todo en Él y con Él, lo concedemos. Varios de los textos de los Padres, que hemos alegado en esta controversia, directamente no significan otra cosa, lo concedemos también, y por eso nos hemos abstenido cuidadosamente de hacer hincapié en ellos, aunque algunos puedan indirectamente confirmar nuestra conclusión. Mas hay un cúmulo de otros muchos cuyo alcance no puede ser atenuado en esta forma, puesto que hablan expresamente de la distribución de las gracias y de la perpetua mediación de intercesión.
     Los adversarios de la opinión piadosa se han dado cuenta de ellos, como nosotros, porque buscan una segunda respuesta. Estas son, pretenden, exageraciones, hipérboles, respetables, sin duda, pero que no se deben tomar al pie de la letra. ¿Qué quieren decir los Santos cuando emplean semejantes fórmulas? Sólo una cosa: afirmar y poner de relieve la poderosa intercesión de la Madre de Dios, la increíble extensión de su mediación.
     Ya en las páginas que preceden, San Alfonso María de Ligorio, si no nos engañamos, ha refutado victoriosamente estas ideas. Inútil es detenernos en ello más tiempo. A los que aquella respuesta no haya satisfecho, les diremos sencillamente: "Mostradnos textos, siquiera un solo texto, en que estos mismos Santos confiesen la exageración del lenguaje que se les atribuye", lo cual no harán nunca, y con harto motivo.
     Rechazados por este lado los contrarios, se acercan por otro. Sí, lo confesamos, hay autores recomendables por su piedad, y hasta santos, que sostienen esta conclusión. Pero estas son cuestiones que hay que resolver con testimonios de la antigüedad. Ahora bien; ninguno de los antiguos Padres enseñó nunca de María que Ella fuera órgano universal, aunque secundario y subordinado de la distribución de las gracias. Se nos cita a San Anastasio, San Gregorio de Neocesárea, San Epifanio y San Agustín, como si la crítica literaria, ya más atenta y mejor instruida que antes, no hubiera demostrado con evidencia que esas homilías y discursos son obras supuestas, de fecha relativamente reciente.
     Hay algo de verdad y algo de falsedad en esta objeción. Algo de verdad, porque las obras señaladas como apócrifas lo son efectivamente. Así, pues, por sí mismas no prueban la antigüedad absoluta de la piadosa creencia, aunque la muestren existente ya en la remota época de su composición. Mas hay también falsedad, y esto quita toda su fuerza a la objeción. Es falso que los mejores partidarios de la piadosa creencia se hayan apoyado, o, al menos, apoyado principalmente como sobre textos auténticos, sobre estas obras, y tenemos conciencia de no haber alegado ni una sola de ellas. És falso que la antigüedad enmudezca sobre el privilegio en cuestión. Si en los primeros siglos no contamos con testimonios explícitos, las afirmaciones implícitas no nos faltan. Recuérdense en particular las magníficas series de autoridades invocadas en este capítulo y en otros de los anteriores; cómo particularmente todo lo que la fe católica afirma de la mediación del Hijo, los Padres, y aun los más antiguos, lo atribuyen secundariamente a la mediación de la Madre. Ahora bien; lo diremos una vez más: al tratarse de Jesucristo, la mediación no se extiende sólo a la adquisición de las gracias, sino también a su perpetua dispensación. El sacerdocio de nuestro Pontífice abraza igualmente estas dos funciones, la una cumplida sobre el Calvario, la otra perpetuamente proseguida desde las alturas del cielo. ¿Con qué derecho se quiere restringir la mediación universal de la bienaventurada Virgen a la primera función, cuando los mismos términos deben ser tomados en toda su extensión, cuando se aplican al Salvador?
     Es también falso que la afirmación explícita de la piadosa creencia sea de fecha reciente. San Juan Damasceno, San Germán de Constantinopla, los himnos de las Meneas, San Bernardo mismo, ¿son, acaso, de ayer? Es falso también que una doctrina deba ser rechazada por el solo hecho de que no se la encuentre expresamente profesada en las primeras edades de la Iglesia, si, por otra parte, está conforme con los principios admitidos entonces, y, si más tarde ha conquistado el asentimiento general y siempre creciente, como lo hemos comprobado en la cuestión presente. Entonces, ¿es que no debe haber progreso alguno en la inteligencia de las verdades reveladas, o bien, que ese progreso debe ser proscrito de los puntos que se refieren a los privilegios y al culto de la Virgen, nuestra Madre? Nadie se atreverá a decirlo. Por consiguiente, este llamamiento a la antigüedad, lejos de invalidar las bases de la piadosa creeencia, no hace sino afianzarlas.

     Objeción última, que no hemos encontrado en los autores y que merece, sin embargo, ser estudiada. Se refiere a las gracias sacramentales; es decir, a las gracias que son efecto de los sacramentos. Aun cuando María, por su intercesión, concurra a obtenernos todas las demás, podría no tener parte alguna en éstas, puesto que no es su sangre la que da a los sacramentos su eficacia, ni ministros suyos los que nos los aplican.
     Respuesta: Es verdad: los sacramentos no toman su eficacia de la sangre de María; mas la sangre de donde mana esta virtud vivificadora ha sido tomada de su sangre, y Ella ha participado en el misterio que la ha derramado en los sacramentos. Es verdad también que los sacramentos no son aplicados en su nombre ni por sus ministros; pero la gracia de recibirlos no está fuera de la dependencia de su intercesión; esos ministros, aunque no sean suyos; representan al supremo Sacerdote, en nombre del cual son administrados estos sacramentos, y este Sacerdote Ella nos lo ha dado libremente; las disposiciones sin las cuales estos sacramentos no serían para nosotros de ningún provecho, se las debemos también a sus oraciones. De aquí proviene que se la invoque antes de recibirlos, a fin de sacar de ellos los frutos que estén llamados a producir. Copiamos como testimonio este pasaje de la antigua liturgia de San Juan Crisóstomo: "Por intercesión de la Inmaculada María, Madre de Dios, nuestra Soberana, siempre Virgen, hacedme digno de recibir dignamente el don inmaculado para la remisión de mis pecados y para la vida eterna." ¿Qué más hace falta para que las gracias sacramentales nos sean también conferidas por la meditación de María, la Madre de los hombres?
     Llegados al final de este largo estudio, no diremos que lo que hemos llamado con el nombre de piadosa creencia sea una doctrina obligatoria, ni mucho menos que sea un dogma de fe. Desde el principio hemos protestado contra semejante pretensión. Mas es tal la gravedad de los argumentos con los cuales se la puede sostener, tales las relaciones armoniosas que presenta con verdades indiscutibles, tales el número siempre creciente y la autoridad de los testimonios, tal, finalmente, la endeblez de las objeciones que se le oponen, que nos parece extremadamente razonable y soberanamente dulce el admitirla.

J.B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES

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